miércoles, 31 de julio de 2024

Teresa Raquin

 

En La obra maestra desconocida, el relato de Emile Balzac que que inspiraba La bella mentirosa (La belle noiseuse, 1991), de Jacques Rivette, el pintor que lleva diez años pintando La belle noiseuse busca lograr ese retrato que no sea copiar, sino expresar, es decir que se sienta que respira, la experiencia interior, lo invisible, lo que somos más allá de la carcasa, de nuestra apariencia o imagen: 'La Forma es, en sus figuras, lo que es para nosotros: un medio para comunicar ideas, sensaciones; una vasta poesía. Toda figura es un mundo, un retrato cuyo modelo ha aparecido en una visión sublime, teñido de luz, señalado pon una voz interior, desnudado por un dedo celeste que ha descubierto, en el pasado de toda una vida, las fuentes de la expresión. Ustedes representan a sus mujeres con bellas vestiduras de carne, con hermosas colgaduras de cabellos, pero ¿Dónde está la sangre que engendra la calma o la pasión y que causa peculiares efectos?' En otra novela de Zola, La bestia humana, que adaptaron al cine tanto Jean Renoir (en la homónima producción de 1938) como Fritz Lang (en Deseos humanos, 1954), la red ferroviaria es el emblema de la vida, en la que el tren, paradójicamente, representación del movimiento, se convierte en el espacio donde se efectúa la fisura, el crimen, que transforma el escenario, pero hacia una espiral. En Teresa Raquin (Therese Raquin, 1953), de Marcel Carné, la protagonista, Therese (Simone Signoret), vive una vida que es copia, y conoce a alguien que la hace respirar, sentir de nuevo la sangre que engendra pasión y la calma de la dicha, sentirse viva.

En la primera secuencia de Teresa Raquin se condensa esa sensación de vida estacionada. Su marido Camille (Jacques Duby), y la madre de éste, Georgette (María Pia Casilio), contemplan con entusiasmo una partida de petanca. Camille pregunta por Therese. Cambia a un encuadre, en primer término, están ambos, y en segundo término, de espaldas a ellos, y contemplando el río, se encuentra Therese. Camille no entiende que mire a la nada, el río, en vez de un acontecimiento, para él, tan apasionante como una partida de petanca. Therese replica que es mirar lo de siempre. Aunque Camilla no vea mucha diferencia en contemplar cómo fluye una corriente, pero para Therese el río es la imagen del movimiento que ansía insuflar en su vida, y que encuentra en el rostro, en la expresión y mirada de Laurent ( Raf Vallone), un camionero italiano. Therese lleva una vida dedicada a cosas tristes, las tareas domésticas, o contar dinero en la tienda de muebles de la que es dueño su marido. Está acostumbrada a no tener nada, sólo a soñar (esos bellos planos en los que mira a través de la ventana de su dormitorio a una pareja que se besa en la calle). La falta de movimiento de la vida que tiene está reflejada, irónicamente, en ese juego de carreras de caballos que realizan Camille y su madre, como un ritual cada jueves, con un par de amigos de la madre. La precisión, una admirable capacidad de condensación, es una de las más destacadas virtudes de esta esplendida obra. En un tren se rasga un telón establecido, una vida detenida, pero ¿hacia dónde podrán ir con su vida los dos enamorados sino en precipitación? Tras que en el forcejeo entre Laurent y Camille este se caiga del tren, se condensa lo que supondrá su futura vida, en una magnífica utilización del sonido y el fuera de campo; sobre los rostros de Therese y Laurent se sobreimpresiona las luces de un tren que cruza en otra dirección, como una descarga de ruido y luz que les conmociona (ella se abraza a él conmocionada). Así se sentirá Therese, aún más cuando, vea el cadáver de su marido. De nuevo, concisión: un plano del cadáver cubierto con una sábana al lado de las vías; un plano general de Therese junto a los policías ascendiendo hasta las vías; el plano medio sobre policía y Therese cuando le muestran el cadáver, y el gesto horrorizado de ella, mientras el policía la presiona con frases acusatorias.

Otro (fascinante) personaje interfiere, en el último tramo, en la realización de su dicha, en la consecución de poder dar forma a su amor: Riton (un estupendo Roland Lesaffre), un testigo que viajaba en el tren y que , en vez de notificar a la policía que es incorrecta la declaración de Therese, opta por hacerles chantaje. Un singular personaje que sirvió en la guerra, en la que fue prisionero y fue herido en numerosas ocasiones, cuya constante sonrisa parece un filo, aunque sea repetidamente abofeteado por Laurent ( en una admirable secuencia de una opresiva carga de tensión), alguien que viaja en moto, y quiere montar su negocio de bicicletas, alguien que intenta desafiar al destino, creando su ruta de escape. Pero no hay movimiento, desplazamiento en su vida (de hecho, será atropellado por un camión), como el tren para Laurent y Therese fue el fin de trayecto, en una estación clausurada, porque aquel delicado cuerpo de Camille pesaba menos vivo que ahora muerto. Como la prisión, la inmovilidad a la que se ve confinada la madre de Camille, cuando sufre un ataque que le deja sin habla, reflejada sobrecogedoramente en esos primerísimos planos de ojos abrasivos, de quien impotente sabe cuál fue la causa de la muerte de su hijo (y no puede hacer nada para que Therese herede su fortuna). Hay planos de otras figuras que evidencian cómo los otros son piezas inconscientes de una aleatoriedad fatal (el de la niña que el camionero sorteó, y por ello atropelló a Riton; el de la amiga de Riton a la que dijo que enviara la carta a la policía si él no volvía a las cinco). El destino de unos y otros parece marcado por una sucesión de azares absurdos y pulsiones incontroladas, una maquinaria ante la que no son sino meras frágiles marionetas que pugnan infructuosamente por encontrar su propio escenario.

lunes, 29 de julio de 2024

La invasión de los ladrones de cuerpos

 

En principio, La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), de Don Siegel, iba a titularse como la novela adaptada por el guionista Daniel Mainwaring, escrita por Jack Finney, Body snatchers/ladrones de cuerpos, pero el productor Walter Wanger temía que se confundiera con la producción de Val Lewton, El ladrón de cuerpos (Body snatcher, 1945), de Robert Wise. Antes de que finalmente se decantaran por La invasión de los ladrones de cuerpos, se barajaron diversas opciones. Don Siegel sugeriría dos, Better off dead/Mejor muerto y Sleep no more/No te duermas nunca más. Son tentadoras las sugerencias que contiene ese segundo título, reveladoras sobre su substrato, más allá de las resonancias de cariz social y político que se buscaron, que reflexionan sobre las posibles relaciones con la realidad: si vas dormido por la vida, dejándote llevar por la inercia, ensimismado en ti mismo, cautivo del hábito, eres uno más y no eres lo que realmente eres/podrías ser. De alguna manera, nos plantamos en la vida. Es necesario estar despierto para percibir la realidad y cómo son los otros. Porque ¿en qué medida vemos o sabemos ver a los demás y en qué medida somos conscientes de las circunstancias? De ahí la inquietante circunstancia con la que se encuentra el doctor Bennell, cuando retorna al pueblo de Santa Mira, del que se había ausentado para asistir a una convención médica. Retorna porque la enfermera le ha indicado que se ha dado una circunstancia anómala, ya que muchos pacientes requieren su asistencia médica. Pero primero, cuando llega se encuentra con que muchos han cambiado de actitud, y segundo, hay varios personajes, un niño con respecto a su madre, y una mujer con respecto a su anciano padre, que afirman que no son ellos. Aunque parezcan la misma persona, sienten que ni una ni otro son la misma persona, como si ya no existiera la conexión íntima. Recuerdan todo, sus hábitos no han variado, pero carecen de toda emoción, como un envase de costumbre despojado de la sustancial emoción. Un planteamiento que sugiere cómo la construcción de la identidad es realmente un fantasma. Pero esa cuestión de estar despierto también se relaciona con la toma las decisiones adecuadas en el momento oportuno, consecuentes con lo que se siente, piensa o quiere, más allá de la pragmática o las incapacidades de expresión o decisión, y a su vez, como opuesto, el entumecimiento en la rutina por las decisiones conformes. ¿En qué medida tomamos las decisiones de acuerdo a la singularidad de una relación o de acuerdo a una conveniencia o un plan de vida preestablecido o de acuerdo a nuestra capacidad o no de decisión o determinación?. Es lo que en cierto momento comentará el propio Bennell a la mujer que amó en su primera juventud, Becky (Dawn Addams), quien ha retornado al pueblo. Ambos pensaban que entonces se casarían, pero se casaron con otros, y sus matrimonios han fracasado. Y el sentimiento persiste. ¿Por qué tomaron las decisiones que tomaron? O dicho de otro modo, ¿por qué han desperdiciado varios años de sus vidas? De alguna manera, en paralelo a los fenómenos extraños que descubrirán en el pueblo, despierta, se recupera, su amor. Dormirse, figuradamente, implica anestesiarse vitalmente y entumecerse en las inercias de las rutinas, como seres mecánicos de costumbres. No dormirse implicaba mantener la lucidez, tomar las decisiones acorde a lo que sustancialmente se siente. Por eso, dormirse en la narración implicará perder toda capacidad emocional, implicará un reemplazo, como cuando nos convertimos en meros autómatas sociales que cumplen sus funciones, en suma, seres intercambiables que se olvidan de lo que realmente quieren y sienten. De qué manera, fácilmente, podemos convertirnos en meras sombras de lo que podríamos ser o realizar.

Es fascinante cómo se logra crear prontamente una tensión que no abandona su narración en sus escuetos y precisos 76 minutos. Los encuadres se van crispando progresivamente a la vez que los protagonistas van tomando consciencia de la anómala realidad que están viviendo. Establecida la consternación inicial por los cambios de actitud de quienes requerían atención médica pero ya no y por las observaciones de quienes piensan que seres queridos no son los mismos sino otros, la circunstancia de cambio de costumbres queda patente con el vacío del restaurante, al que se acercan Bennell y Becky para cenar. Un espacio rebosante dos meses atrás, ahora es un espacio vacío. La (dinámica de) realidad es otra ¿Por qué han variado las costumbres? Será entonces cuando el primer manifiesto, o visible, fenómeno anómalo acontezca. El amigo escritor de Bennell, Jack (King Donovan) y su pareja, Teddy (Carolyn Jones), le revelan algo insólito. Bennell enciende la luz de su sala de billar, y de la oscuridad aparece una figura, tumbada sobre la mesa de billar, que no es cadáver sino una figura que se asemeja a Jack con la particularidad de que carece de huellas digitales y parece que es un cuerpo sin deterioro alguno, sin el peso del tiempo. Un cuerpo que hubiera sido editado ya mismo, un cuerpo nuevo. Algo que no está muerto, que parece recién nacido con un cuerpo de adulto, como un copia sin huella de deterioro, pero que no parece vivo. ¿De dónde surge y para qué? La extrañeza se asienta de modo definitivo en la narración. Sin duda ya la realidad es otra. De modo visible, no por impresiones de otros, lo que parece es otra cosa distinta (se ignora su condición aunque su apariencia sea humana). Esa misma noche Bennell descubrirá otra copia, en este caso de Becky, en el sótano de su casa (dejada por su padre). En cuanto los humanos se duermen, las mentes son poseídas, anuladas, por la de la copia, que tomará su lugar. El cuerpo es otro, la mente es otra. Es particularmente sobrecogedor el plano que muestra en primer término al cuerpo sobre la mesa de billar, y al fondo del encuadre, quedándose dormidos, Teddy y Jack, pero ella se despierta y se acerca para observar que ha abierto los ojos, y que en su mano hay una herida, réplica de la que momentos antes se ha hecho el marido.

Como lo visible ya no lo será, el doctor Kauffman (Larry Gates) rebatirá los relatos de Bennell y Jack porque ambos cuerpos ya no están cuando pretenden enseñárselo. Son simplemente relatos (de Jack y Bennell). No hay duda alguna para Kauffman, ya que lo que considera anómalo es para él imposible, por lo que las únicas explicaciones posibles, dada la falta de la prueba, es la de la ofuscación perceptiva de uno y otro. El relato de alarma, que expone una realidad velada, se neutraliza como expresión de enajenación. Lo que es real se interpreta como un mera ofuscación subjetiva. A partir de entonces la realidad se torna en una lid. O un asedio, un intento de reducción o captura. Los cuatro amigos se encuentran en el invernadero de Jack y Teddy con cuatro vainas dejadas para apoderarse de sus mentes. No será el último intento. Las vainas adoptan la apariencia de los habitantes del pueblo y absorben su voluntad. Una sustitución que propicia ese extrañamiento, ese quién es el otro realmente. ¿Es quien creía que era o este otro es él? Es el poder de esta corrosiva alegoría, que se expande en su sabia utilización del espacio de los encuadres, al principio engañosamente plácidos, después desacogedores como si fueran prisión, de aparente luz, para los personajes. La normalidad se conjuga con la anomalía. En este tramo, por ello, es tan desasosegante esa secuencia de aire cotidiano viciado en la que Bennell y Becky ven cómo todos los del pueblo recogen las vainas que traen los camiones. La normalidad es un espacio alterado. Todo es cuestión de cómo se mire.


La obra de Finney ha dispuesto de tres versiones más. Notable es la de Philip Kaufman en 1978, La invasión de los ultracuerpos, con un sobrecogedor final. Y sugerente, aun irregular, Invasión, de Oliver Hirschbiegel en 2007, que se resiente de un final que se subordina a la espectacularidad, y que quizá responda a los añadidos, encomendados, por los productores, a las hermanas Waschowski, como guionistas, y James McTeigue, como director, pero deslucen la notable atmósfera perturbadora que domina tres cuartos del film. La menos lograda es la que realizó Abel Ferrara en un ámbito militar en 1993. En cuanto a La invasión de los ladrones de cuerpos, Siegel nunca quedó satisfecho con su estructura en flashback, que fue idea o imposición de los productores. Tras finalizar el rodaje, Wanger pidió que se rodara un prólogo y un epílogo, que fuera algo más esperanzado, porque, en principio, se suponía que la película terminaba con un enfebrecido Fennell, entre el tráfico de coches y camiones, gritando que ya estaban ahí, y que seréis los siguientes. Esa modificación propicia una atmósfera más explícitamente tensa, una intriga sobre lo que ha podido ocurrir, así como una conclusión que deja entrever la posibilidad de que pueda neutralizarse la propagación de la invasión, en vez de la opción de Siegel que pretendía ir creando un extrañamiento desde lo cotidiano (la alteración de lo familiar, o lo que es ya no es lo que parece). Siegel también corroboraría que era ineludible la asociación de la conversión de los humanos en seres sin capacidad emocional con la actividad de extracción de disidencia del Comité de Actividades Antiamericanas.

viernes, 26 de julio de 2024

El tren de las 3'10 (2007)

 


El tren de las 3'10 conecta tanto con el pasado, por ser una nueva versión, tras la realizada en 1957 por Delmer Daves, de un breve relato de Elmore Leonard, como con el presente, por ser uno de sus elementos vertebrales, como en El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, rodada ese mismo año, la mirada de un personaje, en este caso secundario, un adolescente, sobre otro ( u otros, ya que son fundamentalmente dos, la figura parterna, que al principio del relato desprecia, y el forajido, al que considera con la capacidad de resolución que no ve en su padre). Ya es elocuente la secuencia de apertura, que se desmarca de la versión realizada en 1957, y se revela, por un lado, como una de sus aportaciones más sugerentes, y, por otro, dignifica el termino remake (rehacer) al proponer una nueva mirada sobre un material preexistente, a la vez que mantiene, sin devaluarla, la médula de los aspectos más sustanciosos de aquella primera versión. La secuencia nocturna que abre el film nos muestra a dos niños en la cama. Uno dormido, respira trabajosamente. El otro, el mayor, William (Logan Lerman), observa, a la luz del candil, un libro que versa sobre forajidos del oeste. Portada que acaricia, casi como si con ese gesto estuviera realizando una invocación. Acto seguido, todos despiertan por unos extraños ruidos, y por los mugidos de un inquieto ganado. Unos hombres están quemando el granero, advirtiendo así que, si el padre, Dan Evans (Christian Bale), no paga sus deudas, lo próximo que quemen será su casa, y después expropiarle sus tierras. El hijo, furioso, coge una escopeta para disparar sobre los jinetes que se alejan, pero su padre se lo impide. William le reprocha su indecisión, y su incapacidad para enfrentarse a los problemas. No es como esos forajidos de leyenda de sus libros, capaces de resolver cualquier entuerto. Pero, por otro lado, ya se nos ha insinuado algo que se desvelará después. Es, precisamente, la enfermedad del hijo pequeño, esos problemas con su aparato respiratorio, con los gastos consiguientes, lo que determinó el endeudamiento del padre.


En la obra de Daves, la lucha era contra los elementos, la falta de lluvia durante un largo periodo de tiempo que ponía en peligro la supervivencia de la granja. Por eso, el padre decidía arriesgar su vida para conseguir el dinero. En este caso, hay una imposición, un ganadero vecino que usa artimañas (la retención de agua) para impedir que fructifique la granja de Dan, por conveniencia, ya que le interesa adquirir esas tierras. Por ello, se introduce la mirada juzgadora de otro personaje con respecto al padre, el hijo que cuestiona su modo de actuar con respecto a una imposición o abuso. En las secuencias introductorias ya nos han condensado, y sugerido, el conflicto seminal del relato. Los condicionamientos, por un lado, que impiden que uno logre lo que quiere, y el anhelo, por otro, a través de la mirada partícipe, pero espectadora (por cuanto no puede influir en los acontecimientos), del hijo mayor, de resolver de modo determinado y tajante los problemas, filtrado en su transferencia sobre los idealizados forajidos. Proyecta en una imagen ficticia una virtud o poder que ve ausente en su padre, al cual, por ello no respeta. Es la añoranza del resolutivo hombre de acción. Claro que aún ignora cuáles son los límites entre determinación y falta de escrúpulos. Y cuál es la real condición de esos forajidos. Inciso de cajas de resonancia: De alguna manera, al dotar de más relevancia dramática a la figura y mirada del hijo mayor se hacen más evidentes los ecos existentes, en la versión de Daves, de Raices profundas (1953), de George Stevens. No sólo en el contraste, en ambos films, entre un perversamente ambiguo o misterioso personaje ( en El tren de las 3'10, Glenn Ford, y en Raíces profundas, Alan Ladd) dotados de un aura de distinción, y un más tosco hombre común (en ambos Van Heflin), no por ello rudimentario, sino cabal y sensato, con un marcado sentido de lo justo y digno. En esta versión de Mangold, al recuperar la figura del hijo, se acentúa aquella influencia, como una variante de la figura del hijo que, en la obra de Stevens, incorporaba Brandon de Wilde, fascinado por la figura del pistolero encarnado por Alan Ladd. Sin olvidar la variación sobre la misma que dirigió Clint Eastwood en El jinete pálido (1985), donde, de hecho, el componente de invocación se hacía más explicito con el encadenado entre la plegaria de la hija, y la aparición del personaje de Eastwood, cual fantasma que acude a materializar un deseo, realizar la misión requerida (la capacidad resolutiva para la liberación de una imposición).


Curioso cómo El tren de las 3’10, de Mangold, una variante de una obra anterior, retoma aspectos de aquella obra referencial que influyó a la realizada por Daves, y otros de una variación de ese referente. Como curioso es, también, que Mangold realizara, en 1997, la notable Copland (un western encubierto bajo los ropajes del thriller, donde, mira qué casualidad, el protagonista interpretado por Stallone se llama Heflin), inspirada, en cierta medida, en el espíritu de Solo ante el peligro (1952), de Fred Zinemann, cuya sombra también aleteaba sobre la versión de Daves. Pero que aquí, en la de Mangold, en contraste con todas estas obras, será objeto de una muy reveladora modificación en su conclusión. Pero yendo por partes, y retomando las ideas de la invocación y fascinación por el resolutivo hombre de acción (que sabe usar un arma y no se arredra un ápice en hacerlo), en la obra de Mangold, la presentación de Ben Wade, el forajido que encarna Russell Crowe, se corporeiza en consonancia con esos deseos del hijo de Evans. Wade se encuentra en una aislada loma. Parece que él y sus hombres están a la expectativa de algo, prestos a entrar en acción y dar un golpe. Pero el detalle más llamativo es que Wade está dibujando un ave rapaz, un halcón en vuelo. Como si dibujara aquello que anhela ser el hijo de Evans, y, claro, como se ve el propio Wade, cual autorretrato. El halcón representa aquello que ambos admiran, en lo que uno se gustaría ver reflejado y en el que el otro se reconoce y afirma. Y aquí, como en la obra de Dominik, podemos advertir otro ejemplo de contrapunto de la otra mirada, la de la imagen que se anhela, representada a través de esta singular afición, los dibujos, porque en ellos refleja Wade lo que admira. Y se lo volveremos a ver hacer en dos puntuales y significativas situaciones. La primera en el encuentro con Emmy (Vinessa Williams), la camarera del saloon, con la que mantendrá un fugaz romance, y a la que propondrá que se vaya con él a Méjico. Le vemos dibujar su cuerpo desnudo, de espaldas. La ironía es que esta admiración (o imagen de anhelo y deseo), entra en conflicto y contradicción con la primera, la de la rapaz y libre ave, porque es cuando baja la guardia al priorizar el lado sensible. De hecho, el demorarse, para irse, determinará que le capturen. Aunque, cierto es, en la versión de Daves se hacía más palpable cómo la sensación de estar apartada del mundo de Emmy se constituía, a su vez, en reflejo de una faceta de Wade que nos lo hacía ver más complejo en sus contrastes. Porque esa primera imagen, la rapaz, es la que no cesa de proyectar frente a Evans, como necesario modelo, o imagen referente de conducta y acción, para sobrevivir, y que, en la primera secuencia del robo de la diligencia, remarca cuando dispara sobre uno de los componentes de su banda, para así hacerlo contra el agente que se había parapetado tras él. Wade cree que no sirve de nada ser un cándido (como Evans), o andarse con escrúpulos, ya que, al fin y al cabo, hacerlo es lo que le ha conducido a Evans a sufrir todas sus adversidades. No hay grises intermedios, como le hace ver al hijo en las secuencias finales, él no es bueno, y si ha ayudado en algún momento a los otros era para su propio beneficio y conveniencia. Una imagen proyectada que proviene de la necesidad de adaptarse al medio. Eres tú o ellos.


El tercer dibujo, precisamente, retrata a Evans. El porqué es lo que explicará el que se preste a ayudarle frente al acoso de sus hombres cuando Dan le lleva hacia la estación para coger el tren de las 3'10 que le trasladará a la prisión de Yuma. Y ese porqué no es otro que la admiración que le suscita Evans cuando éste se mantiene firme en llevar a cabo su misión, aun cuando ya le hayan pagado el dinero que necesita para cubrir su deuda y mantener su propiedad, y se encuentre solo ante el peligro por la deserción de los representantes de la ley. Dibujo que, significativamente, quien visualizará, y de paso nosotros espectadores, será el hijo, lo que le determinará a ayudar a su padre, ya que ha visto en la mirada de aquel que admiraba, Wade, que éste admira a quien él, hasta entonces, había no sólo no admirado sino despreciado. El momento determinante en el que Wade decidirá ayudar a Dan, aunque haya conseguido dominarle, será cuando, este ya derrotado, le diga que su herida en la guerra no fue debida a un gesto heroico, como cree su hijo, sino un disparo accidental de un compañero cuando estaban en retirada. Wade comprende lo que significa ese acto de llevarle hasta el tren, y decide ayudarle. Es un acto para reafirmarse en los ojos de su hijo. Pero los hechos parece que dan la razón a la visión rapaz de Wade, cuando Evans sea abatido por sus hombres. Su reacción, matándoles, no es sino la expresión de una furia, la de haber vislumbrado por un instante que quizás fuera posible que un gesto digno, sin doblez ni interés alguno, superará las adversidades y mezquindades ajenas. Pero no pudo ser. Esta vez estar solo ante el peligro no sirvió de mucho. ¿Espejo del tiempo en que se realizó la película, quizás? Resulta tentador considerar esta visión de la implacable actitud rapaz como inevitable triunfadora un reflejo de la depredadora sociedad en la que vivíamos, y vivimos aún, del mismo modo que esa maraña de competitividad, recelos conspirativos y arribismos, cual conflicto corporativista, en la obra de Dominik, pudiera verse de modo semejante.

El tren de las 3'10 es una de las más sugerentes, y logradas, obras de Mangold, junto a Heavy (1995), Copland, Identity (2003), Ford V Ferrari (2019) y, en especial, la magnífica Logan (2017). Puede que esta nueva versión no alcance la densidad dramática de la versión de Daves, pese a que amplifique situaciones (como las peripecias del viaje de traslado de Wade a Yuma) o intensidad de montaje (más muscular que atmosférico) y dote de más presencia, y singularidad (por estética y conducta, inclemente), al segundo de a bordo de Wade, Charlie (Ben Foster). La secuencia en la que Wade come en la casa de Dan carece de la sutil desestabilización que suponía, en la obra de Daves, el contraste del hombre de mundo que representaba Wade (en particular, para la esposa; esa otra posible vida que no había tenido). Ciertamente, la larga secuencia de espera en el hotel, entre Evans y Wade, de la obra de Daves, concentraba más tensión que todas las secuencias de tiroteos y acción de la versión de Mangold, y aún estando bien tanto Bale como, sobre todo, Crowe, no poseen el carisma y la potencia actoral de Heflin y Ford o al menos el de su efectivo contraste (allí, Wade era un personaje más ambivalente y refinado). Pero, no por ello, uno deja de apreciar esta sugerente aportación sobre la mirada, o la proyección, que, junto a la obra de Dominik, nos enfrenta, dentro de este espejo mítico o legendario, a otro espejo de nuestro tiempo. El de cuáles son los modelos necesarios, el de cuáles creamos y por qué, y cuál es el reverso de éste y, por añadidura, qué dice de nosotros.

miércoles, 24 de julio de 2024

El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford

 

Quizás casualidad, quizás reflejo de unos tiempos en que los modelos de actuación estaban en cuestión, ¿contra qué se lucha, y con qué medios, dónde están los límites entre lo justo y lo necesario?, pero no deja de llamar la atención las coincidentes resonancias que se podían apreciar en las secuencias de apertura de dos revisitaciones del paisaje genérico del western estrenadas el mismo año, Tren de las 3’10 (2007), de James Mangold, y El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007) de Andrew Dominik. Resonancias que hacen alusión a la relevancia de la mirada, tanto narrativa, integrada en el propio relato, como simbólica, en cuanto mediatizada y proyectora. La intermediación de una determinada mirada es clave, en un grado u otro, en la narración de ambas películas. Una mirada puesta sobre el modelo del hombre de acción, sobre su mito fundacional, el hombre del oeste, el forajido de leyenda. En la obra de Dominik vertebra el relato. Su introducción es un bello montaje secuencial, de raigambre Malickiana (incluido plano de mano acariciando unas hierbas), una sucesión de fragmentarios planos sobre Jesse James (Brad Pitt, en una de sus mejores interpretaciones), o meros espacios vacíos, cuya conexión es la voz de una voz narradora, que puntuará la narración de modo intermitente, como constancia de un tiempo pasado, y de la muerte de su protagonista. Es una narración que se inicia con la constancia de lo que ya fue y ya no es. Tras esa introducción se nos presenta, de espaldas, a Robert Ford (Cassey Affleck), dirigiéndose hacia Jesse James, que habla con su hermano, Frank (Sam Rockwell) y el primo de Jesse, Wood (Jeremy Renner). Cuando se sienta junto a ellos, justo les llaman para comer. Es un paso frustrado, infructuoso, como lo será su intento de conversación con el hermano de Jesse, Frank James (Sam Shepard), que es un intento de presentación de sus capacidades como compinche de su banda. Frank acabará, a punto de pistola, exigiendo que se aleje de él. Frank es un chico de diecinueve, que dice que tiene veinte cuando le preguntan, porque se siente ya hombre, y eso significa capaz de lo sea. Pero vive de espaldas a la realidad, de la misma manera que proyecta sobre la presencia o imagen de Jesse.A través de la mirada de Ford, la realidad es otra gracias a la imagen modelo de James. Porque este no deja de ser un fantasma del deseo, para Ford, de ser Otro, de ser lo que representa James. En cierto momento, el propio Jesse le preguntará si quiere ser como él o quiere ser él. Pero el modelo está hecho de barro, es quizá como esas serpientes que él mismo decapita en su jardín delante de Bob Ford. La relación con su modelo ideal se definirá por la frustración.


Lo que diferencia esta nueva versión de las realizadas, anteriormente, por Henry King, Nicholas Ray o Walter Hill, entre otros, sobre las andanzas o vida de este forajido, no es que se convierta en una revisión sobre su imagen (ya la de King incidía en sus claroscuros; puede que su imagen estuviera embellecida en sus rasgos, por ser interpretado por Tyrone Power, pero no su visión sobre sus contradicciones), sino cómo conjuga, en una misma obra, dos figuras y dos miradas, la del espectador y la imagen, la del interprete y el referente, la del émulo y el modelo, y esto a través de dos personajes contrapuestos, y, quizás, complementarios, Ford y James. Y digo, sí, dos miradas, porque no es sólo la mirada de Ford la que guía la narración. Ya su misma estructura discontinua, con saltos de perspectiva de uno a otro, de Ford a James, nos indica cómo en esa aparente disonancia hay una convergencia. James también proyecta, por así decirlo, sus fantasmas. Por eso cobra tanta relevancia en el relato sus miedos a una conspiración por parte de los miembros de su escindida banda. Es su mirada, tensa y escrutadora, la que modula estos enfrentamientos encubiertos, a través de diálogos con cada uno de ellos, transformándose, aun latentes, en las secuencias más violentas del film, más que su puntual descontrolado estallido, después del cual él mismo, James, se sume en lágrimas, tal es la tensión que padece, ante algo que cree inminente, su fatal muerte, como una sombra permanente que le persigue. Y que de hecho será así. Por eso, a diferencia de otras versiones, aquí se representa su muerte como una asunción, por parte de James, de algo inevitable, ofreciéndose a Ford, cuando descubre que él va a matarle, como si, a la vez, esa muerte fuera una liberación (su mirada al zapatito que su pequeña hija perdió cuando él la cogió en brazos). Ambos personajes miran pero no ven, proyectando Ford en el otro lo que le gustaría ser, y James sus miedos a dejar de ser. Uno crea una imagen, el otro teme la destrucción de su cuerpo. Pero es también el proceso de una decepción, para Bob, cómo se va modificando su concepción de Jesse, aunque un día antes de que le mate, aprovechando su ausencia, recorra sus habitaciones y beba el agua de su vaso o se ponga su sombrero. De la misma manera que se acrecentará el desquiciamiento de Jesse, Bob parece oscilar en la indefinición. Su destino parece ser el de un actor que representa, durante un centenar de funciones, un hecho, un asesinato, que se convertirá en fenómeno social, como también él, pero como el opuesto a Jesse James. Se convertirá, precisamente, en la imagen no deseada, en aquel que debe ser borrado, y que no merece ni el recuerdo.



El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007), segunda obra del cineasta australiano Andrew Dominik, es un magnífico western que plantea una sugerente reflexión sobre la mirada, o la proyección, y nos enfrenta, dentro de este espejo mítico o legendario, a otro espejo de nuestro tiempo. El de cuáles son los modelos necesarios, el de cuáles creamos y por qué, y cuál es el reverso de éste y, por añadidura, qué dice de nosotros. Dominik escribe el guion que adapta la novela de Ron Hansen, y plantea una narrativa discontinua, bajo el influjo de Terrence Malick (de hecho, destacó Malas Tierras, 1973), entre sus diez películas predilectas para Sight & Sound en 2012), y transitando el cine sensorial, atmosférico, vertebrado a través de miradas y acciones, en el que el mismo entorno, la naturaleza, es un personaje crucial (esos páramos a los que mira desde su casa Ed, Garret Dillahunt, cuando entrevé, atemorizado, la figura de Jesse James cuando se acerca a caballo; ese hielo sobre el que dispara Jesse James mientras habla con Charley, que intenta convencerle de que su hermano se una a ellos para los atracos previstos. Roger Deakins realiza uno de los trabajos fotográficos más deslumbrantes de la década (consideraba el encuadre el tren con su luz acercándose en la noche a la figura de Jesse James uno de los mayores logros de su carrera), y Nick Cave (que realiza un cameo en la parte final como cantante en un bar) y Warren Ellis componen una bellísima banda sonora. Me parece la obra más lograda de Andrew Dominik, junto a sus documentales acerca de Nick Cave, su música y su dolor (la pérdida de su hijo), One more time with feeling (2016) y This much i know to be true (2022). Su fluidez narrativa es admirable, así como la capacidad de, en ciertos pasajes narrativos, centrarse en personajes secundarios, como derivaciones que son reflejos, como el conflicto de Wood con Dick (Paul Schneider), cuando éste mantiene relaciones sexuales con la joven esposa de su padre, pese a sus advertencias. Ese primer conflicto será eliptizado pero no la espléndida secuencia de su casual reencuentro en la casa de la hermana de Bob y Charley, en la que se produce un enfrentamiento que culmina con la primera muerte de Bob. Los desquiciamientos parecen una tónica extendida. Son excelentes todos los pasajes finales en los que, pese a que con ellos planee otro robo, se acrecienta progresivamente la desconfianza de Jesse James con respecto a ambos hermanos ( a quienes no les permitirá, incluso, que estén solos sin él). Un desquiciamiento, o una contradicción, que también evidencia la soledad del propio Jesse James, porque más allá de su esposa e hijos, ya no puede confiar en nadie, pero necesita a otros con los que realizar sus propósitos. Y eso no refleja sino una imposibilidad, un cortocircuito cuya única conclusión solo parece ser la muerte.

lunes, 22 de julio de 2024

Jubal

 

Uno de los significados de la palabra hebrea jubal es pequeña corriente. En las primeras imágenes de Jubal (1956), de Delmer Daves, quien adapta la novela Jubal Troop, de Paul Wellman, junto a a Russell S. Hughes, Jubal Troop (Glenn Ford) es una pequeña figura en el inmenso paisaje que parece errar sin dirección, tambaleante, hasta que cae por un ladera, siendo recogido, inconsciente, por el ganadero de vacas Horgan (Ernest Borgnine). Jubal es alguien que piensa que trae mala suerte a los demás, por eso parece preferir errar de un lugar a otro, sin establecerse. Aunque su errancia es también la de la supervivencia y la de la huida. Cuando Pinky (Rod Steiger) le dice, porque huele a oveja (era recurrente entonces el conflicto entre ganaderos de vacas y ovejas por los pastos), que cualquiera moriría antes que trabajar con ovejas, Jubal replica dime uno. Jubal parece querer fluir por la vida en segundo plano, como una corriente pequeña, sin que reparen en él, como si él mismo se sintiera irrelevante. Pero para los demás, en este rancho, representará algo que le colocaría en el centro del escenario de la vida que ha parecido rehuir. Para Horgan representa alguien con un acusado sentido de la responsabilidad, que incluso trabaja, para terminar adecuadamente su labor, más allá de las horas asignadas, y que, por ello, podría ser un idóneo capataz para su rancho. En cambio, para el avieso e insidioso Pinky (Rod Steiger, en un papel que rechazó Aldo Ray), es una interferencia, sobre todo en como rival amoroso. Advierte que Mae (Valerie French), la esposa de Horgan, con la que en el pasado mantuvo un breve romance, muestra interés por Jubal. Para Mae, que se siente atrapada en mitad de la nada, y que se casó con un hombre rico porque pensaba que supondría lograr lo que ansiaba, Jubal es un incentivo que contrasta con la, para ella, vulgaridad de su marido (un noble bruto ingenuo que sorbe el café del platillo y que le da entusiastas azotes en el culo), en suma, con el prosaísmo y desilusión de su existencia.

Jubal es una obra de turbulentas corrientes subterráneas narrada con una armoniosa serenidad. Si este espacio, representante de la llamada civilización, no parece un lugar muy habitable (por la suma de insatisfacciones y amarguras larvadas), aparece, como contraste, una caravana de religiosos errantes, cuyo líder, Hoktor (Basil Ruydael), aboga por el amor y la generosidad y no por el odio, que tampoco está exenta de comportamientos mezquinos, como es el caso del joven que siente celos de la atracción que siente Naomi (Felicia Farr) por Jubal (en la posterior, y magistral, El tren de las 3'10, de Daves, Ford y Farr compartirán un hermoso breve romance, probablemente no solo una de las más hermosas secuencias del cine de Daves, sino del western). Naomi ofrece a Jubal la posibilidad de hogar, de conciliación consigo mismo, a traves del amor, de la conexión o complicidad que siente con Naomi. Al fin y al cabo, Jubal es alguien no ha dejado de huir. Hay una bella secuencia que lo condensa, y en la que el agua toma presencia como reflejo de esa perdida, de ese extravío en el que estaba sumido Jubal, y de encuentro con el hogar de las emociones. En su conversación con Naomi, junto al río, Jubal, quien previamente había compartido con Horgan que en su vida solo ha confiado en su padre, relata cómo cuando era niño su madre, de la que pocas muestras de cariño recibía, reaccionó con indiferencia cuando cayó al agua del barco en el que navegaban. Fue el padre quien, tras oír sus gritos, se lanzó al agua para salvarle, pero con tal mala suerte que las hélices de otro bote lo mataron (recibiendo por añadidura el reproche de la madre de por qué fue él el que se salvó y no el padre). Su relato lo realiza precisamente de espaldas al río, una admirable forma de conjugar pasado y presente, y la purga del primero ( le confiesa a Naomi que es la primera vez que lo comparte con alguien). Esta forma de convertir a la naturaleza, el paisaje, como otro personaje de la obra, es una de las cualidades de esta gran obra, y refrenda su sutilidad. Además, queda manifiesto en las exquisitas composiciones de los encuadres, la armonía que transpiran, cómo interrelaciona a los personajes con el paisaje, integrados o en colisión.

El conflicto provendrá, en variante del Otelo de Shakespeare, cuando Pinky, cual Iago, hace creer a Horgan que Jubal y su esposa son amantes (y que, por despecho, corroborará Mae cuando Horgan la escuche decir el nombre de Jubal en la oscuridad, porque ella espera que haya vuelto). Esa creación de un falso fuera de campo que sugestiona a Horgan tiene su correspondencia en un portentoso plano: aquel en el bar del pueblo en el que la cámara, que encuadra a Jubal sentado en una mesa, realiza un travelling de retroceso para hacer visible el fusil de Horgan, que viene dispuesto a matarle. No es el único inspirado uso del fuera de campo. Previamente, cuando ella espera que Jubal suba a su dormitorio escucha el ruido de los cascos del caballo de Jubal alejándose (no hay contraplano del caballo, la cámara se acerca al semblante contrariado de Mae en la ventana). Pinky, para su conveniencia, no dudará en azuzar a otros cowboys para capturar a Jubal. Cuando se alejan, uno de los compañeros del rancho, Sam (Noah Beery), asqueado por la mezquindad de Pinky, apunta que podría haberse evitado la creación de la especie humana. Si en la primera secuencia veíamos esa figura tambaleante de Jubal en el inmenso paisaje, cual imperceptible pequeño arroyo humano, el plano de cierre nos lo muestra cruzando un puente, sobre las aguas, con la mujer amada, Naomi, aquella en la que ha encontrado el hogar, en el movimiento que es puente, de firme base, de conexión, de relación ya conciliada con el paisaje de la vida.