viernes, 30 de septiembre de 2022

El dulce porvenir

 

La actriz Arsiné Khanjian sugirió a su marido, Atom Egoyan, que leyera Como en otro mundo (The sweet hereafter), la excelente novela de Russell Banks, publicada en 1991 (y luego en España por Anagrama), inspirada en el accidente de un autobús escolar acontecido en Alton, Texas, en el que perdieron la vida 21 niños. Egoyan se esforzó en conseguir los derechos del libro pero, en primera instancia, no lo consiguió porque los poseía una productora. Cuando expiraron los derechos, la escritora Margaret Atwood sugirió a Egoyan que conociera a Banks, quien estuvo dispuesto a concederle los derechos. Egoyan trasladó la acción de Upstate New York a la nevada Columbia británica, para conseguir financiación canadiense. El dulce porvenir (The sweet hereafter, 1997) es una depuración del singular estilo, o singular estructuración del cine de Egoyan, que ya había deparado grandes obras como El liquidador (1991) o Exótica (1994). No hay secuencia que mejor lo condense que la climática de este prodigio de modulación narrativa atravesado por una emoción contenida que quema como el hielo y se torna conmoción que desgarra y consigue lo que pocas obras logran, conseguir que la experiencia del arte se aproxime a sumergirse en el núcleo de la vida, allí donde quema, y nos confronta con la inmanencia de nuestra fragilidad y vulnerabilidad, y a la vez con el potencial de la empatía. En esa secuencia, se conjugan tres tiempos, como durante toda la narración, pero confronta a la vez, como el proceso alquímico, con la oscura negrura que ha sumido en la depresión tanto a los habitantes del pueblo, el accidente en el que perecieron sus hijos, como a Stevens (magnífico Ian Holm), el abogado que ha intentando conseguir que los padres acepten sus servicios para pedir una indemnización a alguien, sea quien sea, porque alguien debe ser responsable de ese accidente, no puede ser solo un mero accidente. De hecho, consigue que muchos acepten porque no pueden aceptar que la vida solo sea un accidente. Por otra parte, en esta secuencia climática se evidencia lo que ya se sugiere durante la narración, cómo con esa búsqueda de indemnización el mismo Stephens transfiere su necesidad de compensar su frustración por la impotencia que ha sentido con una hija que durante años se ha extravíado en rehabilitaciones y tratamientos por su adicción a las drogas. Necesita su particular indemnización vital.

En ese portento de montaje secuencial que dura entre diez y quince minutos se conjuga climáticamente la narración visual (o visibilización de lo que hasta entonces ha sido fuera de campo, herida o pesadumbre inmovilizadora para los personajes) del momento en el que el autobús se sale de la carretera y se precipita en el hielo, con el relato que Stephens narra a una pasajera junta a él en un avión, amiga de los tiempos escolares de su hija (cuando su hija aún podía haber sido de otra manera). Stephens cuenta cómo una noche su entonces pequeña hija, que ahora está distante de él y sumida en las drogas (ausencia, o fuera de campo, permanente, como herida irresuelta, en el relato a través de sus llamadas telefónicas; nunca se les ve juntos; las llamadas que ella realiza son desde cabinas en espacios abandonados), fue picada por una la cría de una viuda negra. Stephens y su esposa tuvieron que trasladarla con rapidez al hospital, con la tensión consiguiente de si, antes de llegar al mismo, Stevens debería hacer una incisión, una traqueotomía, con una navaja en su cuello para evitar que se ahogara por el veneno, sabiendo que solo disponía de minuto y medio para hacerlo si a la niña comenzaba a faltarle la respiración. Son tres tiempos narrativos cuya conjugación hace aflorar a la superficie unas emociones dolorosas, como las llamas de un ave fénix que mira de frente el dolor. Stephens no ha dejado de sostener ese cuchillo durante toda su vida, porque su hija no ha dejado de necesitar su ayuda. Durante todos esos años su vida se ha definido por la incertidumbre de si la vida de su hija concluirá en cualquier momento.

Egoyan introduce en la narración el aporte simbólico complementario de la fábula del flautista de Hamelin (¿hay un sentido o todo es aleatorio?¿hay algo o alguien a quien podemos responsabilizar de lo que nos ocurre o todo es una suma de casualidades?), ausente en la novela de Banks, a través de Nicole (Sarah Polley), la única alumna superviviente, que quedó paralítica por el accidente, y que se asocia con el niño cojo que, por su condición, sobrevivió a la venganza del flautista cuando decidió arrastrar con su música a todos los niños. Es una superviviente que es presentada, tiempo atrás, como cantante en una feria, rodeada de una noria y otras atracciones (una imagen de ensueño), aunque esa apariencia oculte un incesto, o una imposición del padre, Sam (Tom McManus), por lo que su rebelión a no declarar la verdad sobre el accidente no será sino una rebelión a una mentira de la que fue víctima. Frustra los intereses económicos de su padre como gesto simbólico de rebelión. Físicamente está impedida, pero ya no está impedida su voluntad. Es una relación que ejerce de contrapunto con respecto a la de Stevens con su hija. En este caso, es la hija quien se desmarca de una imposición, mientras que Stevens ha vivido con la impotencia de no ser un padre que haya suministrado a su hija el equilibrio o la estabilidad necesaria. La vida se define tanto por la aleatoriedad, por los accidentes que nos confrontan con nuestra fragilidad e impotencia, como también por nuestras responsabilidades, incluidas las que nos negamos a asumir y que se pueden convertir en ejercicio de daño por la satisfacción de nuestras apetencias o caprichos. Somos también nuestros errores y nuestras inconsciencias. El dulce porvenir traza un canto a la empatía entre los desgarros de la intemperie de la emoción vulnerable ante una vida de sombríos hilos, sean los desmadejados de la casualidad o los de la música del destino (fatal o benévolo según el relato que necesitemos para afrontar nuestra impotencia), con respecto a los que hay que asumir que nadie es inmune. En esta escurridiza, por impredecible, realidad, cual paisaje helado en el que uno se siente minúsculo, frágil, dependiente de los imprevistos, y desoladores, accidentes de la vida, nos sostiene el autoengaño de los relatos que creamos como mecanismos defensivos y, más sustancialmente, la capacidad de la empatía, esto es, hacer manto cálido con el dolor de los otros, la conjugación de un junto a que hace centro real (realizado) de las superficies de las apariencias del teatro o feria de la vida que nos mantienen, entre fantasías reconfortantes, en las distancias heladas.

miércoles, 28 de septiembre de 2022

American gigoló

 

En Hardcore (id, 1979), el protagonista, VanDorn (George C Scott), buscaba a su hija en lo que el consideraba el degradante submundo de las producciones pornográficas, para descubrir que ella no sentía ningún anhelo o ninguna necesidad de ser rescatada. Más bien, había huido, se había liberado del rígido universo paternal en el que se había educado. El protagonista de American gigolo (id, 1980), Julien (Richard Gere) es otro de los especímenes que proliferan en ese mundo ilegal del negocio del sexo, en concreto, la prostitución masculina. Aunque el ambiente que transita no es de el los sórdidos callejones. Tiene poco de tétrico o proceloso inframundo. Habita un mundo que parece impoluto, refulgente. Es un gigolo, un prostituto, de alto standing, en la zona pudiente de los Angeles, entre casas junto al mar, mansiones, casas de subasta y lujosos hoteles de cinco estrellas. Es un complemento, un objeto de lujo, de una sociedad prospera que satisface sus caprichos sexuales con sus refinados servicios, acordes a una sociedad que da tanta importancia a las apariencias, al brillo de las superficies. Julien es alguien acomodado en un departamento adyacente de los pudientes, alguien que ejerce un servicio social, dar placer a los que quizá ya no lo disfrutan o no saben cómo disfrutarlo, o, simplemente, posibilitar que se alardee con su compañía en algunos eventos sociales. Julien pertenece al servicio, aunque no esté legitimado. Pero como responde al inspector Sunday (Hector Elizondo), que algo sea legal no implica que sea lo correcto. Las leyes, al fin y al cabo, las hacen los hombres, y varían y se modifican.

Julien habita una jaula, aunque no sea consciente de ello, mira la realidad a través de las persianas sin saber que son barrotes, porque se siente satisfecho con los lujos que disfruta. En algo coincide con VanDorn. Su mundo, progresivamente, a medida que avanza la narración, también se tambalea y se desmorona. Su mundo, aunque sea en ese otro lado de lo ilegal, es igual de cuadriculado, un mundo de rutinas y rituales, un mundo medido y compartimentado, como el amplio número de cajones en el que dispone de un pródigo vestuario. Es también un escenario con su guion establecido, Julien realiza sus ejercicios, colgado cual vampiro o murciélago (al fin y al cabo, es sobre todo criatura de la noche), se desplaza por la ciudad en su coche de casilla a casilla, de trabajo a trabajo (de cliente a cliente), y toma su correspondiente dosis de cocaína, como quien toma el zumo con las tostadas. Y, en especial, mantiene el compartimento de su intimidad aparte. Es alguien sin biografía, alguien que realiza un servicio; su identidad, su condición, es lo que realiza cuando suministra placer; su uniforme, su selecto vestuario. Su vida es una secuencia de rutinas como las de VanDorn, Una inercia en la que no está presente aunque sea su cuerpo lo que utilice como instrumento de trabajo. Julien vive en la superficie, entre reflejos.

Julien trafica con su cuerpo, como con drogas lo hace otra solitaria criatura de la noche que transita con su coche de casilla a casilla (de cliente a cliente), LeTour (Willem Dafoe), en Posibilidad de escape (Light sleeper, 1992). Ambos realizan un largo recorrido hasta encontrar lo que buscaban. Y tiene rostro de mujer. En ambas conclusiones resuena la de Pickpocket (1959), de Robert Bresson. Julien no sabe lo que busca pero hay alguien que hará temblar sus cimientos, su vida organizada, para liberarle, para propiciar que se encuentre. Ese alguien tiene rostro de mujer, Michelle (Lauren Hutton), en principio cliente, pero los sentimientos ejercen de erosión para crear fisuras en la presa erigida por Julien. Aunque lo que le dejará desnudo, lo que ejercerá de literal demolición de esa vida que controla porque mantiene la distancia con la máscara de su personaje, será la espiral en la que se verá envuelto cuando sea asesinada una de sus últimas clientes, y las sospechas le señalen a él como el asesino porque alguien se está esforzando sobremanera en manipular las apariencias para incriminarle. Vivía de las apariencias, ahora las apariencias crean sombras que enturbian su imagen, que manchan su realidad y borran su vida. Y se confrontará con la mirada que encontrará en él su ideal culpable, Sunday, el hombre que carece de gusto para vestir, y que proyectará en Julien el resarcimiento de lo que a él le falta mediante su conversión en culpable propiciatorio: debe ser culpable porque es lo que él no es. La mirada policial contamina la presunta objetividad con las ofuscaciones personales. Sunday piensa que Julien es el culpable porque quiere pensar que es el culpable.

Para LeTour la desestabilización de su vida de circulación en inercia acaece con la irrupción del pasado, con la mujer que amó años atrás, lo que le servirá, con esa limpieza de errores pretéritos, cual muda vital, para darse cuenta de que el amor lo tenía a su lado, en su presente, no en sueños confusos del pasado. Julien es alguien que rehúye tanto el pasado como el futuro, como una presencia en estado suspenso, sin darse cuenta de que no sólo no sabía lo que buscaba sino que no sabía que necesitaba ser rescatado. Los fundidos en negro puntúan las últimas secuencias, como una respiración que refleja una liberación, el desprendimiento de una vida encorsetada, como las costuras que se deshilachan y rompen. Su cabeza se reclina, reverencialmente, sobre la mano de quien le ha liberado de la condena de vida ausente en la que se había sumido. Ahora sí es un cuerpo presente.

lunes, 26 de septiembre de 2022

Yo confieso

 

Hay una excepcional secuencia en Yo confieso (I confess, 1953) que es modélica corporeización (condensación) visual, a través de acción, esto es, del uso de los objetos y espacios y miradas, de un proceso interior (de pensamientos) o debate o forcejeo emocional. Aquella en la que el padre Logan (portentoso Montgomery Clift), que sabe va a ser detenido, erra a la deriva por las calles, mientras la policía le rastrea, ya que piensan que quiere darse a la fuga. Logan se cruza con la imágenes que le rodean: un afiche de una película en la que un hombre esposado, detenido, entre dos policías y un maniquí con un traje corriente, que reflejan y condensan su miedo y la tentación de huida, o la imagen en primer plano de una estatua que representa el calvario de Cristo, su vía crucis, y al fondo del encuadre, la figura minimizada (impotente, desesperada), del padre Logan caminando por la calle (en su particular calvario o via crucis). En ese momento, Hitchcock realiza un intenso cambio de (tamaño de) plano. La cámara realiza un impetuoso travelling hacia Logan, que se apoya contra la pared, a la par que se echa las manos a su rostro. Por último, entra en una iglesia. El primer plano de su rostro manifiesta tanto la indefensión como, en el contraplano que representa el interior de la iglesia, la búsqueda de una respuesta. Una elipsis, su entrada en el despacho del inspector Larrue (Karl Malden), condensa su determinación, la convicción que le había mantenido firme hasta entonces, la de no delatar a un asesino, Otto (O.E Heller), porque se lo había revelado en secreto de confesión.

Hay otra secuencia que es admirable ejemplo de otra de sus particulares formas de plantear la planificación, que no tiene igual en la historia del cine, y que ha resultado inimitable su estilo por mucho pastiche que se haya realizado arrogándose la afiliación hitchcockiana: quizá solo Sam Peckinpah, otro de los cineastas que más potencia expresiva ha extraído de los primeros planos, o en concreto de la interacción de miradas. Peckinpah realizaba, o más bien montaba, una de sus más excepcionales secuencias, en Grupo salvaje (1969), sobre el proceso de pensamiento de Pike (William Holden), en el prostíbulo, mientras contempla a la chica y a un pajarito en el lecho, que culmina su decisión de apoyar a su amigo cautivo de las huestes de Mapache (Emilio Fernández), decisión que transmite a sus compañeros solo mediante la mirada. Ese tipo de secuencia era habitual en Hitchcock, véase la secuencia en Encadenados (1946) en la que el personaje de Ingrid Bergman se percata de que la están envenenando gradualmente; la planificación se sustenta en las miradas que dirige ella a objetos o a otros personajes y en su progresivo discernimiento. En otra magistral secuencia magistral de Falso culpable (The wrong man, 1956), una de las cumbres de su arte, en la que la planificación casi ignora la conversación entre el abogado (Anthony Quayle), y Balestrero (Henry Fonda), sobre su caso, sino que se centra, en cambio, en los primeros indicios claros del tratorno que empieza a sufrir la esposa, encarnada por Vera Miles, en la expresión de ella o en la mirada del abogado que, mientras habla con el marido, se va percatando de la expresión ida de la esposa. En la secuencia de Yo confieso, en la que Logan desayuna en compañía de los sacerdotes de su parroquia, mientras la esposa de Otto, Alma (Dolly Haas), les sirve el desayuno, la planificación se desentiende de los otros dos sacerdotes, que conversan, centrándose en las expresiones de Logan, abstraido y pensativo, y la esposa, preocupada por cómo reaccionará Logan o qué decisión tomará con respecto a la confesión de su marido, incertidumbre magníficamente condensada en los planos desde la perspectiva de Alma, como el de la nuca de Logan sobre la que la cámara realiza un envolvente (explorador) travelling semicircular ( como si fuera la mirada de Alma intentando rastrear en la mente de Logan). Ese tipo de planificación, atento a una circunstancia emocional, es una de las señas distintivas del cine de Hitchcock. La realidad no se resgistra, depende de cómo se experimente.

Logan, como Balestrero, es otro hombre erróneo (Wrong man), o falso culpable, que sufrirá un calvario, una deriva sin dirección, hacia el abismo, por la falta de dirección (discernimiento) de los demás ante las más que falsas, equívocas, apariencias. La vida se teje y trama sobre equívocas superficies, movimientos sin dirección y miradas erradas, ofuscadas. El título original de Con la muerte en las talones, North by Northwest alude a una dirección que no existe en la brújula; recuérdese las ofuscaciones o desenfoques (movimientos sin dirección) de las proyecciones sentimentales/amorosas de los personajes de Fontaine, Peck o Stewart en Rebeca (1940), El proceso Paradine (1948), Vértigo (1956), o los desvíos de las direcciones, perspectivas y decisiones, de los personajes de Janet Leigh y Tipi Hedren en Psicosis (1960) y Los pájaros (1963) por su arrogancia y ofuscada frustración, respectivamente. En la secuencia inicial de Yo confieso se resaltan en varios planos de las nocturnas calles vacías de Quebec unos letreros que indican Dirección; secuencia que culmina con un plano de la cámara entrando en una casa en la que un hombre yace muerto en el suelo, y otro de una sombra, con hábito, que se aleja por la calle ( y que unas niñas dirán más adelante haber entrevisto). Las apariencias (equívocas), un hombre con hábito, y una imagen intrigante, Logan, en el escenario del crimen a la mañana siguiente, acercándose a una mujer, Ruth (Anne Baxter), con quien, tras decirle algo, se aleja, levantan las sospechas del rígidamente suspicaz inspector Larrue, representante de esa obtusa mirada policial ( y no sólo literal en relación a los policías, sino en un sentido metafórico, en relación a la mirada policial, controladora, prejuzgadora y suspicaz) que Hitchcock ha puesto en evidencia de modo implacable en su cine. ¿Es usted humano? le pregunta en cierto momento Ruth, por su obstinación en desentrañar lo que contiene, y oculta, aquella imagen de Logan y Ruth en la acera de enfrente de la casa del asesinado. Mordaz detalle: cuando Larrue se percata de ese encuentro, la cámara encuadra la nuca del asesino, Otto, con el que está hablando Larrue, cuyo rostro asoma en el encuadre, al inclinarse para observar a la pareja fuera; un movimiento sin dirección: tiene delante al asesino pero se fija en un detalle que cree que le llevará en dirección a quien cree que puede ser el asesino, Logan.

Por otra parte, Hitchcock expresará de bella manera cómo Ruth oculta algo: cuando Logan y Ruth conversan por teléfono para citarse, a ella no le vemos en el encuadre, oculta por el sofá; en cambio, en el plano de él, frontal al fondo se ve a Alma, que representa la cuestión que se dirime en Logan, lo que se cierne como dilema sobre él. Lo que oculta Ruth, hermosamente expresado en un excelente flashback, es un sentimiento amoroso, el que sentía, y aun siente, pese a estar casada con el político Pierre (Roger Dann), por Logan (que al volver de la guerra optó por hacerse sacerdote, aunque ella ya se hubiera casado al no saber de él durante largo tiempo) que Hitchcock logra hace sentir, cuando acaba el interrogatorio, como si hubiera sufrido una violación: Larrue no busca comprensión, la verdad, busca indicios que le ayuden a encontrar un motivo que justifique su obcecación en acusar a Logan, e irónicamente, la confesión de su doliente amor, y su decepción vital, exponiéndose a otros, por parte de Ruth, que ha tenido que contar para explicar por qué estuvo con Logan la noche del crimen, se lo facilita; Larrue ya sabía desde un principio del interrogatorio que no servían de coartada las dos horas que había pasado con Logan esa noche, ya que el análisis forense había modificado el cálculo de la hora de la muerte, media hora más tarde).
El cine de Hitchcok ha sido calificado con tino como cine de la crueldad, tanto por sus estrategias narrativas (las divergencias entre lo que sabemos los espectadores, lo que saben los personajes y lo que sabe el autor; en este caso que sepamos desde un inicio quién es el asesino y asistamos impotentes a la progresiva crueldad y falta de discernimiento de los que rodean al falso culpable, y más acusadamente, cuando alguien tiene esa mirada sin dobleces, tan frontal y limpia, como es el caso de Logan/Clift) como por exponer como pocos la inconsciente o consciente capacidad cruel del ser humano, y en este caso no sólo del rígido y severo inspector sino de alguien que parece más desapegado, caso del fiscal Robertson (Brian Aherne), bien descrito en su superficialidad o ligereza en las secuencias que le presentan, cómo se alegra su rostro cuando le dicen que dos testigos son dos chicas, para decepcionarse al ver que son niñas, o luego su imagen en la fiesta haciendo equilibrios con una copa de champán en su frente. Pero en el juicio no se andará con delicadezas con la que se supone que es su amiga, Ruth, cuando la interroga en el estrado. De nuevo, su interrogatorio no parece buscar la verdad sino presentar los hechos de un modo que sus apariencias resulten, por las pruebas circunstanciales, incriminatorias para Logan.

Con respecto a la crueldad, lo individual se amplifica a lo colectivo, con la reacción de la masa de gente, ciega, furibunda, que se agolpa contra Logan al salir del juicio, aunque haya sido declarado inocente (con dudas, por parte del mismo juez; hasta el juez deja en evidencia su capacidad de discernimiento). Es el calvario o vía crucis hasta el abismo, negado y despreciado por casi todos. No deja de ser significativo que se desvele para los otros personajes la verdad, el por qué Logan ha actuado como lo ha hecho, junto a un escenario teatral, bajo el que está apostado con una pistola Heller. La vida como representación, enmarañada por las escenificaciones, mentiras, simulaciones u ocultaciones, la incapacidad de discernimiento y la acusada capacidad del ser humano para sugestionarse y proyectar errada y ofuscadamente. Es un sublime momento de dolorosa catarsis cómo resuena la revelación a través de las miradas de los que rodean a Logan, la expresión liberada de Ruth, y la atónita de Larrue que comprende lo que había sido incapaz de imaginar, que alguien llegue a poner en peligro su vida por mantenerse firme en sus convicciones. Un investigador, supuesto descifrador de la realidad, incapaz de descubrir la verdad, cautivo de sus prejuicios (de una mirada sin dirección), frente a un hombre que había preferido sufrir un calvario por no revelar una verdad que, realmente, era visible, manifiesta, en su mirada, en su semblante.

Alfred Hitchcock ya tenía en mente la idea de realizar la película desde que durante la década de los treinta fue espectador de la representación teatral de Nous deux consciences (Nuestras dos consciencias), de Paul Anthelme, publicada en 1902. En 1948, Hitchcock y su esposa Alma Reville escribieron un primer tratamiento. El proceso de preparación se alargó durante ocho años, con la participación de doce guionistas, como, ya en las últimas fases, Barbara Keon o William Archibald, quien fue requerido por Hitchcock tras que George Tabori, quien pretendía que la obra fuera también un comentario crítico sobre la persecución de la Caza de Brujas a través de la presión que sufre Logan para que revele, o confiese, lo que presuponen es la asunción de su culpabilidad, se negara a realizar las modificaciones exigidas por la Warner. Como temían que determinaran una reacción negativa por parte de los espectadores, y por tanto, que fuera un fracaso en taquilla, exigieron que fuera suprimido que Logan y Ruth habían tenido un hijo y que Logan, finalmente, era condenado y ejecutado, como previamente habían rechazado la propuesta de Hitchcock de que la protagonista estuviera interpretada por la actriz sueca Anita Bjork, quien le había impresionado en Miss Julie (1951), de Alf Sjoberg, porque al llegar a Estados Unidos con su pareja e hijo no causó buena impresión que no estuviera casada. También las instancias religiosas católicas de Quebec (donde se rodó la película) aportaron su dosis de censura que supuso la eliminación de un par de minutos y medio de metraje (relacionados con la noche que pasan juntos Logan y Ruth y su beso). De todos modos, pese a tantas reticencias, la película fue un fracaso en taquilla, e incluso de crítica, aunque fuera admirada por críticos franceses, en particular, Eric Rohmer. Hitchcock, años después, achacaría la escasa receptividad del público a que fuera excesivamente solemne, sin sus característicos contrapuntos humorísticos. Ciertamente, es una de las obras más graves y severas de Hitchcock, junto a las también magistrales El proceso Paradine y Falso culpable.

viernes, 23 de septiembre de 2022

Indefenso

 

Indefenso (Naked, 1993), de Mike Leigh es una singular variante, tenebrista y grotesca, de La odisea de Homero, contada con ruido y furia por un airado que parece que recuperó el aliento, perdido en el limbo del olvido como aquel globo en el que desaparece el protagonista de Charlie Bubbles (1966), de Albert Finney, de los jóvenes airados del Free cinema que brotaron como un revulsivo hervor, a finales de los cincuenta, sacudiendo las entrañas de su sociedad, como el músico interpretado por Richard Burton en Mirando hacia atrás con ira (1959), de Tony Richardson o el obrero encarnado por Albert Finney en Sábado noche, domingo mañana (1960), de Karel Reisz, aunque pronto fueron sustituidos (¿anulados?) por las más inocuas y menos incómodas burbujas o globos o cortes de pelo de cazo a lo beatle del Swinging london. Claro que en esta odisea no hay manera de volver al hogar, ni aunque sea tardando veinte años, no hay dirección hacia el pasado, ni hacia el futuro, sino una carrera a la fuga, apretando el acelerador de un coche robado, o a la pata coja como un dibujo animado que han sorprendido fuera de la viñeta. La odisea de fuga de Johnny (David Thewhlis) comienza en Manchester y toma dirección a Londres tras un encuentro sexual que se torna agresión en un oscuro callejón (como si el cuerpo de la mujer fuera un punching ball y el coito una descarga de furia biliosa); ahí empieza su carrera en precipitación (aunque se irá apreciando que es alguien a la carrera desde hace mucho tiempo) que, de entrada, implica robar un coche con el que se dirigirá a Londres (sustraer de los otros, aunque sea en sentido figurado, se revelará que es una tónica habitual en él). Aunque tampoco será su punto final de destino porque el hogar de Londres, en el que vive una exnovia, Louise (Lesley Sharpe), junto a una amiga, Sophie (Katrin Cartlidge), presente pero un poco extraviada, y otra, Sandra (Clare Skinner), ausente incluso cuando se haga presente (presa de los espasmos ante el caos de quien necesita un mundo en donde todo esté en su correspondiente clasificador), no será sino otra casilla de la que salir huyendo tras coquetear y acostarse con Sophie, y coquetear de nuevo aunque sin acostarse con Louise, porque realmente Johnny no parece tener claro qué quiere, ni a quién, por eso sigue a la fuga, que es también fuga de sí mismo.

Johnny erra por la noche londinense, y se suceden los encuentros de este Ulises, que más bien parece un despojo evadido de una obra de Samuel Beckett, con unas patéticas variantes de Calipso, Circe, las sirenas o cíclopes de Homero (aunque probablemente sea Johnny el más patético de todos): Archie (Ewan Bremmer), un escocés que grita el nombre de una mujer, Maggie, a la que busca, y que parece sacudido por multiples tics (hilarante este episodio en el que brilla sobremanera la excepcional condición de dialoguista de Leigh); Brian (Peter Wight), un guarda de seguridad, cuyo trabajo Johnny califica como el más aburrido del mundo (como si hubiera comido loto y se hubiera olvidado de sí mismo, como en la obra de Homero), y sueña con vivir en una retirada casa en la costa irlandesa, aunque, aún así, es capaz de replicar a Johnny que no desperdicie su vida (que no deja de ser la amarga apostilla de quien se ha resignado a una vida enajenada a aquel, Johnny, que aún se resiste en la disidencia de una errancia que realmente es extravío, un desperdicio en la mera negación). Johnny se cruza también con mujeres que parecen anegadas en la desesperación, la apatía o indefensión que no se puede maquillar, cuerpos magullados como si sus emociones heridas gritaran por sus poros, como esa mujer, que parece una esquirla de un cuadro de Bacon, a la que contemplan Brian y Johnny en una ventana del edificio de enfrente, y a la que Johnny visita (y rechaza despectivamente cuando ve un tatuaje de una calavera en su cuerpo), o la chica del Café (Gina McKee), que parece amordazada por una decepción que la ha convertido en un cuerpo sonámbulo, aunque por un instante despierte y grite para que la deje seguir a la deriva en su soledad.

En el relato se interfiere otra línea paralela que parece desconectada, durante buena parte del relato, pero que representa un revelador contrapunto, quizá el virus contaminante que generó el extravío de figuras como Johnny. Sebastian (Gregg Cruttwell) es la encarnación del yuppie que brotó como un hervor de ácido en los ochenta, la encarnación de la arrogancia y la vanidad, el tipo que se apoderó de la realidad social tras su bing bang de los 80, dejando en los márgenes a tipos como Johnny. Sebastian es ese depredador que se apropia de los espacios y de las vidas de los demás, que las toma y golpea cuando quiere, por capricho, sin escrúpulos (como ejemplifica cuando toma la casa donde viven las chicas, al revelar que es su casero, como si fuera su feudo). Es el tipo que ha convertido a alguien como Johnny, alguien con una capacidad intelectual, culto, en un ser escindido que ha degenerado en un ser a la deriva. Pero ¿son tan diferentes? Al fin y al cabo Johnny parece alguien atropellado por sus propias contradicciones (ya que sexualmente es tan agresivo como Sebastian; ambos no parece que hagan el amor sino que agredan a las mujeres con las que practican el sexo). Ambos parecen compartir suficiencia. La diferencia es que mientras Sebastian parece haber sido desde siempre un ser vacío, un vacío abisal que absorbe a los otros, Johnny se ha perdido hace tiempo y ya no parece poder encontrarse, por eso su odisea no tiene sentido ni dirección. Se ha refugiado en el sarcasmo que linda con el desprecio, la rabia de la frustración, o una avasalladora pulsión de instinto que es más bien expresión de una desesperación, desconcierto o extravío vital. Esconde su indefensión tras una coraza hostil. No parece posible la vuelta atrás, como ya no hay riendas, sólo dejarse arrastrar por el movimiento que es desbocamiento, como un cuerpo que arde por dentro hasta que acabe consumido.