viernes, 29 de julio de 2022

Los perdonados

 

Los perdonados (The forgiven), de John Michael McDonagh, quien adapta la homónima novela de Lawrence Osborne, es una obra sobra la asunción de las consecuencias así como sobre la naturaleza de la inercia en la que se ha encasquillado la sociedad privilegiada occidental. El matrimonio que conforman David (Ralph Fiennes) y Jo (Jessica Chastain) se convierten, durante los primeros pasajes en emblema de ese enquistamiento que se caracteriza por el deterioro incluso ético, y durante la evolución del desarrollo narrativo, en la posibilidad de una posible modificación, que implica reenfoque y rectificación. En la secuencia inicial, sobre la cubierta del barco sobre la que avistan Marruecos, David saluda con un Le Afrique, que no transmite alegría sino que rezuma cierto desprecio, amplificado por el hecho de que la enuncie en francés pero no inglés. mientras Jo mira directamente a cámara con expresión de tedio. Le Afrique es una tierra extranjera que es otra, y por añadidura de categoría inferior. Esa xenofobia tiznada de suficiencia caracteriza a David en los primeros pasajes, como una amargura patente que intenta contener infructuosamente a través del alcohol. En esas primeras secuencias también queda patente que esa relación marital se asemeja a un accidente que aún no se ha querido calificar o asumir como tal. Son dos personajes que están juntos como quienes se dejan llevar a la deriva por mero automatismo. En su trayecto, por el Alto Atlas, en dirección a la lujosa villa propiedad de Richard (Matt Smith), en la que convive con Dally (Caleb Landry Jones), sufrirán un accidente que es más bien atropello de un joven vendedor de fósiles. Unos fósiles con apariencia humana acaban con la vida del joven, por el atolondramiento de David, debido al alcohol con el que se aturde y a una nueva discusión que mantiene con Jo. Ese atropello supondrá el punto de arranque para asumir que habían atropellado su propia vida y que resulta necesario una modificación radical de actitud y enfoque (no solo sobre su propia relación marital).

El motivo del desplazamiento es la asistencia a la fiesta que se celebra en esa villa. Los asistentes que se congregan reflejan el ensimismamiento y la autoindulgencia, la vacuidad y el extravío de la sociedad privilegiada occidental. Queda condensado en el despertar de una de sus asistentes, Cody (Abbey Lee), en una duna a centenares de metros de la vida, tras la primera celebración nocturna. ¿Qué hago aquí? es la pregunta que se hace, y es la que no se hacen, en términos más amplios, con respecto a su (modo y actitud de) vida, los asistentes a esa celebración, como si vivieran de modo pasajero en el decorado de una fantasía en un territorio exótico. Africa es un escenario con que el que mantienen distancia mediante la interposición de su espacio de lujo, como si fuera una nave espacial que hubiera creado su propio medio ambiente, una cápsula en la que extienden el lujo privilegiado que disfrutan en Occidente. Los africanos son sirvientes o figuras ajenas, de condición inferior, que pulula en el árido entorno circundante. Su privilegio les atropella sin particular escrúpulo, o con una reconfortante inconsciencia. Son figuras de fondo de decorado. La irrupción de Abdellar (Ismael Kanater), el padre del chico atropellado propiciará la confrontación con ese modo de vida, o lo será sobre todo para David, ya que el padre pide que le acompañe en un viaje de dos días hacia su aldea para asistir al funeral de su hijo.

Ese viaje implicará, por un lado, al faltar una pieza del autómata marital que conformaban, la transformación radical de Jo mediante la relación que establecerá con el cínico estadounidense Tom (Christopher Abbot). Un cínico, analista financiero, que ignora lo que es una relación íntima y vive meramente en la superficie de sucesivas relaciones sexuales, servirá de contrapunto de la asunción, por parte de Jo, de su sonambulismo sentimental. Se había convertido en una mujer hueca como hueco es ese hombre epicúreo que no esconde que es nada o un número con forma humana que transita en las emociones más básicas. Para Jo ese reflejo distorsionado de aquello en lo que se había convertido por inercia ejerce de despertar. La pasajera decide apearse de su deriva marital e iniciar otro trayecto, sea cual sea, pero al menos uno el que sí se sienta presente, y con un propósito que sienta como propio. Mientras, David, afronta que era un hombre que huía de sí mismo, de su frustración y amargura, que había enmascarado en suficiencia y amarga causticidad. En un tiempo, incluso, cuando era universitario, era un hombre que pensaba de un modo radicalmente diferente. La confrontación con ese otro modo de vida, durante dos días, supondrá tanto la asunción, que será capaz de reconocer, de que la muerte del joven vendedor de fósiles no fue un accidente sino la consecuencia de su irresponsabilidad, como la del engaño en que se había degradado su propia vida, como una figura de una ficción sonámbula. La convicción de la espléndida interpretación de Fiennes contrarresta una quizá excesiva gravitación en el peso de un tesis. En ocasiones, más que fluir, la evolución dramática se asemeja a un engranaje que completa su proceso predeterminado, como si fuera un proceso de demostración más que de mostración. La distancia, en ocasiones, parece esterilizar o neutralizar la turbiedad de la infección vital que se desentraña. Es una obra de sugerente planteamiento en la que los conceptos parecen superponerse sobre la atmósfera, la tesis sobre el desarrollo orgánico narrativo. La excelente, por contundente y concisa, conclusión no logra que se desvanezca la sensación de que la película pudiera haber sido más abrasiva y áspera en su desarrollo narrativo.

miércoles, 27 de julio de 2022

El confidente

 

El confidente (The friends of Eddie Coyle, 1973), de Peter Yates, y Mátalos suavemente (Killing them softly, 2012), de Andrew Dominik , adaptan sendas novelas de George V Higgins. Una consideración alienta ambas obras: La obra de Dominik lo explicita en boca del personaje de Brad Pitt: America es un negocio. También enfatiza, o hace más palpable, la turbiedad, sordidez y podedumbre (moral) que supura. Su violencia resulta más sofocante, como si se fuera cerrando la llave del aire. Su estructura casi episódica, o trama poliédrica, hace más visible, o manifiesta, su condición compartimentada. Por eso, es una obra que linda de modo más claro, y difuso, a la vez, con lo abstracto, con cierto artificio, como una pieza de cámara, aunque no dejen de abundar los exteriores. Aun así, prefiero la sutilidad de la obra de Yates, como quien mira hacia otro lado, encogiendo los hombros, sin dar importancia a una revelación que te deja desarmado porque trastoca tu vida. El Boston de El confidente también parece ajeno a los bullicios urbanos. Pareciera una ciudad casi despoblada. Los espacios son como presencias silenciosas que fueran devorando a los personajes sin que estos se percataran.

La película, en su título castellano, coincide con la de la magnífica obra que Jean Pierre Melville rodó en 1962 (su título original era Le Doulos), también relato de traiciones, rostros elusivos, robos y negocios. El título original de la obra de Yates, como el de la novela de Higgins, es Los amigos de Eddie Coyle. Pero Eddie (soberano Robert Mitchum) no tiene amigos. Son más bien relaciones de negocios, conveniencias, alianzas, traiciones e intercambios. Sea con el que vende las armas, Jackie (Steven Keats), con el jefe de la banda de atracadores, Jimmy (Alex Rocco) o con Dave (Richard Jordan), el policía al que Eddie solicita ayuda, colaboración, para que no le condenen en otro estado, New Hampshire (mientras conversan, tras Eddie se advierten unas verjas; no hay salida para Eddie: hay prisiones de las que es más difícil salir, como la propia vida). Eddie es alguien periférico, incluso dentro de los márgenes; no es nadie aunque casi conozca a todos; malvive como guarda de seguridad, y a la vez es un mediador, el que consigue las armas, el que trata con el traficante y consigue las armas para los atracadores; es alguien cuya vida tiene ya poca seguridad, es alguien que está en medio, como quien está atado, de piernas y brazos, a varios caballos que tiran de él. Es un engarce, y también lo es en la construcción narrativa que alterna las vicisitudes de los diversos personajes de esa cadena que comprende actividades ilegales y a los propios representantes de la ley. Al representante de la ley, Dave, no le importa si tiene tres hijos y una esposa. Dave no ayuda ni colabora sino que exige un intercambio y, aún más, aprovecha su posición de ventaja, para estirar la cuerda y extraer todo el beneficio que pueda, por lo que le convierte en su confidente no provisional sino recurrente. Dave sabe hacer negocios, tiene alma de empresario, sabe cuándo explotar a sus empleados, ajeno a su suerte, a las consecuencias que les depare. Aún mejor animal que representa la condición del país como negocio es Dillon (Peter Boyle), quien sabe jugar hábilmente a dos bandas, en ese territorio intermedio que define a una realidad que establece diferenciaciones sólo en los escaparates, mientras en sus entrañas una maraña de alianzas y traiciones está salpicada de sangre.

Yates resulta más efectivo en cuanto dispone de más sugerentes textos de base, con los que se muestra cumplidor, como también demostraría posteriormente con la notable La sombra del actor (1983). Con un material tan sustancioso, eficazmente adaptado por Paul Monash, y servido por un espléndido grupo de intérpretes delinea un vibrante tapiz narrativo a golpe de silenciador, modulado como un engranaje que se desangra con firme pulso. La introducción, la orquestación de un atraco, modulada de forma particularmente afinada, ya anuncia que la misma trama de la realidad se puede equiparar a un engranaje. Yates ya había realizado eficaces thrillers como El gran robo (Robbery, 1967), sobre el atraco al tren de Glasgow, la célebre Bullit (1968), o la sugerente combinación de comedia y thriller (con atracos, también, incluidos), Diamantes al rojo vivo (1972), pero quizá sea El confidente su obra más brillante. Aunque las texturas de la película de Dominik puedan ser más sugerentes, en su planteamiento teórico, al final me parece que recargan demasiado, como quien emborrona y difumina el texto cuando quiere hacer doble subrayado, aunque sea por meras cabriolas formales, lo que determina una descompensada narración. Yates, en cambio, asume una condición más modesta, como quien admira desde la distancia y no quiere interferir. Quizá raspe menos de entrada, pero el silencio que se extiende tras acabar la proyección es como la hendidura de una herida producida por un disparo que adviertes en tu piel, sin que sepas cuándo te han disparado, cuánto tiempo llevas andando con la sangre abandonando tu cuerpo y cuánto te queda antes de que te desplomes. No hay catarsis en la tragedia. Ni siquiera consciencia. La muerte es otro margen en los márgenes irrelevantes de una vida intermedia que gradualmente se desvanecía

lunes, 25 de julio de 2022

Antes que el diablo sepa que has muerto

 

Antes que el diablo sepa que has muerto (2007), la magnífica postrera obra de Sidney Lumet, es una radiografía implacable, sin concesiones, como un punzón de hielo, sin jamás levantar la voz ni énfasis alguno, sobre las entrañas degradadas de esta sociedad que se sigue vendiendo como paraíso y no es sino un vano espejismo, y a la vez un esquinado campo de batalla que no deja de causar muchas bajas silenciosas. La narración se inicia con un hombre mirándose al espejo, mientras sodomiza a su mujer, y termina con otro desapareciendo en un pasillo dominado por el cegador reflejo del sol. Espejos y reflejos que ciegan. Ese espejo en el que uno quiere verse, aquel en el que se domina la vida (en el que, dicho sin vaselina, la da por el culo), cuando se dispone de las joyas, las señas de distinción material que representan la posición privilegiada, y el reflejo cegador que es la raíz y a la vez el agujero negro. Por eso, ¿Qué puede ser más emblemático de ese asalto al Cielo del materialismo que el atraco a una joyería?. La estructura de la película es discontinua, fracturada, con constantes saltos en el tiempo, adelante y atrás, que comprenden los tres días desde que se gesta esa idea en la mente de Andy(Philip Seymour Hoffman), en la primera escena citada, hasta el momento del atraco, y los dias posteriores al mismo. Y con saltos de perspectivas, sobre todo, relacionadas con la de su cómplice en el robo, su hermano Hank (Ethan Hawke), y la de su padre, Charles (Albert Finney), y en ocasiones, viendo una misma situación desde diferentes ángulos o en diferentes momentos de esa circunstancia.

No es un juego posmoderno de mero alarde formal, sino que incide en esa compleja y huidiza condición de la que está hecha la realidad, dependiente tanto de los ángulos desde los que se mira, como de qué manera está condicionada por un pasado, en donde la implacable figura del padre es tan decisiva tanto como concreto padre como emblema de la entraña de poder de esta sociedad (o un ejemplo de uno de esos dioses que rigen nuestra encubierta dictadura económica: el plan de Andy no solo se funda en la conveniencia de quien se ha acostumbrado a vivir un elevado nivel de vida con desorbitado gasto, o derroche, sino en el resentimiento con respecto a un padre por el que no se ha sentido ni querido ni respetado; un padre como el que no quisiera ser). La dislocación estructural es reflejo de una realidad (tan aleatoria como enquistadamente predeterminada), y de la misma entraña de esa maraña de emociones en las que se definen las relaciones (presa de congestiones y resentimientos, delatados en esas contracciones o espasmos que sacuden las transiciones entre secuencias), como, también, de como lo inesperado puede teñir de trágica condición los intentos de cruzar el umbral hacia el espacio de los privilegiados. Si la primera secuencia representa la gestación, en un escenario de reflejo y frustración, de cariz diferente para Andy y su pareja, Gina (Marisa Tomei), la segunda nos narra el mismo atraco, la resolución de la idea, por parte de un hombre encapuchado, con sus fatales consecuencias, en donde se encadena un imprevisto tras otro. La idea nace en el espejo, en el reflejo ensimismado que quiere verse, pero la imagen que devuelve no sino un vidrioso desastre. Ciertamente, la vida puede ser un rostro encapuchado, que al quitárselo descubrimos su abismal condición.

 La música de Carter Burwell asocia con el cine de los Hermanos Coen, en particular Fargo (1995), con esa circunstancia en la que los planes de los personajes, motivados por la frustración, se ven contrariados por los imprevistos. Andy no cuenta con que Hank, por su inexperiencia, vaya a recurrir a un amigo, Bobby (Brian F. O'Byrne), y que sea éste, y no Hank, quien perpetre el robo, ni que porte un pistola realmente cargada, ni que, como excepción, ese día sea su madre, Nanette (Rosemary Harris), la que se encuentre en la joyería porque la dependienta habitual se encontraba cuidando un nieto durante las primeras horas del día. No sólo no se materializa lo que se planeaba, sino que las consecuencias son imprevistamente mucho más trágicas, ya que el frustrado atraco concluye con la muerte del atracador y la madre de Hank y Andy. Durante el desarrollo de esa estructura narrativa que se asemeja a una maraña embrollada, se advertirá cómo ya el desastre estaba anunciado en el pasado. Las circunstancias presentes, resquebrajadas, tenían su raíz en aquello que representa la sociedad de la opulencia, que cría seres insatisfechos, porque no tienen o no les es suficiente lo que tienen, o se afirman en su resentimiento con respecto a sus precedentes, como la figura paterna (como es también el caso del magnate farmacéutico, interpretado por Michael Stulhbarg, en la excelente serie Dopesick, 2022, cuya principal motivación es superar, en riqueza, a su padre, aunque el medio para conseguir ese logro sea la actividad fraudulenta).

Los mismos hermanos (que no lo eran en el guion original de Kelly Masterson; fue ocurrencia de Lumet) son dos extremos emblemáticos de aquellos que quieren acceder a su trozo de cielo. Andy es el ejemplo del derrochador, del que quiere disponer de más, aunque disfrute de ingresos más que generosos, realizando trapicheos en su trabajo como agente inmobiliario (¿pero realmente qué ha construido con su vida?), y adicto a las drogas (fabulosa, y sintética, esa secuencia en la casa del traficante, contemplando, en largo plano picado general, el amplio horizonte de rascacielos). La insatisfacción, como un agujero imposible de suturar en su interior, define su vida. Andy quiere sustraer lo que es de su padre porque es una manera de contrarrestar lo que siente que su padre le sustrajo a él. Hank, en cambio, es el que está atrapado en las carencias, preso de deudas, aquel que es calificado como perdedor incluso por su pequeña hija porque no logra levantar el vuelo (debe tres meses de pensión a su esposa y no dispone del mínimo dinero para pagar una excursión a su hija), sin saber cómo salir de la prisión de adversidades y precariedades en la que se ha enmarañado, o escombrado, la habitación de su vida (un admirable plano general en leve picado: en un bar, Hank descarga su frustración con la bebida; intenta levantarse pero no puede mantenerse en pie y vuelve a sentarse: siguiente plano: yace en la cama, como un cuerpo varado). Sin olvidar a la esposa de Andy, Gina, entremedias de ambos hermanos, un entremedias que es toda una significativa declaración de principios, por reflejo y por activa. De modo significativo, poco a poco, como quien va escarbando las capas de la cebolla, cobra relevancia gradualmente la figura del padre, como raiz y condición fundamental de los espejos en los que se miran los hijos, todo un creador de fatales espejismos. El título de la película hace referencia a un dicho irlandés que señala que goces lo que puedas del breve tránsito en el cielo, y estate preparado, porque luego mejor te atienes a las poco risueñas consecuencias. Y es que el Cielo de esta sociedad es un espejismo hecho de arenas movedizas.

viernes, 22 de julio de 2022

Men

 

Men (2022), como la excepcional Annihiliation (2018) está protagonizadas por mujeres dañadas emocionalmente. En ambos casos, una relación sentimental también está dañada. Annihilation parte de esa circunstancia de desconcierto y perplejidad en la que te preguntas quién es la persona a la que presuntamente amabas y con la que llevabas años conviviendo. ¿Es la misma que creías que era?¿En algún momento la percibiste como era o más bien era según la idea que te habías hecho? En Men, el daño es irremisible, porque parte de un ruptura, o abandono, ya que Harper (Jessie Buckley) quiere que concluya la relación, que se tornará muerte literal, cuando James (Paapa Essiedu) se precipite en el vacío Entre la ruptura y la caída, la incapacidad de asunción de una conclusión. Él no acepta que pueda terminar esa relación. Él no sabe encajar que la relación se precipite de modo ineluctable en el vacío. Su necesidad, su deseo de que la realidad se ajuste a su voluntad, protesta porque no acepta que la realidad no sea como quiere que sea. Su negación se tornará agresión (una bofetada), y obcecado asedio que no es sino reflejo de un desquiciamiento. No se preocupa de entender las razones de ella (o más bien no quiere) sino de demandar que la película (de la relación) no termine (como si no pudiera terminar). Su atolondramiento, cuando intenta acceder por la ventana desde un piso superior, determina su precipitación en el vacío. En ambas películas, la acción transcurre en un espacio que difumina las fronteras entre lo real o familiar y lo imaginario o insólito. La narración, acompasada, de nuevo, a la cautivadora textura de la magnífica banda sonora de Ben Salisbury y Geoff Barrow, se corporeiza como un desplazamiento inmersivo, definido por la extrañación, en las sombras enturbiadas de los recovecos emocionales de Harper, en su herida emocional. La narración es un proceso de recuperación como una muda emocional. La narración es un prodigio de tránsito sensorial, emocional, en forma de enrarecimiento que deriva en catarsis. La ofuscación se tornará sonrisa.

La narración comienza con una imagen de un exterior (urbano) a la vez velada la mitad de la misma por las cortinas, en correspondencia con la mirada de Harper, cuya nariz sangra. Cuando se aproxima a la ventana, tras ella, en primer término, se entrevé difusa, en segundo término, la caída del cuerpo de James. Ofuscación, herida y caída. Un estado emocional antes de que se precise la cadena de hechos. La narración se corresponderá con el desprendimiento de ese velo que ofusca su percepción, dada su emoción dañada por el impacto de ser testigo de la muerte de su marido, pero también por la perplejidad de un desencuentro enturbiado por un sentimiento de culpabilidad (ya que su ruptura derivó en la muerte de él) y por la incomprensión (su diálogo carecía de componente dialéctico: era un callejón sin salida de dos enunciados intentando que se comprendiera, en el caso de ella, o imperara, en el caso de él, su relato) que generó incluso la agresividad de él. ¿Cómo concluye una relación cuando solo es uno quien desea que termine?¿Cómo lo encaja el otro si siente que varía la narración o relato de su vida, si concibe la circunstancia como un fracaso o una humillación? La reclamación de seguir siendo amado es quizá sinónimo de complacencia de un ego o vanidad. El sentimiento parece quedar en segundo plano porque parece primar la necesidad de que la realidad se ajuste al relato de cómo se quiere que sea la realidad, como si una realidad fuera una inversión emocional inicial que no puede transformarse (degradarse) en números rojos. A esas primeras imágenes iniciales siguen la imagen de un diente de león que se desmenuza y la imagen distante de una casa en ruinas entre un bosque y un prado. A una casa rural, precisamente, se traslada de modo provisional Harper, como si ejerciera de cámara de descompresión de su tránsito emocional traumático.

En uno de sus desplazamientos por el bosque Harper se topa con un túnel. En el fondo del encuadre, en el otro extremo del túnel, una sombra parece cobrar vida y dirigirse hacia ella, con un grito desasosegante. En su huida se encuentra con esa casa en ruinas, en cuyo exterior avista a un hombre desnudo. Sombras y cuerpo desnudo, vulnerabilidad e indefinición. Dos imágenes entrevistas en la distancia, la perturbación que abre la fisura. La nota discordante que evidencia la mancha de un desajuste emocional. La insinuación en la distancia se torna fuera de campo que asedia, como el tumor emocional de un trauma que se extiende. Ese cuerpo desnudo, como una emoción en estado bruto, asediará la casa en la que está alojada. En principio, es un cuerpo que no advierte tras de sí, tras el cristal que les separa. Progresiva y gradualmente la realidad se despedaza, como el diente de león, y de la misma manera que en la planta cada fruto, la cipsela, es igual, todos los hombres parecen iguales (encarnados por Rory Kinnear), como si fueran el mismo con diferentes caracterízaciones (en cuanto peinado o aspecto). Los dientes de león son considerados maleza por los jardineros, y así parecen ser estos hombres que actúan, con alguna excepción, de modo hostil, como si fueran el reflejo siniestro de la infección del sentimiento de culpabilidad que la acosa interiormente. Como si la asediara, en forma de otros hombres, la acusación de que la responsable de la muerte de Jason fue ella, no el propio desquiciamiento de él. Cualquier otro hombre se torna en representación velada de Jason, de ahí que la última muda corpórea, tras una serie de mudas cual regurgitaciones, revele el cuerpo de Jason y su demanda de seguir siendo amado. El núcleo del tumor emocional. Ella dejó de ser la réplica en el guion de su (ficción de) vida cuando decidió salir de escena con su ruptura. El agraviado sentimiento de rechazo fue la génesis de su virulenta reacción. Jason representa esa tendencia emocional tan recurrente en el comportamiento sentimental, y en particular en circunstancias de ruptura, definida por el Quiero que mi (película de) realidad sea como quiero que sea, no importa la voluntad de los otros. La resistencia de Harper a esa impositiva demanda, como cautiva de la ficción que él necesitaba que siguiera imperando, fructifica, en el plano final, en la sonrisa de quien se ha liberado de esa dictadura emocional que ejercen los que en el territorio sentimental quieren que seas un personaje que responde de modo complaciente a la urdimbre de su ficción.

miércoles, 20 de julio de 2022

Lord Jim

 

Lord Jim (Peter O`Toole) es un personaje de otro tiempo, como la misma película, Lord Jim (1965), de Richard Brooks, quien adapta la homónima novela de Joseph Conrad, pertenece a un tiempo en el que, a diferencia de hoy que es más bien excepción puntual, el género de aventuras, o el cine de acción, no reñía con la densidad y la complejidad, o planteada la ecuación de otro modo, en el que una producción a gran escala no reñía con la densidad ni la complejidad. En suma, la peripecia externa se conjugaba con una peripecia interna, un proceso vital de conocimiento, de confrontación entre los anhelos íntimos y la realidad, entre visiones y actitudes divergentes, cuando no opuestas. Entre finales de los 50 e inicios de los 60, este género, o planteamiento, alcanzó sus más elevadas cotas de comunión de gran espectáculo y complejos retratos o conflictos íntimos. Acción y reflexión se conjugaron en sus más refinadas cotas con plena armonía. Añádase aquellas obras calificadas como (melo)drama histórico o épico y nos encontramos con una serie de magnas obras que, curiosamente, comparten una condición remarcadamente sombría a la vez que trágica, se produzca o no una catarsis de carácter ético (si esta se produce, implica la muerte física). Pensemos en Los vikingos (1958), de Richard Fleischer, Lawrence de Arabia (1962), y Doctor Zhivago (1965), ambas de David Lean, La caída del imperio romano (1964), de Anthony Mann, Espartaco (1960), de Stanley kubrick, Barrabas (1963), de Richard Fleischer, Sammy, huida hacia el sur (1963) y Viento en las velas (1965), ambas de Alexander MacKendrick, El señor de la guerra (1965), de Franklin J Schaffner o, entreverada con el cine bélico, La gran evasión (1963), de John Sturges.

El cine norteamericano parecía haber alcanzado la mayoría de edad, con una crudeza y falta de complacencia notorias. Sin olvidar su reflejo de las convulsiones sociales en aquellos años en el país, las ansias de cambio, el desconcierto y la incertidumbre, la ilusoriedad de unos falsos modelos o ideales que había dejado entrever sus fisuras, la necesidad de unas pautas más consistentes e integras. Se percibía también en el western, véase, el espectral Hombre del oeste, de Anthony Mann, Duelo de titanes (1957) o El último tren de Gun Hill (1959), de John Sturges, o Duelo en la alta sierra (1961), de Sam Peckinpah y El hombre que mató a Liberty Valance (1962), de John Ford, obras de despedida, o la turbia Mayor Dundee, (1964), de Peckinpah. ¿Y hay obra bélicas más sombrías o mortuorias que Los diablos de la colina de acero (1958), de Anthony Mann, El Tren (1964), de John Frankenheimer o Los vencedores, de Carl Foreman (1965)?. Y si alargamos el lapso temporal pensemos en El último safari (1967), de Henry Hathaway, donde el cazador reniega de enfrentarse a aquel elefante sobre el que ha sostenido su resentimiento durante años, o la no menos fúnebre El Yangtsé en llamas (1966), de Robert Wise, con una de las más contundentes conclusiones trágicas. Ya no existían héroes al uso. O estos se veían sujetos a dilemas a veces irresolubles, o enfrentados a una realidad, a unas circunstancias, que les superaban. La condición humana parecía verse reflejada, daba igual qué tiempo o lugar, como generadora de violencia, crueldad, caos e inflexibilidad.

La resolución, o desenlace, en cualquiera de los films citados, de un modo u otro, era desoladora, o desgarrada por una herida imposible de cerrar, la herida de la consciencia. Hasta aquellos representantes de la inocencia, los niños, como se reflejaba en Viento en las velas podían propiciar, aunque sea por inconsciencia, la injusticia y la violencia. ¿Dónde queda la inocencia? ¿Se puede mirar ya con ella? ¿Dónde queda la integridad? ¿Se puede vencer a las bárbaras fuerzas que mueven al ser humano, se puede lograr una conciliación entre las facciones a las que, tribalmente, tiende a dividirse y construir una armoniosa sociedad o es una imposible ilusión? ¿La única realidad cierta es el ansia o pulsión de dominio y poder, de codicia y ambición, ya sea a nivel individual como colectivo? ¿Y eso imposibilita cualquier esfuerzo, como descubre Lawrence? ¿Qué es ser un héroe cuando todos somos criaturas corrientes, de qué depende ese acto que pueda calificarnos como tal, cuál ese la fina línea de eso llamado cobardía, de qué materia están hechos ambos conceptos?, como se plantea en Lord Jim. Curiosamente, por su condición de producciones a gran escala, y por sus espectaculares formatos, no disponían de la consideración crítica general, salvo excepciones. Eran el emblema del imperio hollywoodiense, y por tanto de las convenciones. En cambio, las producciones pequeñas, a baja escala, y los formatos más modestos representaban el cine de lo auténtico y de lo complejo o sustancioso (como el sentimiento y la emoción, en aquellos años, se consideraba un elemento meramente manipulador o trivializador). Una distinción un tanto obtusa que más bien parecía corresponderse con uniformes mentales un tanto rígidos y cuadriculados. Críticos estadounidenses reconocieron a Lean que hubieran sido más generosos con La hija de Ryan si hubiera sido rodada en blanco y negro y formato cuadrado.

No deja de ser sintomático, por un lado, que el género de aventuras llegara a una encrucijada (¿Qué más se podía decir, se podría ir más allá con otros reenfoques?), como que perdiera el predicamento en la industria y entre el público, más allá de que los costes de producción eran excesivos y no se conseguían los suficientes beneficios aunque fueran bien en taquilla. La excelente Estación polar Cebra (1968), de John Sturges, obra de más complejas capas de lo que aparenta, fue un ejemplo (los posteriores pases televisivos conseguirían que dispusiera posteriormente de otro predicamento). El género no era ya el espacio de evasión donde disipar y difuminar la consciencia en la fantasía, esa donde cabía la posibilidad de restituir la insatisfacción o frustración en la realidad, sino todo lo contrario. En los setenta, las producciones disponían de menos presupuesto, y acentuaban la vertiente realista, o enfocaban en las arrugas de los iconos o mitos, como reflejaban Robin o Marian (1976), de Richard Lester o la sobredimensionada El hombre que pudo reinar (1975), de John Huston, la cual alcanzaría cierta notoriedad fetichista entre cierta crítica. Era una obra de nostalgia, o suscitaba ésta en la mente del cinéfilo. Pero resultaba un desmañado residuo de una tendencia que buscaba aunar reflexión y acción.

Las superproducciones de los sesenta encontraron su relevo, en los 70, sintomáticamente, en el cine de catástrofes (cuyos costes resultaban menores). Ante la consciencia de la catástrofe, quedaba el conjurarla con la hipertrofia. Ya sólo quedaba el cataclismo, incluso los personajes desaparecían, o se difuminaban en el mero perfil del estereotipo, como meros vehículos casi impersonales. Hay quienes se resistieron, y acabaron, sin pretenderlo, por imposibilitar esa crítica y sombría senda de cine complejo. Las portentosas Apocalipse now (1979), de Francis Coppola ( aunque Coppola no se atrevió a añadir las dos largas secuencias recuperadas en el montaje de Apocalipse now Redux, para que su visionado no resultara tan áspera y ominosamente descarnado) y, sobre todo, La puerta del cielo (1980), de Michael Cimino, que provocó el hundimiento de su productora, United Artists, tal fue su fracaso financiero, fueron el último eslabón que cerró puertas a las pretensiones autorales de un cine denso con aristas dentro de unos parámetros de gran producción. Y llegó el cambio (de ecuación de fórmulas) con La guerra de las galaxias en 1977 (cruzando cine de espadachines, samurais y el western con la ciencia ficción para disimular antiguos retales con apariencia de novedad), e Indiana Jones en 1981, y el generó resucitó, cuando menos cara al público y en la industria, porque fue una resurrección que implicaba sepultar la consciencia para alentar un anhelo de inocencia, volver a los más primarios orígenes del género, aquellos seriales de los 30, donde aún se creía y sentía que el héroe puede resolver cualquier avatar, aunque para ello fuera necesario construir un mundo de fantasía donde lo real perdía presencia, como relieve los dilemas de los personajes. Toda una acción de domesticación y de anestesia (aunque no obsta para reconocer que la notable El imperio contraataca, 1980, de Irving Kershner, apostaba por una densidad y turbiedad que la saga no volvió a recuperar). No se querían cuerpos, sino iconos, seres unidimensionales, o seres que dentro de la acción comentaran la acción como si fueran trasuntos del mismo espectador, de lo que podría ser emblema McLane (Bruce Willis) en la saga La jungla de cristal. La aventura real había dejado de reinar, y primaba la interposición del filtro. Se experimentaba primordialmente la misma ficción y su topología. El personaje nos conducía como cicerone en un video juego en el que se delegaba el mando en el personaje que se consideraba como héroe (con rasgos incluidos de bufón). Por añadidura, junto a Indiana Jones, llegaron los musculosos e invulnerables héroes que encarnaron Stallone, Schwazennegger y compañía.

Peter Weir recuperaría esa combinación de gran espectáculo y complejo entramado reflexivo con Master and commander (2002), y bien elocuente es que su relato no quedara clausurado, que el circulo de la búsqueda no acabara de cerrarse, porque no hay aventura (exterior o interior) con un real fin. La aventura, como la vida, es permanente movimiento, y no dejan de haber nuevos lances. Y, a la vez, que captaba la esencia fenoménica de la peripecia, la travesía y accidentalidad física, desnudaba sus fisuras, sus resortes de ficción, su condición alegórica, su correspondencia con un proceso mental o emocional. Su posterior Camino a la libertad (2008), sería logro de parecido el calibre. Se habían dado, de modo esporádico, sugerentes precedentes, como Las montañas de la luna (1990), de Bob Rafelson, El último mohicano (1992), de Michael Mann o El guerrero nº 13 (1999), de John McTiernan o la minusvalorada, en su momento, El paciente inglés (1996), de Anthony Minghella, en cuyo menosprecio aún se podía rastrear el que rociaba con saña las grandes producciones a finales de los sesenta. Quizá haya sido Skyfall (2012), de Sam Mendes la obra posterior que mejor congrega esas cualidades de gran espectáculo y complejo entramado reflexivo, aunque haya que considerar también logros de Christopher Nolan, como Origen (2010) o Interstellar (2014), o las tres últimas producciones de la saga de Misión Imposible. En otra línea, bajo los ropajes del cine bélico, La delgada línea roja (1998), de Terrence Malick, era una radical recuperación de aquella combinación de gran producción y complejidad emocional y conceptual. ¿O no hay semejanzas entre Lord Jim y el personaje encarnado por Jim Caviezel, empecinado en materializar, o realizar, una relación conciliada con el mundo, y en permanente colisión con una realidad que no deja de asomar su faz caótica? ¿O no hay afinidad de mirada o de discurso, y, además, demostrando que sí se puede ir más allá en el uso de heterodoxas formas, o construcciones narrativas, que hagan aún más manifiestas las fisuras de la realidad y de la construcción de una representación, y dentro, por añadidura, de un marco de gran producción?

Lord Jim, la película, pertenece a otro tiempo, aquel en el que podrían conjugarse unas bellas imágenes serenas sostenidas sobre unas oscuras turbulencias. El Clasicismo dejaba entrever sus fisuras sin dejar de confiar en la potencia de unas formas armónicas que ofrecían, como contraste, una sensibilidad que parecía condenarse a la extinción. La misma que representa el personaje de Lord Jim. Una integridad, de mirada, de lenguaje, y de actitud, que se fusionaban en un estilo y en un personaje, en la mirada de ambos. Una plenitud que es a la vez desgarradura. Un relato que crea la ilusión de sentido, y a la vez deja entrever el sinsentido y el fracaso. Un logro que además afirma una imposibilidad. Afirmación y negación conviven en una paradójica relación de plenitud. Jim representa la mirada que se pierde y rastrea entre las sombras y marañas (de sí mismo). Peter O’Toole aportaba al personaje las resonancias y reminiscencias de otro complejo y atormentado personaje, escindido en sí mismo, el que encarnó en Lawrence de Arabia. Curiosamente, en ambos casos, la primera opción fue Albert Finney. En Lord Jim, O´Toole se involucró con su productora, como también fue la primera producción de Brooks, quien ya en otra de sus grandes obras El fuego y la palabra (1960), había dispuesto del control del montaje final por primera vez. Sería su etapa más fructífera. Brooks, encadenaría una serie de espléndidas obras, como Los profesionales (1966), A sangre fría (1967), Con los ojos cerrados (1969) y Buscando al sr. Goodbar (1977) o notables, como Dólares (1971), Muerde la bala (1975) y Objetivo mortal (1982).

¿Quién es Lord Jim, traducción del sobrenombre de Tuana Jim, con el que le bautizan los nativos de Patusan, ficcional país de los Mares del Sur, para el que Conrad se inspiró en cierta zona de Borneo? ¿Son esos ojos azulados como el mar, pero debatiéndose en una tormenta que no tiene fin en su interior? La voz que nos presenta a Jim, la de Marlowe (Jack Hawkins), se refiere a él como uno de los nuestros, uno de tantos que erran por esos mares del Oriente pero que a la vez es único, excepción que es emblema, o lo que pudieran ser, expresión que será repetida en dos ocasiones más, cuando es censurado por su superior por hacer pública su vergüenza tras abandonar encallado en una tormenta el Patna (en vez de haberse consumido en su verguenza en privado sin que afectara a la imagen del nosotros, el resto de los oficiales marinos), y cuando los nativos de Patusan le agradecen que les haya liberado de la opresión de El general Ali (Elli Wallach) y de sus secuaces. Símbolo de vergüenza y símbolo de liberación. Traidor y héroe. Y, en medio, la vida que es tormenta, pero ¿Qué sabemos de las tormentas de nuestra mente, cómo nos enfrentamos a ellas?

En los primeros pasajes, a través de una narración elíptica, la voz de Marlowe, cual narrador, nos guía en la presentación de Jim, desde que es un cadete marino, y luego primer oficial bajo sus ordenes, con sus sueños románticos (novelescos e idealizados) de aventuras en las que actúa y reacciona como héroe (resuelto, determinado) ante cualquier contingencia y conflicto. Pero la realidad colisiona con los sueños; qué difícil es que se conjuguen. Jim se enrola en un desvencijado barco, el Patna, que traslada a cientos de musulmanes en peregrinaje hacia la Meca. Y una tormenta le deja en evidencia. A diferencia de sus superiores y compañeros oficiales, que al temer el naufragio no dudan en preocuparse solo de su propia suerte, y arrian un bote, Jim sí se preocupa de resolver el problema cuando el barco encalla, así como de la vida de esos peregrinos. Siente que son su responsabilidad, mientras que a los otros, seres sin conciencia, les da igual. Jim no es capaz de reaccionar como quisiera, y acaba en el bote con ellos, abandonando a los peregrinos a su destino. Para su vergüenza descubrirán al llegar a puerto que el Patna no naufragó. Jim sí tiene conciencia, por lo que no se esconde, y reconoce públicamente, y pone a juicio, su irresponsabilidad y falta de valor. Asume la condena o desprecio, porque él mismo ya se ha juzgado. Fue vencido por su miedo. Jim se convierte en una sombra errante por los puertos, realizando diversos trabajos sin ningún realce. No es nadie, no es nada, es uno más. Debe penar su falta, su carencia de personalidad y determinación.

Pero el azar posibilita que surja una segunda oportunidad (en paralelo al abandono de la voz narradora, ahora el relato fluye sin guía interpuesta). En esta ocasión, sí es capaz de reaccionar cuando un bote con mercancías de un comerciante, Stein (Paul Lukas), comprometido con las injusticias, sufre un intento de sabotaje. Con decisión, en vez de preocuparse solo de su vida, apaga las llamas. Pero aún queda otro tipo de llamas dentro de él. Un solo gesto no es suficiente para conjurar los fantasmas a los que no supo enfrentarse en aquella tormenta. No hay manera de que abandone su condición de espectro en vida (con esa lacerante sombra de culpa o verguenza que le pesa), aun cuando se le dé la oportunidad, al transportar unas mercancías a Patusan, de enfrentarse a aquellos, al mando de Ali, que intentan sojuzgar a otros. Resiste la tortura a la que le somete Ali, y tras lograr escapar, conduce a los nativos en su lucha contra el opresor, que culmina con la victoria, pero las sombras siempre estarán ahí. No dejará de estar a prueba, porque aún puede sufrir momentos de parálisis por el miedo (como en cierto lance de la batalla).

Por otro lado, la mezquindad y la crueldad humana seguirán amenazando con su falta de escrúpulos. Por mucho que confíe, y actúe de acuerdo a su sentido de la integridad y la justicia, aquellos que son su reverso seguirán actuando de acuerdo a sus aviesas y retorcidas mentes. Y qué más elocuente reverso que Brown (con el que James Mason crea otra de sus inmensas interpretaciones), una aguda ave rapaz vestida completamente de negro, una figura oscura, incluida su barba y su singular bombín. Alguien, como dice otro personaje, que ha matado más que la peste bubónica. Ante una figura así, que es lo mismo que decir ante unas tumescentes inclinaciones humanas hacia la carencia de escrúpulos que no podrán ser sometidas ni extirpadas por mucho empeño que se pongan, porque se encarnarán en otros rostros que den carne a la depredación y la crueldad humana, cómo se puede combatir. Si uno cede, y usa sus mismas armas, traiciona su integridad, y si confía, si uno es consecuente con uno mismo, propiciará el dolor, las trágicas consecuencias en los suyos (no crea inmunidad ante quienes no saben de escrupulos), porque el reverso oscuro no se pliega ante la razonable y compasiva integridad. Su bienintencionado propósito de evitar el enfrentamiento violento, y su generosidad compasiva, no logrará eludir la violencia de quienes, en cambio, actúan con doblez y retorcimiento. 

Así que sólo resta el sacrificio, el gesto que afirma la nobleza, la consecuente empatía, aunque implique su propia muerte (de ahí que en esa hermosa secuencia final, cuando se ofrece sacrificialmente: su mirada, cuando contempla el cielo, los pájaros, los rostros de quienes le rodean, más que una despedida parezca, de nuevo paradójicamente, un saludo, una afirmación de vida, de discernimiento de lo que es luz de vida). Es lo que implica actuar de acuerdo a la ética, algo tan excepcional que está destinado inevitablemente a desaparecer. Y ese es el auténtico heroísmo (evoquemos aquí el final de la magistral Grupo salvaje (1969), de Sam Peckinpah, con no lejanas resonancias afines). Una nobleza con sentido del sacrificio que resulta incómoda o perturbadora de seguir como ejemplo, o que suscita la perplejidad, sino la irrisión (como si fuera un masoquista que no acepta la comodidad de las concesiones, ni consigo mismo, y prefiere sufrir por ser consecuente con su forma de sentir, habitar, y mirar la realidad). Unos ojos azulados, como el mar, que no ocultan, porque son conscientes, las turbulentas corrientes y tormentas que dominan al ser humano, pero que no ceja de enfrentarse a ellas, aunque implique su desaparición, con la sensible firmeza como voluntarioso timón.