domingo, 4 de abril de 2010

Flandres

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El cine de Bruno Dumont despoja la narración de las estrategias narrativas convencionales que permiten que el espectador cree ese vínculo automático, envuelto en el curso de la historia y en la implicación psicológica con los personajes. Y da, según sus palabras, primacia al ‘fondo’ del cuadro, al escenario. Incluso, minimiza la presencia de los diálogos (eso que el espectador medio considera cómo la evidencia de que hay un guión, ignorando el hecho de la construcción narrativa). Los personajes son ya cuerpos, o máscaras que se desplazan sobre el fondo. Conducen la narración, a la vez pasajeros, y portadores, y habitantes que son signos de ese fondo. Suspendidos en un mundo que es representación. el trayecto de un aprendizaje.
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El personaje protagonista, Andre (Samuel Boidin) aprende a expresar lo que siente, a articularlo y materializarlo, y hacerlo saber a aquella a quien ama. Porque, en principio, es menos elocuente que una roca. Sí, ama a Barbe (Adelaide Leroux), pero su casi única manera de expresarle algo es follándola en cualquier rincón de la campiña de esta zona de Flandres. Se tiene constancia de que está vivo porque se desplaza y mueve, lo que le diferencia de un árbol o un matojo, y seguimos sus tránsitos porque realmente es lo que define su vida, un cuerpo que se desplaza, en ocasiones come, o folla. Barbe desespera ante esa condición mineral de André, y busca consuelo, aunque es ante todo fuga desesperada, en los brazos de un amigo de éste, Blondel (Henri Cretel). Un acontecimiento exterior rompe esa viciada inercia, en un tris de estallar en cualquier momento tal es la cerrazón y congestión en la que parecen habitar estos personajes ( o que parece habitarles a ellos). André y Blondel son reclutados como soldados y deben trasladarse a un innominado pais del extremo oriente. Otro espacio desértico, pero, al fin y al cabo, otro espejo de ese presunto espacio habitado rural. De hecho, Dumont ya en las secuencias finales, tras la vuelta de André, compone un plano, manifiestamente abstracto, en el que la campiña y el desierto son colindantes. Son mutuo reflejo, o el mismo espacio ‘interior’.
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Algo que ha quedado evidenciado en los avatares vividos en la guerra, donde los personajes, casi máscaras mudas, se desplazan, batallan, y follan, o más bien, violan. Algo que pone de manifiesto que lo que hacía con Barbe no era muy diferente, porque sólo la poseía, o penetraba, pero no expresaba afecto alguno, como meros animales que desatan su instinto indiscriminadamente a golpe de apetencia. El ciego instinto, depredador y violento, es la guía de sus actos. Sufrirlo, en su caso, le servirá de lección. Y será capaz en su regreso, aun ignorante de la crisis nerviosa que ha sufrido Barbe en su ausencia, de expresar por fin sus sentimientos en las hermosas secuencias finales. La ternura y el afecto acompañan sus gestos y sus palabras. Ya no sólo la penetra, ya no sólo es un cuerpo que posee, un receptáculo en el que saciar su instinto. Ahora le hace el amor. Le expresa lo que siente por ella. Y sus gestos ya son delicados porque se preocupa por sentir lo que ella siente en su piel. La relación, establecida como una guerra de desencuentros, deja paso a la ternura que es encuentro con el otro.

'Flandres' (2006), una brillante y radical obra, no se ha estrenado en España, como el resto de las obras anteriores de este discutido cineasta francés. Ni 'La vida de Jesus' (1997), como 'La humanidad' (1999) o 'Twentynine palms' (2004) la otra obra que conozco de este interesante cineasta, y en la que se puede rastrear de modo más manifiesto la influencia del cine de Antonioni.

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