miércoles, 8 de mayo de 2024

Adiós a las armas

 

Si pensáramos en un cineasta insignia del melodrama romántico, ese sería Frank Borzage. Uno de aquellos cineastas que parecían aún mirar la vida y la realidad con el pulso luminoso del descubrimiento, y la confianza en la emoción verdadera, como en la celebración de su realización expresiva en el lenguaje. Era un posible, aunque lo contrastaran con su colisión con las precariedades de la propia vida y las inconsecuencias del propio ser humano. La eternidad anhelada expresada en la plenitud que destilaba el canto del amor sublime, el impulso que buscaba rasgar los límites implícitos en la propia existencia, el ineludible paso del tiempo y la fugacidad, la tendencia a la destrucción del ser humano y el irreversible accidente de la muerte. En Adiós a las armas (A farewell to arms, 1932), adaptación de la novela homónima de Ernest Hemingway, una de las obras cumbres de Borzage, se hace música esta exaltación y esa colisión. Y qué puede ser más emblemático de este concepto (pues de hondas reverberaciones abstractas está tejido su cine) que la guerra. Marco o escenario en el que también se desarrollarán otros de sus grandes melodramas como Tres camaradas (1938) o Tormenta mortal (1940). Otro reflejo, o variante, de ese condicionante (al fin y al cabo, otro tipo de guerra) son las consecuencias de la barbarie de la depredación económica que propicia las desigualdades, como se revela en las diferencias de estatus social-laboral (o de posición económica), en Maniquí (1937), o en la pobreza de la indigencia en los arrabales, espejo de la crisis económica del 29, en Fueros humanos (1933). Algo que se convertía también en perturbación de fondo en Cena a medianoche (1937) en la figura del potentado que no aceptaba que su futura esposa realizará su amor con el chef que amaba. Qué habilidad, o sensibilidad, demuestra en ésta para.

La capacidad de alternar registros, y pasar del tono de comedia al efusivo drama con tal naturalidad y fluidez era otra de las cualidades más insignes del cine de Borzage. Y que en Adiós a las armas vuelve a demostrar con los ligeros toques de comedia en sus primeros compases, antes de que se densifique, precisamente, por las contrariedades que obstaculizan la realización del amor entre los dos protagonistas. Borzage hace de la emoción núcleo de su narrativa. Estamos en 1932, en los albores del cine sonoro, y sus imágenes aún parecen no resistirse a dejar el refinamiento que alcanzó la elaboración, inventiva e ingenio visual de las grandes obras del cine mudo - entre las cuáles, dos suyas, El séptimo cielo (1927) y El ángel de la calle (1928) son referencia señera-. El asombroso trabajo lumínico de Charles Lang jr. es inconmensurable en su creación de texturas emocionales y anímicas. El talento de Borzage ya destaca desde su primer plano. La cámara realiza una panorámica sobre un plácido y resplandeciente paisaje hasta encuadrar a un hombre tumbado que parece dormitar relajadamente. Pero no es así, está muerto. Estamos en tiempo de guerra, en la primera guerra mundial. Los siguientes planos nos muestran a unos camiones de la cruz roja que ascienden una empinada carretera. Uno de los heridos le señala a un conductor que se detenga, porque otro de los heridos se está muriendo. El conductor responde que no puede, porque los frenos no lo resistirían. Un último plano singulariza, en otro camión, a Frederick (Gary Cooper) que dormita tranquilamente junto al conductor. El si duerme realmente, y está vivo. Pero la muerte está al acecho.


No se puede ser más elocuente y dotar de tantas resonancias unas primeras imágenes. Nos definen las circunstancias, no sólo las concretas, sino las abstractas en juego, y nos adelanta lo que se dirimirá en el relato. El ansía de elevación o ascenso que supone esfuerzo. Las equívocas o ambivalentes apariencias. Vida y muerte fusionadas y trabadas. La condición luminosa e idílica, plena, desgarrada por la fisura de la muerte. La condición paradójica del rostro de ese muerto, que parece transpirar paz (y esas serán las últimas palabras que se dicen en el film), y de los vivos, que no lo están realmente sino aman. El estoicismo como necesario talante para sobrevivir a esas condiciones. Dos hombres que duermen. Un hombre que parece que duerme pero está muerto y otro que sí duerme y que despertará, en un sentido amplio, gracias al amor. El amor propicia la ascensión, o elevación, pero las sombras siempre están ahí como contrapunto, al acecho como posibilidad de trastorno de unas ilusiones. En el primer cruce de miradas entre Frederick y Katherine (Helen Hayes), ella está, precisamente, alzada sobre una silla. Porque está espiando cómo reprenden a una de sus compañeras enfermeras por su negligente comportamiento semejante a la deserción. Anuncio premonitorio de la deserción que el propio Frederick realizará por buscar reencontrarse con su amor. Su segundo cruce, casual, acontece cuando Katherine se esconda en los bajos de su edificio para protegerse de la caída de las bombas. Allí está, ebrio, Frederick, con un zapato en la mano. No ve su rostro, entre sombras, sólo su pie, que sostiene asombrado y maravillado, intentando encajar sin éxito, para su desconcierto, el zapato -que pertenece a otra chica que ha conocido, momentos antes, en un bar esa noche de juerga con su amigo, el capitán Rinaldi (Adolph Menjou) y de la cuál sólo veíamos su pierna, significativamente sin ver su rostro-. El tercer cruce, aquel que ya es encuentro, y en el que se materializará su primer beso, tiene lugar subidos a un árbol junto a una estatua. Elevados en su naciente universo propio de intimidad. Katherine, en el primer e impetuoso acercamiento de Frederick, le abofeteará. Al ver su turbada y respetuosa reacción - Katherine, tras ocho años de relación, había perdido a su novio en la guerra hace poco-, le dice que ahora sí puede besarla. El espacio interior de ambos se transfigura. Borgaze hace de sus gestos y miradas música de sentimientos en coreografía de ascensión.

Borzage lo hace aún más manifiesto a través de la mirada de Frederick en esa prodigiosa secuencia en la que, tras caer herido a causa de una bomba, es trasladado en camilla por los pasillos del hospital hasta su habitación. Dos travellings desde la perspectiva subjetiva de Frederick. Ante la cámara aparecen diversos rostros inclinados sobre él, y en un momento dado la cámara se detiene debajo de una cúpula, un sacro ojo. Ya en su habitación, aparece Katherine que, exultante, se inclina sobre él para besarle, ocupando el encuadre uno de sus ojos, el sacro ojo del amor. Ya entonces corta el plano, y realiza contraplanos de ambos, para después abrazarse, dos cuerpos unidos por el amor. No se puede ser más elocuente y con tanta belleza e ingenio. El resto del relato nos narra su separación, y sus esfuerzos por volver a unirse, impedidos por las circunstancias, y la intervención de aquellos que censuran, u ordenan devolver, las cartas que se envían. La muerte puede ser un límite insuperable, pero los otros, los mundanos, pueden ser superados si uno se esfuerza por transgredirlos, resistente. Por eso Frederick opta por desertar. Para él la guerra no significa ni representa nada. En cambio, el amor lo es todo. Son ejemplares las secuencias, entrecortadas, entre sombras y fulgores de bombas, cuerpos en el barro y procesiones de soldados que se desplazan sin rumbo en la indiscernible noche. Frederick no quiere ser una de esas sombras. El busca la luz del amor. Las secuencias finales, las secuencias de su reencuentro en el hospital donde ella está ingresada, tras dar a luz, son de las más bellas y líricas que ha dado el cine -como el también sublime final de Tres Camaradas-. Canto de amor y entrega que se resiste incluso a que la muerte se convierta en impedimento de su pletórica unión. Katherine muere en brazos de Frederick mientras el plano se llena de luz sobre su rostro. Ni la muerte podrá teñir de oscuridad el fulgor de su amor. Frederick la coge en brazos, mientras resuena el tañido de las campanas que anuncian el fin de la guerra, y musita un par de veces 'paz'. El último plano contempla el vuelo de unas aves. El amor es la fuerza que pueda dotar de paz a la vida. Es ascensión y vuelo. Es el impulso de permanencia, a la vez movimiento, que dota de aliento de la ascensión a la transitoriedad y fugacidad. O quizá lo único que dota de transcendencia a la existencia. Decir adiós a las armas, es decir hola al amor. El sentido, vuelo y guía de la vida.

lunes, 6 de mayo de 2024

Rivales

 

Match point (2009), de Woody, se iniciaba con aquella reflexión sobre esa bola que da en la red de un campo de tenis, y que no sabes si pasará al otro campo o se quedará en el tuyo, lo que determinará que ganes o pierdas. ¿En qué medida las acciones dependen de la voluntad y el azar? Ecos con lo que se confrontaba el protagonista, Chris (Jonathan Rhys Meyer), tras cruzar ese umbral del crimen para conseguir materializar sus sueños, en su caso, arribistas. Porque algo parecido le pasa al protagonista de la última película de Allen, Golpe de suerte (2023), aunque sus motivos, para realizar un crimen, estén relacionados con la vertiente sentimental. Rivales (2024), de Luca Guadadigno, comienza con tres rostros, dos pertenecen a dos tenistas que se enfrentan, Patrick (Josh O'Connor) y Art (Mike Faist) y una espectadora, Tashi (Zendaya). Un plano sobre las sombras de los tenistas en el campo de juego refleja como este será un relato sobre las sombras que dominan la relación entre los tres desde que se conocieron en el 2006, cuando ambos ganaron juntos en dobles un torneo, y ella era una estrella en ciernes del tenis, hasta el actual 2019, en el que Tashi y Art están casados, con una hija, y disfrutando de una situación económica más que holgada (como reflejan los anuncios con los rostros de ambos en las calles y su lujosa habitación), y ella es la entrenadora de su marido, quien aspira a ganar el Open Usa. Aunque ¿Quién realmente aspira a esos triunfos, como evidencian unas primeras secuencias en las que es palpable la distancia y la carencia de diálogo entre ambos, a no ser que el tema sea el tenis, ya que ella rehúye otras opciones, sobre todo si el tema puede ser el hartazgo y cansancio de Art? Mientras, Patrick carece de dinero para poder disponer de habitación en un motel e incluso para apuntarse en el torneo en el que se enfrentará a Art, como refleja la secuencia inicial, en la final. Está situado en una posición bastante discreta en el ranking de tenistas y su mismo aspecto desastrado indica que parece navegar a la deriva en su vida, aunque carezca, a la inversa, de la amargura que parece dominar a Art. La narración explorará las sombras que arrastran hasta ese enfrentamiento en una final de tenis.

Hasta los huesos (bones and all, 2022), combinaba amor y canibalismo, Call me by your name, amor y arqueología, sobre cómo enterramos, ocultamos (reprimimos), lo que sentimos y cuán fundamental es exponer lo que se siente para que quizá aquel que amas vea que sientes lo mismo que él/ella. En Rivales, es el amor y el tenis. En ciertos diálogos, alguien dice ¿estamos hablando de tenis o de...? Se entremezclan, como metáforas y pantallas de proyección. Lo que ocurre, afecta, en el terreno sentimental influye en el terreno de tenis pero también a la inversa. Los tres llevan una vida fracturada desde tiempo atrás, y por eso la narración adopta la estructura de una fractura con continuos saltos atrás y adelante en el proceso de revelación sobre qué ocurrió entre los tres, qué se arrastra, por qué se tomaron ciertas decisiones, si el peso de las mismas fue más circunstancial. En los primeros estadios de las evocaciones se nos revela cómo se conocieron, cómo ambos se sintieron atraídos por ella, y cómo esa atracción, más allá del juego de su primera noche de acercamiento y besos, se convirtió en el factor contaminante ya que la rivalidad se tornó interferencia, el deseo se superpuso sobre la amistad, y hay quien recurrió a armas estratégicas para conseguir lo que quería, esto es, a quien quería, pese a que supusiera la frustración para quien supuestamente era su mejor amigo. Ese conflicto determinó un accidente también en la pista que, precisamente, favorecería al aspirante al triunfo de la pista sentimental. Sus tácticas marrulleras resultaron efectivas aunque quizá también propiciaran una pista de relación contaminada por otras proyecciones o ilusiones truncadas.


En esas primeras secuencias resalta cómo, por un lado, Tashi porta unas gafas oscuras, y por otro, cómo, mientras todos los espectadores, giran su cabeza de un lado a otro según los golpes de los tenistas, el rostro de ella se fija. Recuerda a aquel recurso de Extraños en un tren (1950), de Alfred Hitchcock, con el asesino, encarnado por Robert Walker, solo atento a aquel con el que creía que había establecido un trato que implicaba el asesinato de quienes ejercían la perturbación en su vida ( y no parecía querer cumplir el acuerdo). En este caso, las gafas oscuras ya indican cómo las motivaciones de Tashi no son precisamente claras, y lo que proyecta en uno y otro, y lo que siente por uno y otro es más enrevesado de lo que puede parecer. Las miradas que se dirigen entre ella y ambos rivales ya indican cuánto arrastran del pasado, detalle, en particular, las miradas que Patrick dirige a Tashi, que consterna a Art. De hecho, su estrategia fue efectiva para quitar de la pista del escenario sentimental a Patrick, con quien ella mantenía relación y con quien había discutido precisamente el día que sufrió la grave lesión mientras jugaba un partido. ¿La inversión de la presencia de uno y otro en la vida de ella se debió más a ese hecho o a lo que ella siente por uno o por otro?¿En qué medida Tashi proyecta en Art la posibilidad de conseguir el triunfo en la pista de tenis que ella no podrá conseguir de ninguna manera, como le recuerda su cicatriz en la rodilla?¿Y por qué en su relación con Patrick, cuando se reencuentran, se combinan los desprecios con el desbordamiento de la pasión que sienten el uno por el otro? ¿En qué ha fundamentado su vida Tashi?¿Ha enmarañado y confundido ambas pistas en un entramado de ficción de vida? Ese es el sugerente planteamiento de desentrañamiento de unas sombras que se despliega en una narración que fluye armónicamente hasta, quizá, un final en el que alarga el crescendo en exceso, e incurra en redundancias y ciertos efectismos estilísticos, aunque no desdibujen los logros de una obra tan estimulante como Hasta los huesos, aunque no sea tampoco la gran obra que fue Call me by your name.

jueves, 2 de mayo de 2024

Magnolia

 

Un aparte en la narración que es un umbral, una cesura que invoca el deseo de transformar la realidad. Una canción que todos comparten, la música que reanima su peso vital. El verosímil se quiebra como si se conectaran los desolados espacios íntimos de los personajes principales, atorados en lo que parece un callejón sin salida donde sus emociones se abrasan en su irresuelta congestión. El desencuentro de voces que no parecen saber conjugarse, la orfandad ante un mundo remiso a nutrir la calidez y la cercanía. Esa vida en precipitación reflejada en la portentosa presentación de los diversos personajes encadenada a través de febriles travellings, hasta sosegarse con el personaje más centrado, presto a servir, el policía, Kurring (John C Reilly). Un mundo donde los padres, aquellos que deberían dotar de guía y sensación de refugio, no son sino seres rapaces, que abusan de su poder, de su posición, incluso de sus hijos, por omisión, despreocupándose de su suerte, o por activa, aprovechándose de su talento o hasta como fuente de placer físico. Y aquellos que buscan poder servir, realizándose en el acto generoso con los demás, colisionan con un mundo poco receptivo, o enmarañado en sus heridas y extravío, y enquistado en su encapsulados egos inflamados, incapaces o no dispuestos a aproximarse a los otros, presos de sus autojustificaciones, pesares que hacen de la resignación escepticismo, o rituales exorcizadores en los que reproducen con su conducta aquello que los causó dolor a través de la conducta de otros, de sus progenitores, que se constituyen en representantes de toda una sociedad, en la que todo sentido sustancial parece haberse extraviado ( o corrompido).


De ahí ese prodigioso prólogo que interroga sobre las casualidades y el azar, que es interrogante sobre si hay algún sentido en la cadena de aconteceres, o todo es arbitrario, caprichoso. Porque el sentido, el que emana de los modelos paternos (sociales), se revela una impostura, un vacío, una opresión o un abuso. Y algún sentido (sustancial), o esa es la interrogante, debe haber, o encontrarse, para poder seguir en movimiento entre, con y hacia los otros. Porque lo único que parece haber en la vida son programas, cuyo emblema son los programas de televisión, en concreto, ese concurso que presenta uno de los padres, Gator (el que abusó de su hija Claudia (Melora Walters) en la infancia, encarnado por Philip Baker Hall, como si ese deseo fuera un programa que no podía evitarse), y cuya cadena de televisión está regida por otro padre, ya agonizante, Partridge (Jason Robards), emblema de la depredación inclemente, no sólo laboral y económica, que arrasó con la vida de todos, incluida su familia, a la que abandonó, ni siquiera preocupándose cuando quien fue su esposa padeció el cáncer que la llevó a la muerte. Su hijo, que cambió su nombre para evidenciar cómo renegaba de de él, de Jack a Frank McKay, encarnado por Tom Cruise, supurante de resentimiento, ha transferido su dolor creando otro programa, un misógino servicio de autoayuda para hombres que no hace sino recrear, al alentar el dominio sobre las mujeres, lo que rechazaba en su padre.Otro padre, Rick Spector (Michael Bowen), utiliza las capacidades intelectuales de su hijo, Stanley (Jeremy Blankman), para triunfar, gracias a sus conocimientos, en un concurso televisivo (el programa que presenta Gator y produce Partridge), un hijo que solo es un instrumento para su propio beneficio, un hijo al que maltrata sin escrúpulo como si fuera un programa de presión disciplinaria para que proporcione los resultados deseados, sin importarle en absoluto cómo se sienta. Por su parte, Donnie (William H Macy) fue en el pasado otro niño prodigio, que también sufrió la depredación de sus padres, los cuáles se quedaron con el dinero que les proporcionó sus cualidades intelectuales en el concurso de otro programa televisivo, y que en el presente se ha convertido en una figura desvalida e incapaz ( a raíz de impactar sobre él un rayo) que está dispuesto a ponerse un corrector en sus dientes porque lo lleva el hombre que le atrae. Pero de la misma manera que es despedido en su trabajo, parece, y así lo siente, que ha sido despedido de la propia vida porque no consigue nada de lo que desea.
Inesperadamente, cuando todos estos destinos parecen irremisiblemente atrapados en esa tela de araña que parece hacerles sentir que nada es posible, sino agitarse en sus lamentos o arrepentimientos, todos y cada uno, en su aislado espacio, entonan una estrofa de la canción Wise up (anímate o enderézate), de Aimee Mann. Es el instante en que sus dolores parecen conectarse, y en esa corriente empática, enunciada con la ruptura del verosímil (mediante la musical interconexión de unos travellings que unen en diferentes espacios como las sucesivas estrofas de la canción que todos cantan), pues es una situación imposible, sus emociones se proyectarán como si cruzaran un umbral y lo posible se hiciera horizonte que alcanzar, en donde sentir al otro, y abrir el corazón con confianza, o revelar la podredumbre camuflada. Aunque para ello, el artificio haya tenido que hacerse manifiesto, y lo considerado imposible explosione esta encadenada serie de emociones congestionadas en desencuentro, como una súbita lluvia de miles de ranas propulsará posteriormente. Lo extraño romperá esa agrietada pantalla de la realidad para recuperar el impulso de poder sentirse en el otro (como Jack/Frank con su padre), asumir el propio desvalimiento, la propia inconsistencia (como Donnie), la miseria de su conducta pasada, como si su muerte inminente se lo permitiera y así conseguir el perdón (Gator), o ser capaz de manifestar la necesidad de un cambio de trato (como Stanley con su padre).

Magnolia (1999), de Paul Thomas Anderson, es una prodigiosa obra de compleja estructura. Pocos cineastas elaboran movimientos de cámara tan fascinantes como cargados de sentido, y a la vez pura música, como lo es su narrativa (su proverbial sentido del montaje), una música de emociones entrecruzadas, con un refinado sentido de la modulación, con diferentes crescendos y variaciones rítimicas, con la crucial función de las composiciones de Jon Brion y las canciones de Aimee Mann. Es una inmersión en los abismos de la emoción quebrada que se torna curativa pura conmoción. Sí hay luz en el túnel, pero implica esfuerzo y disposición, fe, o mejor dicho, confianza, en uno mismo, los otros y lo posible. Es posible ser atento, empático, en vez de infligir daño. Si la realidad se ha convertido en un espacio de presencias ajenas, cual fantasmas dolientes o espectros rapaces, hace falta quebrar los muros de lo verosímil para que lo que parece imposible, por nuestra incapacidad o torpeza, por nuestra mezquindad o corrupción, se haga posible, e incluso, real. Y así, como refleja el plano final, (en travelling hacia un rostro, el movimiento encontrado, realizado, en el entre, con y hacia) un rostro, hasta entonces máscara de aparente irreversible dolor, el de Claudia, se sonríe, y nos sonríe, porque una voz, la de Kurring, aquel que la mira de frente y la acepta con todas sus sombras y todos sus dolores, le está diciendo, y haciendo sentir, que siempre estará a su lado, servicial, atento a lo que sienta. Es el rostro, la sonrisa, que gestó esta narración. Es el rostro de ese misterio tan ultrajado llamado amor. Así de sencillo, así de posible, aunque parezca inverosímil.

miércoles, 1 de mayo de 2024

Mis textos en Dirigido Mayo 2024

 En Dirigido Mayo 2024 mis textos sobre Late night with the devil, de Colin y Cameron Cairnes, Los buenos profesores, de Thomas Lilti, Abigail, de Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillet e Immaculate, de Michael Mohan

lunes, 29 de abril de 2024

Milagro en Milán

 

Érase una vez un reino, un mundo, en el que decir buenos días podía significar muchas más cosas (y mucho más retorcidas) que simplemente buenos días. A ese mundo, en concreto en Milán, sale Totó (Francesco Golisano), un chico de dieciocho años que abandona el orfanato para enfrentarse a la hostil realidad, esa que responde con el gesto ceñudo y la pregunta recelosa a su sonriente buenos días, ya que un buenos días no puede ser un mero amable buenos días sino que debe disponer de ocultas intenciones. Pero Totó porta su sonrisa como si fuera la espada de un caballero, o como el bastón de Charlot, por lo que no logran que la envaine y la oculte en el granito de la expresión hosca y susceptible. Era manifiesta la afinidad de Vittorio De Sica con el cine de Charles Chaplin. Golisano podría verse como una réplica de Charles Chaplin, sin los rasgos caracterizadores de Charlot, la peluca negra, el bigote o el bombín. De Sica y Chaplin exploraron, reflejaron, las precarias corrientes de la vida, en las oscuridades de la indigencia, con el exuberante trampolín del humor y la delicadeza de la cálida ternura. El chico (1921) resonaba en la raíz de las imágenes de El ladrón de bicicletas (1948), e incluso en Umberto D (1951). Pero las sombras de ambas se hacían más manifiestamente afiladas, desgarro que abocaba a la intemperie, mientras que se propulsan, cuál fábula insurgente, más exultantes en Milagro en Milán (Miraccolo en Milan, 1951), escrita por De Sica con Cesare Zavattini (adaptando la novela de éste, Toto il buono) y con la colaboración de Suso Cecchi D'Amico, Mario Chiari y Adolfo Francique. El escueto prólogo, que relata cómo la abuela Lolotta (Emma Gramatica) encuentra el bebé abandonado, Totó, entre las verduras y su huerta, y el cultivo de la mirada asombrada, lúdica, como educación, hasta su muerte, lo que supone el ingreso de Totó en el orfanato (una elipsis temporal lo mostrará cuando sale años después), pareciera extraído de una de las obras de Charles Chaplin en su musical hilvanación a través de gestos y acciones.

Tras un acto de generosidad, dar su pequeño maletín a quien se lo había robado, este le invita a su chamizo en un arrabal de chabolas en las afueras de Milán, en donde sus habitantes corren de rayo de sol a rayo de sol para poder recibir un poco de calor. Totó se convertirá en su rayo de luz, aquel que sabe encontrar una puerta en la intemperie, que no es solo una puerta sino un universo, en el que jugar, con el que logre rescatar la sonrisa a una niña. Totó es aquel que disfruta con la visión de la luna en el firmamento porque no es alguien que se encoge en sus carencias. Es su resistencia combativa, la que se enfrenta al desánimo, como hace con aquel que, ya desesperado, intenta colocarse, porque se aburre, delante de un tren (desde donde, unas secuencias antes, les miran como criaturas de otro universo, y de bajo rango, en las que no vale la pena ni desperdiciar su mirada). Totó es aquel que usa su sonrisa como paraguas cuando llueve, antes de lo que dijera David Lynch en Twin Peaks. Por eso, será la inspiración fundamental para establecer una convivencia armónica. Su integridad y generosidad es la de ciertos personajes del cine de Frank Capra, y como aquellos se enfrentará a la codicia empresarial, aquella que pretende expulsarles para hacer negocio con el terreno comprado. El capitoste nuevo dueño del suelo puede hermanarse, en estirpe dickensiana, con alguno de los empresarios de Capra, cine con el que también se pueden establecerse otros vínculos: incluida, esa vena sentimental que hay quienes desprecian añadiendo el ‘ismo’, como si cortocircuitara la lúcida aspereza crítica.

Totó, en especial, será la luz que impedirá con lo insólito que les expulsen cuando les instan a que abandonen el terreno tras que se descubra que se puede extraer petróleo. Primero serán sus ocurrencias las que servirán para resistir el asedio de la policía, como unos paraguas servirán para protegerse del agua de sus mangueras. Pero el ingenio y la solidaridad no serán suficientes, por lo menos en el reino de esta realidad, insensible a la suerte de los más desfavorecidos, y sí al cultivo de la depredación en mor del enriquecimiento. Para que eso sea posible será necesario un toque mágico, una paloma que el fantasma angélico de Lolotta le proporciona a Totó el poder de hacer cumplir todos los deseos de los que habitan esos arrabales. O para lograr que la cortina de humo que ha creado los gases que han lanzado la policía se disipe. Pero lo mágico no es de este mundo. No es en este reino, en esta realidad, donde podría concluir con éxito su resistencia. En Milagro en Milán estamos en el territorio del Érase una vez y Colorín colorado, en donde los milagros sí son posibles, en donde las estatuas reviven y los fantasmas angélicos no respetan el tráfico de la realidad (y de lo verosímil). Milagro en Milán es una puerta abierta a lo posible en una intemperie que hiela el aliento. Por eso, los indigentes, los pobres, como los brujos o las brujas, también saben usar escobas voladoras que les lleve a una realidad, a un reino, donde decir buenos días signifique eso, buenos días.

viernes, 26 de abril de 2024

Caballero sin espada

 

No deja de ser curioso ( o irónico) que tras su estreno Caballero sin espada (Mr. Smith goes to Washington, 1939) fuera calificada por la prensa de Washington y senadores como antiamericana y procomunista por resaltar la corrupción política en la actividad política (según relata Capra en su autobiografía, incluso durante la primera proyección varios senadores abandonaron la sala sin haber terminado la película). Según su perspectiva debería haberse planteado un retrato sin mácula alguna. Irónico porque Capra durante tiempo arrastró la etiqueta de buen rollismo y edulcoramiento de la realidad: esa alergía más acentuada, en los sesenta y setenta, relacionado con el rechazo a los finales felices, como si lo lúcido y realista fuera inevitablemente el final infeliz. Lo cual no deja de ser más sangrante dada la evolución de nuestra sociedad, o cómo es el estado de cosas actual. ¿De ahí tanto el conformismo como la incapacidad de unirse para transformar los basamentos de esta sociedad, y mejor quedarse con las quejas sobre los políticos como si fueran seres que se hubieran generado espontáneamente en otra dimensión pero no tienen que ver con el ciudadano común, es decir, no son su reflejo ni representación? Esta gran obra, de visión nada complaciente, y sí con un componente siniestro, que se irá intensificando en sus siguientes obras, Juan Nadie y ¡Qué bello es vivir!, aún más pesadillescas y oscuras, que sitúan a sus protagonistas en el filo mismo del suicidio (de la autoaniquilación por un sentimiento de derrota), condensa en su tramo final un gesto que es esplendor, la posibilidad de una transformación por la perseverancia de un individuo (aunque más preciso sería decir una pareja). Es decir, un final feliz que es resolución, superación, de una circunstancia injusta, y que implica la derrota del poder en las sombras, el poder corporativo. ¿No es ejemplar, aún más hoy, dado cómo se ha agudizado esta dictadura corporativista con el paso de las décadas, este tipo de obra? O es preferible rechazarlo porque se considera no es posible materializar algo así? ¿O no se logró hacer, unos años atrás, en países como Islandia? ¿Tan poco se confía en el colectivo humano, más tendente al acomodamiento, a la conveniencia, a aspirar a una posición más elevada, e incurrir en lo que se cuestiona cuando no se detenta esa posición de privilegio, sea cargo político o empresarial?.

Desde luego, Caballero sin espada, con guion de Sidney Buchamn, basado en un relato no publicado de Lewis R. Foster, The gentleman of Montana, ya señala con meridiana claridad la maraña de vínculos entre políticos y empresarios ( de los que los primeros son gestores delegados en el escaparate, mientras los segundos rigen en la sombra). En las secuencias introductorias nos presentan al empresario Jim Taylor (Edward Arnold) dilucidando con sus subalternos quién puede ser el senador de ese estado que reemplace al fallecido. Quien se encarga de esa tarea, el gobernador, no opta por el requerido por el empresario sino por un joven que sus hijos le recomiendan, al mando de los Boy Rangers, Jefferson Smith, es decir, alguien querido por los niños, ingenuo (es un niño grande al que, nervioso, se le cae fácilmente el sombrero cuando lo sostiene en sus manos), sin experiencia en política y que puede ser fácilmente manipulable de acuerdo a los intereses empresariales, esto es, la construcción de una presa. Es incluso hijo de un amigo del veterano senador Joseph Paine (Claude Rains), figura admirada (idealizada) por el propio Smith, quien vive en un universo ideal, por eso, cuando llega a Washington, cual niño arrobado, se separa de su comité de bienvenida (o subalternos de Payne) para, embelesado, recorrer los diversos monumentos que representan los ideales de la democracia, como es el propio Abraham Lincoln. Su filtro de relación con la realidad es la pura abstracción del ideal, la ingenuidad sin mácula alguna (ingenuidad ridiculizada por la prensa desde un primer momento). Incluso, utilizarán a la hija de Payne para que distraiga su atención de las intervenciones en el Senado sobre la empresa que se quiere edificar. Por otra parte, Payne le planteará que se entretenga planteando alguna ley, aunque para su perplejidad implicará la construcción de un campamento nacional de niños, pagado por sus donaciones, en el mismo terreno en el que quieren edificar la empresa.

Smith será humillado, en público, al manipularse las evidencias para aparentar que él tiene intereses económicos en los terrenos. Incluso, Payne colabora en su descrédito. Es tal la eficacia de la manipulación de realidad que todos, incluso los niños, consideran a Smith un fraude. Es fundamental en la narración el personaje de la secretaria, Clarissa (Jean Arthur), extraordinaria interpretación y extraordinario personaje: particularmente magnífico ese dilatado plano de su conversación, ebria, con su amigo, enamorado, el periodista Moore (Thomas Mitchell). Clarissa será quien, cuando Smith esté dispuesto a desistir, se decida a plantear la estrategia con la que enfrentarse a los poderosos. Clarissa aporta el conocimiento de las leyes, la inspirada razón pragmática que urda otra representación que combata la que ha convertido a Smith en una ser fraudulento. Se aprovecha de que en el senado si no cede la palabra a otro senador puede mantenerla el tiempo que sea. Y lo hace durante veinticinco horas con el propósito de demostrar su inocencia y cuáles son los reales intereses corruptos (y de quiénes). Pero la oposición es poderosa: la maquinaria de Taylor neutralice a los medios de comunicación que intentan apoyar a Smith y propague en los medios que le apoyan, o compra, la versión conveniente que siga ejerciendo la labor de descrédito de Smith. Hasta consiguen que lleven al senado centenares de cartas que exigen la dimisión de Smith. Su derrota parece inexorable. La conclusión no es desoladora por el arrebato de conciencia que sufre Payne, al ver en qué estado ha acabado Smith, desmayándose ya exhausto. Es la fisura en el eficiente engranaje manipulador de realidad que propicia que la corrupción no triunfe. ¿No realista? Pero sí ejemplar, dado como tendemos más a mirarnos el ombligo o a pensar que no es posible el real cambio. La voz disidente que transforma un escenario inmovilizado. La expresión del memorable presidente del senado (Harry Carey), con la que concluye la narración, es la mirada de la actitud ecuánime, la sonrisa flexible que representa al propio Capra.

miércoles, 24 de abril de 2024

Vive como quieras

 

El abuelo Vanderhof (Lionel Barrymore) es un tanto singular. En una de las primeras secuencias de Vive como quieras (You can´t take it with you, 1938), en una oficina, le pregunta, a un empleado, Poppins (Donald Meek), arduamente concentrado en su tarea de corroborar con sus cálculos unas cifras, que por qué está haciendo eso. La perplejidad de Poppins es suma ( nunca mejor dicho), y se acrecienta cuando le pregunta si le gusta lo que hace. ¿Cómo se puede cuestionar un patrón establecido al que uno se pliega por necesidad, y por miedo (de que se quede al margen, sin trabajo)? Poppins resulta que inventa juguetes (saca un conejito mecánico que sale de una chistera). Eso atrae la atención de todos, y del jefe (que padece un cierto tic nervioso en el ojo). En parte éste es consecuencia de que Vanderhof sea el único residente en un bloque de vecinos que se resiste a vender su propiedad a la empresa armamentística que comanda Kirby (Edward Arnold) que quiere construir su fábrica en ese espacio. No sólo Vanderhof sigue negándose sino que consigue que Poppins deje su trabajo y venga a vivir a su casa. No es el primero que lo hizo ( eso le pasó al heladero). Es una casa un tanto excéntrica, donde unos bailan, otros tocan música, la hija escribe ( desde que tiene maquina de escribir, hay que darla uso), y otros crean juguetes o material pirotécnico. Vanderhof lleva muchos años sin pagar impuestos, porque para qué son (o en qué revierte en ellos).Fue un banquero que un día cogió el ascensor y no volvió más, prefiriendo coleccionar sellos y tocar la armónica. ¿Para qué preocuparse tanto de amasar dinero, en vez de disfrutar de la vida, de los placeres sencillos?

Vive como quieres, como también se reflejaba en las comedias de los años 30, es un reflejo de las consecuencias de la Crisis económica del 29, originada por los desafueros de un capitalismo salvaje. En otras comedias se planteaba la considerable distancia entre la riqueza de unos y la precariedad de otros. En este caso, se incide en el por qué tanta codicia, que deriva en avasallar y pisar al otro, para conseguir el dominio del escenario (de la realidad). Pero, por añadido, en la importancia de la posición de cada uno. O uno es la posición que detenta. Y sobre todo quien detenta la posición privilegiada es quien remarca esa diferencia o distancia, como si separara una fosa abisal, como queda patente en los desprecios de la esposa de Kirby, como si los que viven vida precaria fueran sustancia degradada y contaminadora. Compartir espacio se torna en la experiencia más degradante. Como ejemplifica cuando comparten celda. Según su mentalidad habitan diferentes dimensiones de realidad, no pueden entrecruzarse. La narración, como en la siguiente obra de Capra, Caballero sin espada (1939), comienza con las urdimbres del poderoso, en ambos casos interpretados por Edward Arnold, como también la posterior Juan Nadie (1941), ya incluso caracterizado con atributos fascistas. En Caballero sin espada el propósito será encontrar al senador adecuado que sirva a sus intereses comerciales, para construir una presa; aunque quien encuentren, pese a que parezca ideal por su ingenuidad extrema, se convertirá en un auténtico forúnculo cuando su integridad se conjugue con la habilidad pragmática. En esta la compra de todos los terrenos para poder edificar una empresa armamentística se topa con el opuesto, aquel que no da ninguna relevancia al dinero. En ambos casos, el monstruo es la codicia o la vertiente más virulenta del capitalismo como depredación sin escrúpulos. Ninguna actualidad ha perdido. La sociedad asentada ha sido perfilada por esas actitudes empresariales. La integridad del joven senador y del anciano que nunca ha pagado impuestos es una anomalía. Pero esa es la potencia transgresora de una obra que es a la vez una fantasía que expone las inconsistencias de la realidad, una fantasía en la que se plantea lo posible, lo que pudiera ser. Quizá, en la realidad, los poderosos depredadores como Kirby no aprendan tras una toma de conciencia y varíen su actitud, pero nunca está de más contemplarlo en el territorio de una tan risueña y jubilosa como revulsiva fábula como Vive como quieras.

Vive como quieras es otra demostración del singular talento de este cineasta que sabía conjugar tan armónicamente el drama y la comedia, el discurso beligerante y la ligereza excéntrica. Sabía como sacar partido del montaje fragmentado como de los planos dilatados, como las conversaciones entre nieta, Alice (Jean Arthur), y abuelo, cuando este le narra su amor, y su añoranza (motivo por el que nunca quiso abandonar esa casa), por quien fue su esposa, o las de ella con su amado, Tony (James Stewart), cuando comparte él cómo años atrás soñó con un amigo en realizar un descubrimiento científico, que quedó truncado (otro ejemplo, como el de Poppins, de pasión relegada a los márgenes por priorizar la pragmática de vida). La habilidad de Capra, y su más frecuente colaborador guionista, Robert Riskin, para caracterizar a cualquier personaje secundario era proverbial. Vive como quieras es, de modo más remarcado, que las otras dos citadas, una obra de conjunto, aunque disponga de particular relevancia la subtramas relacionada con la nieta de Vanderhof, Alice y el hijo de Kirby, Tony, y su enamoramiento. Su amor, como un cruce entre posiciones sociales que no puede conjugarse, según la normativa de los pudientes, es la brecha de transgresión que posibilitará la armonía. Elocuentemente significativa es la entrada en el restaurante de lujo con Alice portando el cartel de 'estamos locos', como declarativa de las disonancias será la cena en la que coinciden las dos familias, en el espacio de desorden o espontaneidad de la casa de Vanderhof, espacio de pirotecnias y convivencia de humanos y animales (urraca, gatos, perro, pájaros...), visita durante la cual Kirby acaba siendo presa incluso de una llave de judo. Ironía es que un equívoco, cuando la policía cree que su uso de frases de la revolución rusa para sus juegos escénicos dispone de base real sediciosa, determine que los poderosos acaben en una celdas que comparten con el contaminante vulgo. Otra circunstancia en la que poner en evidencia su distancia de lo real, la construcción de su propia ficción como torre de aislamiento, y su carencia de empatía. Los cuestionamientos de esta vital obra, por desgracia, no han perdido vigencia.