sábado, 10 de abril de 2010
Red road
Hay cierto cine donde el espacio es un personaje más, un paisaje que empapa los intersticios de una narración que se entreteje a través de la respiración de esos huecos con cuyo palpito rasgan la misma trama de la representación de la realidad, tan escurridiza, tan frágil, agrietada por una violencia latente en la naturaleza humana, como las gélidas y desvitalizadas construcciones verticales del barrio de Glasgow al que da nombre ‘Red road’ (2007) de Andrea Arnold. La narración se sustenta sobre la sustracción de información. De la misma forma que Jackie (una extraordinaria Kate Dickie) ‘rastrea’ en las sus pantallas de vigilancia de seguridad las calles de ese barrio, para informar a la policía de cualquier posible altercado o acto delictivo, barriendo con su zoom, alternando planos generales y primeros planos, esa realidad ‘descosida’, ‘huidiza, e ‘inconexa’ donde aposentarse la mirada, la misma narración de esta excelente primera obra de la directora escocesa capta o retrata con un estilo inmediato el devenir de esta mujer que mira. Nosotros la miramos, pero ¿qué vemos? ¿qué hay tras su rostro, tras sus movimientos cotidianos que transpira vida en suspenso, sin dirección, y crispada en una inercia intangible?
La narración discontinua, la alternancia entre planos del paisaje donde se desenvuelve, o de otras figuras que componen ese conjunto, y su gestualidad, hacen de ella un personaje por un lado representativo de ese conjunto, y la vez como alguien que destaca porque mira el conjunto. Y cuando su mirada parece enfocarse sobre un personaje que centra su mirada en esas múltiples pantallas, Clyde (Tony Curran), empezaremos a preguntarnos qué late, o 'pesa', tras la mirada de Jackie, qué pasado arrastra en un presente que parece difuminado, en donde advertimos en la relación con sus compañeros o familiares el peso de la huella de una herida del pasado de la que aún no se ha recuperado. ¿Quién es ese Clyde? ¿Por qué realiza Jackie un seguimiento de él a través de las cámaras, hasta descuidando el advertir otros actos delictivos, y, aún más, realizándolo ya entre las calles, y bares, e introduciéndose en su vida, presentándose en una fiesta que realiza en su piso? ¿Qué trama Jackie? ¿Qué busca, que parece que le causa tanta repulsión como empecinada decisión?¿Cuál es su relación, cuando además Clyde no parece reconocerla? Hay algo de Egoyan en esta estructura narrativa, donde se van desvelando los elementos convencionales de la trama, que relacionan a los personajes, y que nos van modificando nuestra percepción o conocimiento sobre ellos, y que, a la vez, evidencia una realidad, como los mismos rostros, tan difícil de descifrar o de acceder a lo que palpita en ellos, en esa, en ocasiones, enmarañada red de motivaciones, huellas del pasado, y deseos. Y en donde el paisaje ya ‘anuncia’ o sugiere cuál es su condición, como esos altos edificios aislados, tétricos y rígidos, tan cerrados e inaccesibles como los cielos plomizos que alientan el paisaje urbano de Glasgow, y donde el desatado viento que se puede sentir cuando abres una ventana en un 24 piso, o el sexo desatado y voraz ( en una de las secuencias sexuales más físicas y palpables, de sabor inmediato, vistas recientemente) no es que contrarresten, es que ponen en evidencia una realidad congestionada y en fuga, son estallidos que esconden una violencia cargada, de dolor o frustración.
Arnold hace de la narración piel de las emociones de su protagonista. No es lo fundamental el por qué cuando todas las piezas encajan al final, y comprendemos las motivaciones qué movían a Kate, o lo es en la misma medida que en el cine de Egoyan, con ‘Exótica’ como ejemplo más cercano. La aparente solidez de una realidad, como esos edificios, no es mas que un espejismo, por cuanto esconden fisuras en sus cimientos, y hay que hacer un esfuerzo por rasgar con la mirada ese cemento incrustado de la realidad, de la conducta de los otros, y del propio inercial ojo, para comprender y sentir lo que en esa realidad palpita en su huidiza apariencia.Si al principio veíamos cómo Kate se fijaba repetidamente, a través de sus cámaras de vigilancia, en un vecino cuyo perro mostraba síntomas de una enfermedad, al final, Kate, paseando por las calles, ya sonriente, se cruza con él, y su nuevo y joven perro. Nos hemos aproximado a la realidad, como la misma Kate ha hecho, lo que ha supuesto reconciliarse consigo misma. Otra muestra de cine terapeutico, como el de Egoyan; la inmersión en el otro, en la realidad, cura de nuestra enquistada manera de relacionarnos.
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