miércoles, 6 de enero de 2010
Luces de la ciudad
El arte de la pantomima es hacer de los cuerpos conversación que es coreografía. Y Chaplin sublima ese arte en una serie de coreografías hilarantes. La colisión de los cuerpos con el espacio o los otros cuerpos los convierte en una danza que resalta la extrañeza de la propia condición corporal, como si el cuerpo se preguntara qué hace en el espacio, y recuerda que el cuerpo es un campo de expresión que tenemos postergado en la inmovilidad. Chaplin lo dinamita ya desde el principio, cuando se le descubre, tras apartar la sabana que la cubre, dormitando en brazos de una estatua erigida para conmemorar a alguna insigne figura. Su cuerpo en movimiento se convierte en la anarquía que desestabiliza el envaramientos de una sociedad enquistada en las estatuiles apariencias. El cuerpo y las emociones son transgresión. Así, a través de Charlot las emociones se modulan en los gestos como sinfonías interiores. Como el amor no es que sea ciego, es que para amar de verdad hay que saber ver. Esto es lo que subyace en esta entrañable historia. Charlot hará todo lo que esté en su mano para ayudar a esa florista ciega de la que se ha enamorado, y que cree que él es un rico filántropo que la ayuda, para pagar la renta y conseguir pagar la operación que le devuelva la renta. La emoción verdadera es generosidad, es entrega y movimiento. Son antológicas las secuencias que hacen de la coreografía de la pantomima carcajada celebrativa. Desde los intentos para evitar que el multimillonario se suicide en las aguas del río, en una cadena de accidentes con uno o los dos en el agua, hasta ese prodigio de ballet del combate del boxeo en el que contendientes y arbitro alternan los bailes a dos o a tres (para mi gusto, uno de los grande momentos que ha dado la comedia), hasta esa sesión de patinaje en el restaurante, aderezada con el superlativo estado de embriaguez del millonario y Charlot y sus gestos de quitarse la chaqueta cuando hacen amago de pegarse con cualquiera,en el que destaca otro desternillante momento, aquel en el que Charlot come unas serpentinas que le han caído en el plato pensando que son tallarines.
Charles Chaplin prefirió no adaptarse de modo convencional al sonoro, y realizó 'Luces de la ciudad' (1931) con intertítulos cual película muda, pero utilizando el sonido de modo expresivo, como las ininteligibles parloteos distorsionados de los que intervienen en la conmemoración inicial antes de descubrir la estatua, o los sonidos que puntúan la acción de Charlot de comer los tallarines, y que varían según la longitud del mismo. Por supuesto, el final es tan conmovedor como hermoso, cuando la florista reconoce, primero por el tacto, que el desastrado vagabundo es aquel que le ayudó a recuperar la vista. Sus miradas bastan y sobran para resaltar que el amor no es ciego.
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