jueves, 16 de diciembre de 2010
Cuentos de Tokio
En el cine de Yasujiro Ozu el tren es una figura recurrente. Estaciones, recorridos, ciclos, transiciones. La vida y sus tránsitos. Su figura ya está presente en los planos de apertura de 'Cuentos de Tokio' (1953). Y lo seguirá estando en algunas de esas transiciones características de espacios vacíos que jalonan sus narraciones. La estación del primer tramo es la que recorre una superficie: Shukishi (Chishu Ryu) y Tomi (Chieko Higashiyama) deciden realizar un viaje desde su pequeña ciudad en el sur de Japón a Tokio para visitar a sus hijos. Pronto se desvelará que lo real poco tiene que ver con las superficies hilvanadas sobre las imágenes convenientes y las deseadas. Sus dos hijos casados, Koiche y Sheigi, pese a su aparente cálida bienvenida, no dispondrán de mucho tiempo para dedicarles, él con sus ocupaciones como médico y ella con su peluquería, pero más aún su presencia, como reconocen entre ellos, no deja de ser una molestia, una interferencia en su vida ( y mejor estarían en una residencia). Pero la decepción, cuestión nuclear en la obra, también afecta a los padres, como refleja esa conversación sobre que sus hijos no han llegado a ser lo que esperaban (viven en las afueras, y el hijo, en concreto, tiene una consulta en pequeña escala): el contraplano de unas pequeñas nubes desperdigadas hace cuerpo de esa sensación de sueños difuminados.
No, las apariencias no son lo que parece, o lo que se esperaba, como ese balneario en el que los alojan para quitárselos de en medio, y que en principio ambos padres viven como un radiante entorno, un sueño realizado, que se verá rápidamente truncado esa noche cuando no logren conciliar el sueño a causa de la algarabía reinante, incluido concierto musical (admirable cómo hace cuerpo de esa exasperación Ozu dilatando el tiempo de la secuencia). Quien es más receptiva, o realmente cálida, es la nuera viuda, Noriko (Setsuko Hara), precisamente quien más carencias tiene ( no puede alojarlo), porque es quien es más consciente la perdida (la de su marido); ante todo reacciona con una sonrisa, incluso cuando al pedir en su trabajo que le den el dia libre para guiar por la ciudad a ambos, el jefe le dice que se lo restará de su sueldo. Ozu diferencia a ésta, que no tiene un vínculo de sangre, con los hijos, en una secuencia: aquella desde la que miran el horizonte de Tokio desde unas escaleras. cuando les señala dónde viven sus hijos, no hay contraplano; cuando les señala donde vive ella, a donde les invita, sí hay contraplano. Como digo, la decepción, que puede encontrar su emblema en esas imágenes repetidas en las transiciones de las chimeneas de fábricas que expelen un humo negro, afecta a todos los personajes, a todas las relaciones y generaciones.
Al respecto son magníficas las secuencias de Shukishu con sus dos antiguos amigos, de insondable tristeza, en la que se reiteran las decepciones con respecto a lo que no han llegado a su hijo, depositarios de sus propias frustraciones, o las encontradas relaciones entre uno de sus nietos y su otra nuera. O cómo se recrean los mismos errores o desencuentros del pasado (la resignación de las mujeres a las conductas de sus maridos, su inclinación a la bebida y descuido del hogar, como comparten Tumi y Noriko). Ozu desvela este escenario sombrío, ese humo negro de la decepción, con la templada serenidad de su mirada, condensada en las imágenes finales, tras cerrar el círculo, el ciclo (en las primeras imágenes veíamos en su hogar a Shushiko y Tomi; ahora solo a Shushiko, viudo): las imágenes del fluir del río. La vida fluye, más allá de las inconsecuencias de los humanos que la habitan, con sus tránsitos y ciclos. La mirada serena es consciente de esa inevitable relación entre plenitud y vacíos, entre presencias y ausencias. Sentir que uno fluye contrarresta la fisura entre ilusiones y decepciones, porque en el fluir reside lo real.
'Cuentos de Tokio' (Tokyo monogatari, 1953), es otra de las grandes obras maestras de Yasujiro Ozu, en una filmografía pródiga en ellas. La serenidad y armonía de su mirada es el aliento equilibrado que contempla las agitaciones de los que habitan las mareas de la vida, desvelando sus sombras, carencias y desencuentros con la despejada respiración de la mirada conciliada, la de la templanza.
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