martes, 12 de octubre de 2010
El placer
Si en 'La ronda' (1950), en la Viena de 1900, el narrador, presentado junto a un tiovivo, introducía cada breve relato (o caballito del tiovivo de las relaciones sentimentales) de Arhtur Schnitzler, a la par que participaba e intervenía en cada uno de ellos, en 'El placer' es la voz (ficticia) de Guy de Maupassant quien introduce y comenta cada uno de los tres relatos que componen esta bella obra, e incluso participa, e interviene en la acción,como personaje en el tercero de ellos (que su intervención no sea muy afortunada no deja de ser toda una auto/ironía sobre todo afán demiurgico, o de control en la vida). El placer y el amor, el placer y la pureza, el placer y la muerte ( pero la interior, moral) son lo que representan cada uno de los relatos, o así los define la narradora voz que representa a Maupaussant. Pareciera que el orden fuera el inverso pero realmente es un trayecto circular (figura recurrente en el cine de Ophuls: los pendientes que 'retornan' como cáustica figura del azar en 'Madame De...' (1953), la pista del circo de 'Lola Montes' (1955), a la vez jaula de fin de trayecto),refrendado por sus espectrales imágenes finales, en la orilla de mar, en el que los jóvenes protagonistas ya son ancianos atrapados en el tiempo,en su relación, como insectos en ámbar. Siniestro y espectral es el primer relato, 'La máscara', aunque comience como un exuberante torbellino, entre los movimientos de cámara y la danza del personaje que entra con arrollador entusiasmo en La sala de baile. Pero ya se introduce un detalle inquietante con el hecho de que porte una especie de máscara cual maniquí, a lo que se añade sus movimientos tan desaforados como desmadejados, cual desequilibrado autómata.
Hasta que cae desfallecido, y llevado a una habitación aparte, desvencijada, el médico (Claude Dauphin) descubre al cortarle la máscara que es un anciano. Al trasladarle a su hogar, se le revela, a través de su esposa,que tras aquel día que descubrió su primera cana, y sintió que ya no atraía de igual manera,entró en este alocado frenesí, esta ilusoriedad de aún sentirse joven, una fantasía que niegue su realidad, a la que la misma esposase ha plegado con resignación, porque la consciencia determinaría su muerte. Como era usual, es admirable cómo Ophuls utiliza los espacios ( participó en su diseñojunto a Jean D' Eaurbonne): espacios recargados, opresivos, conjugado con cómo desequilibra el encuadre, en el desvencijado cuarto de la sala de baile o en las escaleras del hogar. El segundo relato, 'La casa tellier', el más extenso ( los otros dos duran 15 minutos cada uno) pareciera dividido en un prólogo y dos partes. El prólogo presenta esta casa de citas, a través de refinados móvimientos de cámara a través de la fachada en la que se ve el interior, las diversas habitaciones tanto de la dueña como de las 'trabajadoras'. Entrevisto,porque es ese otro mundo,de ilusión de fantasía ajena a la realidad a través del deseo, al que anhelan acceder los hombres. De ahí la ironía del siguiente pasaje cuando los clientes 'habituales' ven trastocado su ritual al estar cerrada la casa de cita. El orden se ve alterado. Sin el espacio de fantasía, ante la ausencia de su pantalla donde sentirse actores privilegiados en ese escenario, son ahora meros espectadores reunidos en un banco en la orilla del puerto, con la consciencia del tiempo como un devenir sin rumbo. El motivo de esa ausencia es que todas han viajado al campo para asistir a la comunión de la sobrina de la dueña.
Es el episodio más luminoso (no deja de ser elocuente que esté 'emparedado' entre dos más sombríos), aunque su aura celebrativa se tiña progresivamente de sutil melancolía: la secuencia que muestra en cada habitación las chicas cautivadas y sobrecogidas, a la vez, por el silencio ambiental; la emotividad de la celebración de la comunión en la que todos los asistentes se sumen en sollozos, como si fueran testigos de un alma despojada, celebración de la plenitud aunada con consciencia de la fugacidad; la parada en el prado antes de volver a coger el tren para marcharse, cogiendo flores, solar magnificencia contrastada con el poso melancólico que deja el último plano de la carreta, alejándose por el camino, de Joseph (Jean Gabin), que se había quedado prendado de una de las chicas, Rosa (Danielle Darrieux). El tercer relato, 'La modelo' condensa con suma brillantez, el tránsito de la idealización a la decepción en la relación entre un pintor (Daniel Gelin) y una modelo (Simone Simon). Un admirable montaje secuencial concentra la admiración del pintor por las manos de la modelo en cualquier circunstancia o acción, y otro posterior el cómo ahora esa imagen antes sublimada ahora es un recuento de horrores. De nuevo, se ama más una idea, una representación, que lo real, y se cierra el círculo asociándolo con el primer relato, no sólo la negación de lo real sino la incapacidad de asumirla y de saber verla, extraviados en la interposición de las proyecciones ( una vez más, los planos que encuadran a través de las cristaleras,materia interpuesta, desde el exterior). Incluso, la no asunción de lo que no puede ser, de lo que es un espejismo, puede conducir al obcecado vértigo de intentar adaptar lo real al modelo, lo que conlleva la caída, la perdida de gravedad (de mirada equilibrada) o la postración en una relación que anestesie la decepción en la rutina de la costumbre.
'El placer' (Le plaisir, 1952), es una nueva exquisita obra maestra de Max Ophuls que adapta tres relatos de Guy de Maupaussant, con un portentoso trabajo de Christian Matras y Philippe Agostini en la fotografía. No hay cineasta que haya creado movimientos de cámara tan elaborados como musicales, en otra corrosiva reflexión sobre los escenarios de los sentimientos, sus sombras y sus fantasmas. O la distancia o abismo entre la idea y modelo y lo real.
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