lunes, 30 de mayo de 2022

Caso clínico (Impedimenta), de Graeme Macrae Burnet

 

¿Si se parte de la interrogante de en qué medida nuestras identidades son ficciones, esto es, constructos, aunque actuemos y nos desenvolvamos en nuestra vida ordinaria como si así fuera la naturaleza de nuestro ser, por qué no plantear una narración como si estuviera basada en personajes y sucesos reales cuando quizás más bien sea una ficción? Caso clínico (Impedimenta), del escritor escocés Graeme Macrae Burnett, juega con esa ambivalencia, o suscita esa duda e interrogante en el lector, a la vez que son puestos en cuestión los dos mismos protagonistas cuyas perspectivas se alternan en la narración, esto es, en qué medida se definen por sus contradicciones, y en qué medida, inconsciente o conscientemente, se construyen, definen, cómo son, o dicho de otro modo según cómo se perciben. Ambos representan dos ideas sobre la identidad cuyo contraste ejerce de implícita dialéctica en el texto. El célebre psicoterapeuta, en los sesenta, Collins Braithwaite, piensa que nos restringimos, casi como figuras taxidérmicas, en inmóviles constructos de identidad (que incluso consideramos naturales, como lo que inevitablemente somos), que no son sino reflejos y sombras, o ilusiones, que creemos cimentadas con solidez, como un código de circulación previsible, cuando quizá nuestra constitución, realmente, se defina por la diversidad. Por lo tanto, por la posible modificación y por la alternancia (circunstancial). Solo existen identidades, y ese querer retroceder a un supuesto estado de identidad verdadera anclado en la infancia es la fuente misma de los problemas que describe. El camino de la liberación radica en aceptar que somos haces de identidades, escribe el propio Braithwaite, quien pone en cuestión, a través de la figura o idea del doble, arraigada en la trama conceptual (de opuestos) nuestra sociedad, cuál es el real u original y cuál es el impostor o personaje. Somos más bien múltiples o diversos.

Esa figura del doble, reflejo del maximalismo dualista que nos restringe, queda expuesta en la joven sin nombre que está convencida de que Braithwaite es el responsable, por su influjo, de que su hermana Verónica se suicidara. Por eso, decide adoptar otra identidad, de nombre Rebecca, con la que hacerse pasar como paciente, y de este modo investigar cómo pudo el psicoterapeuta condicionar perjudicialmente a su hermana, ya que parte del hecho ( o más bien percepción) de que nada podía indicar, por la forma aparente de ser de su hermana, que podría optar por la acción del suicidio. Si no hubo una perniciosa influencia externa plantearía la cuestión de que quizá muchos seres humanos no transparentan como son, piensan y sienten, e incluso se presentan de un modo que transmite una impresión opuesta, una figura que conecta con Laura Palmer en la serie Twin Peaks, y que expone, o evidencia, cómo nuestra sociedad se estructura sobre la escisión y la enajenación, por las represiones o las omisiones convenientes (prudentes o cínicas). La misma protagonista, durante el desarrollo de la narración, se convertirá en ejemplo de ese conflicto interno, por cuanto su personaje no es reflejo de la diversidad de su ser, una variación más de sí misma, sino una figura que pone en evidencia la represión que define su forma de ser. Mi diario era una obra de ficción. Construí un personaje tal y como lo haría un novelista, y todo en beneficio de un único lector (…) la auténtica verdad no estaba en lo que escribía, sino en lo que omitía. La dualidad entre lo que es y aparenta, entre cómo se presenta y qué omite, no es que derive en cortocircuito sino que pone en evidencia su cortocircuito interno, la dificultad de asunción, o articulación, de sus deseos y emociones, la cual está relacionada con la tendencia a la compartimentación en nuestra sociedad. Por eso, a ella no le gusta que las cosas se mezclen. No le gusta que la turben. Le gusta que esté todo bien organizado en pequeños compartimentos.

El psicoterapeuta, pese a su aparente autoconsciencia y convicción, también desvelará que su fortaleza externa oculta su miedo al rechazo. Su seguridad no es más que una coraza que, también, como en el caso de ella, evidencia una necesidad de control. Braithwaite se percibe como prefiere concebirse, como <<Un inadaptado sin remedio tratando de hacer entrar en razón a quienes no están interesados en la razón>>. Cree que fue forjando su flexible y consciente forma de ser, desprendiéndose de los lastres que atenazan al colectivo social, porque fue comprendiendo desde su juventud cómo nos comportamos, inconscientemente, como personajes, esto es, que no somos sino constructos, influenciados por nuestro entorno social, y que también podemos ser, sobre todo en ciertas etapas de nuestras vidas, una reacción a cómo creemos que nos habían modelado. Por lo tanto, la misma reacción, muchas veces sustentada en la oposición, no deja de ser otra construcción ficticia que sentimos como cimiento firme, pero que no es sino otra ilusión, a la contra, que usamos como coraza protectora. Ambos no logran percibirse, y concebirse, como creen discernir que es el ser social, como cuando ella en un bar se pregunta si realmente las conversaciones no son sino intercambios de monólogos en los que uno ya prepara la contestación, en su cabeza, antes de que el otro concluya lo que está diciendo. Más que definirse por la escucha activa es una sucesión de turnos de intervención. La realidad, por lo tanto, se asemeja mucho a un escenario (incluidas las proyecciones que nos hacemos de los otros, o cómo esperamos que actúen como queremos que actúen, como el intérprete que debería dar la réplica que consideramos debe dar). Es el escenario inconsciente, ese que llamamos realidad, y en el que creemos que no actuamos (en cuanto personajes), sino que nos mostramos y actuamos como somos y sentimos, cuando realmente no somos sino autómatas, en buena medida programados, como dispositivos de ficciones. Estaba en lo cierto. No valía de nada. Me levantaba por la mañana, acudía a mi empleo de pacotilla, regresaba a casa, veía la televisión o leía una novela. Me acostaba, me levantaba y repetía el proceso hasta la nausea. Era poco más que un autómata.

En cambio, relacionarnos con los otros, como seres diversos, nos otorga la facultad de actores conscientes, en cuanto homo ludens, en un escenario de posibilidades. La diversidad puede parecer que carece de centro de gravedad, por eso nos sentimos más seguros con las certezas, por protésicas que sean, pero no es sino flexible apertura al redescubrimiento y reenfoque de nosotros mismos según las circunstancias. Somos seres en potencia. Potencialmente podemos modificar nuestra perspectiva o actitud, como según la circunstancia, o según con quien nos relacionamos, quizá actuemos o reaccionemos de modo diverso, o con diferentes facetas de nosotros mismos (que no implica fingimiento). Somos seres relacionales. La yuxtaposición, como toda y en una frase, es también fundamental en la constitución de toda relación con cada diferente otro, o con cada diferente circunstancia. Como expresaba Macrae en la estimulante conversación que mantuvimos, nuestra percepción en nuestro entorno ordinario está constreñida, por la repetición y la familiaridad, como si nos desplazáramos en una cinta corredera, mientras que en un entorno no familiar, nuestra percepción de los más mínimos detalles parece amplificarse. Esa es la relación que necesitaríamos propiciar, de modo constante, para no ser autómatas, sino seres en movimiento que nos relacionamos como si cada circunstancia fuera una nueva experiencia, y por tanto definida por lo impredecible de lo posible, incluso con respecto a nosotros mismos. La búsqueda del <<ser uno mismo>> es idolatría. En su lugar, debiéramos tratar el mundo como un escenario y representar cualquier visión de nosotros mismos que deseemos ser. Inventarnos y reinventarnos -de forma que seamos <<varios>>- es la única manera de escapar de la tiranía del anclado Yo Inmutable.

viernes, 27 de mayo de 2022

Maigret

 

En cierta secuencia de Maigret (2022), de Patrice Leconte, adaptación de Maigret y la joven muerta, de George Simenon, publicada en 1954, Madame Maigret (Anne Loiret), la esposa del comisario Maigret (Gerard Depardieu), le dice que desde hace un tiempo él no es el mismo. En una secuencia previa ante un mapa de la ciudad, Maigret comenta a uno de sus subordinados cómo en cierto momento de la vida, pese a que has intentado curtirte, sin tampoco convertirte en insensible, con la vertiente desoladora de la realidad, las certezas de la vida se desmoronan. Maigret es un relato sobre desapariciones, cuerpos que son fantasmas, o cuerpos que dejaron de ser el sueño que les propulsaba. En otra secuencia, antes de meterse en un coche, mira hacia un tren, al que no se ve, solo se escucha su sonido. En otra posterior, la cámara retrocede, encuadrándole solo en un restaurante, tras que la chica a la que había sorprendido robando, y a la que había decidido invitar a comer, Betty (Jade Labeste), se haya marchado precipitadamente, asustada, al saber que es comisario de policía. Se ha producido una conmoción en la vida de Maigret, y en su interior forcejea el deseo de huida y la sensación de alejamiento de la vida, como si ya fuera una presencia fantasmal, con el tiempo prestado. La relación que entabla con Betty representará el cuerpo que recobrará su aliento vital, o al menos la confrontación con la sombra que le atenaza. En concreto, porque le ayudará a resolver un caso, el crimen de otra chica, como Betty, que llegó desde una ciudad de provincias para encontrar en París la oportunidad de cimentar su vida, y escribir el trazo de su presente y futuro sin depender de lo que marcaba el entorno familiar que representaba su pasado. Maigret, por su parte, parece que hubiera perdido su condición temporal, de presente. Ya es un cuerpo en decadencia, cuyo futuro comienza a reducirse. Se nos presenta a Maigret, precisamente, en la consulta del médico, quien le indica que debe dejar de fumar para evitar que su salud se deteriore. Maigret solo siente cansancio.

El cuerpo acuchillado de la chica, una chica cuya identidad deberá precisar, y el cuerpo desubicado de Betty, son los cuerpos que evocan las narrativas de lo que fue y de lo que pudiera haber sido con respecto a su hija fallecida. Suministrar a Betty el mismo apartamento en el que vivía la chica fallecida es un intento no solo de ayudarla sino, figuradamente, de corregir lo que fue irremisible con su hija. En el espacio de un cuerpo ya desaparecido, el alojamiento de otro cuerpo que busca trazar una narrativa de vida propia, no impuesta, no interrumpida, como fue en el caso de su hija o la chica fallecida. En la secuencia inicial de Maigret, esa chica se prueba un vestido en una tienda, un vestido blanco, elegante, con el que acudirá a una celebración, en donde es recibida hostilmente por la pareja que está prometida. Un vestido caro que contrasta con sus otras pertenencias. Un vestido en blanco, un semblante tímido, el cuerpo que intenta materializar un sueño. Un vestido blanco que será desgarrado y manchado, como su cuerpo, arrojado en la noche. El cuerpo de una chica que habitaba los márgenes, porque casi nadie la conocía. Una chica que intentaba vestir su vida con el atuendo de un sueño realizado.

Maigret recupera la atmósfera sombría, melancólica, de una de las mejores obras de Patrice Leconte, Monsieur Hire (1989). También se trama, sutilmente, sobre la relación, de proyecciones y transferencias, entre un hombre adulto y una chica joven. En ambos casos, Leconte delinea una narración tan sintética como concisa en la que los intersticios, lo sugerido o insinuado, lo que no se verbaliza, sino que contiene una respuesta silenciosa o una mirada que se escurre, es tan relevante, sino más, como lo que se muestra. La narración se vertebra sobre la investigación que realiza Maigret, sus calmados interrogatorios, pero es aún más significante su modulación atemperada, como un sueño tenue, acorde al cansancio de Maigret, un cuerpo voluminoso que se desplaza como una interrogante desconcertada que busca reencontrarse con la afirmación de vida que parece haber extraviado, como un cuerpo que ha perdido apetito o deseo salir de esa sombra pesada en la que se ha convertido su vida, como su mismo despacho es un espacio en sombras, en el que su mesa parece apretada contra una de las esquinas. Maigret resolverá el caso, pero habrá otras chicas que lleguen a la ciudad en busca de la realización de sus sueños, de una vida que sientan que es la que ellas quieren, y no la que otros quieran que sea, y que quizá colisionen con la mezquindad de otros, la de aquellos que quieren imponer, como sea, su escenario (fantasia) de vida, como si fuera difícil no quedarse atrapada en la ficción de otros, en la que desapareces, como personaje, por lo que representas para ellos, e incluso puede que como cuerpo. Maigret, por su parte, seguirá siendo un cuerpo que, paulatinamente, se irá desvaneciendo, como un fantasma.


jueves, 26 de mayo de 2022

Mis textos para Dirigido por nº junio 2022


 En Dirigido por de junio 2022 mis textos sobre tres de las más sugerentes películas estrenadas este año, MEMORIA, de Apichatpong Weerasethakul, SUNDOWN, de Michel Franco , MR WAIN, de Will Sharpe, y para el Dossier 50 años: VIGENCIA DIRECTORES 50 AÑOS DESPUÉS

miércoles, 25 de mayo de 2022

Aguamala (Acantilado), de Nicola Pugliese

 

Te venía a las mientes que tal vez no estuvieras muerto, pero que ya no vivirías, al menos no como antes. En efecto, esa lenta lluvia interminable había trastocado la perspectiva de las cosas. En 1977, se estrenaba la magnífica producción australiana La última ola, de Peter Weir, en cuya primera secuencia se producía el singular fenómeno de la precipitación de un granizo como piedra desde un cielo sin ninguna nube. En cierta secuencia, el protagonista, un abogado, contempla el colapsado tráfico diario, pero en una posterior secuencia esa circunstancia la ve a través de otro filtro u otra percepción: sumergidos bajo el agua. Su percepción de la realidad se ha visto alterada, desde que ha tomado contacto con la cultura maorí ya no mira con los mismos ojos de antes. La última ola a la que se refiere el título es la acuática metáfora de un cataclismo que sanciona nuestra civilización cuyo código de circulación está enquistado en la concepción pragmática, la depredación y el desprecio a la propia tierra. Ese mismo año, se publicó, en Italia, Aguamala. Cuatro días de lluvia en la ciudad de Nápoles a la espera de un suceso extraordinario (Acantilado), la única novela de Nicola Pugliese (1944-2012), en la que una lluvia pertinaz que no parece cesar conmociona la vida de Nápoles. Causa socavones o hundimientos de edificios con la consecuente pérdida de vidas, así como también se producen fenómenos extraños, como unas voces humanas, ambiguamente humanas, que irrumpían en el exterior con insólitas contorsiones, con sollozos inextricables, sonidos apagados bajo las gotas que la lluvia traía. O la presencia de unas intrigantes muñecas en los lugares en los que se había producido la catástrofe, pero también monedas cantarinas que escuchan niñas de diez años, o un comportamiento extraño del agua, como si tuviera voluntad propia. El agua del mar estaba rastreando en sus respectivas viviendas (…) que un liquido amorfo y a menudo petrolífero albergase sentimientos afectuosos hacia los niños que no habían podido bañarse esa mañana generaba en muchos un estupor boquiabierto, pero las pruebas eran en verdad apabullantes.

La ciudad fue entonces conminada a bajar la vista, y los ojos contemplaron manos inmóviles en los regazos, quietas y enfermas como por enfermedad, pero enfermedad no había, y se ensimismó la ciudad en esos propósitos suyos de enmienda e indagó y en la quietud se detuvo a juzgar. La lluvia pareciera suscitar la necesidad de revisar y reenfocar la propia vida, reajustar una perspectiva que más bien parecía cautiva de un hastío que costaba asumir, como representan esas inciertas voces que no se sabe de dónde surgen pero que parecen encarnar el lamento de un modo de vida que ha convertido a todos en espectros o sonámbulos en vida. La narración se convierte en un sinuoso flujo, como una sutil coreografía de largos párrafos, que conjuga múltiples voces que no son sino la misma voz, que representa a una ciudad y a un modo de vida. Interrumpir el flujo indescifrado, crear la fractura, el momento de incertidumbre. Esa lluvia parece relacionada con una modificación radical de la forma de habitar la realidad. Así parece sentir, en la introducción, el periodista Carlo. ¿La espera indescifrada? Nacía como rencor, como pensamiento sórdido. Todos los habitantes de la ciudad, todos los personajes que se suceden en la narración como relevos de un mismo desconcierto, parecen esperar que la lluvia traiga un cambio drástico en su vida. Había un socavón y un hundimiento, y las cosas de siempre y las personas y los gestos mecánicos, rituales. Esos aparentes opuestos, unidos por cópulas, quizá sean sinónimos. Todos se preguntan ¿Dónde está el significado último? Y todos sienten como si de un momento a otro todo pudiera venirse abajo, todo hecho trizas, años de sacrificios, de esfuerzos. Pero quizá porque el orden, la circulación ordinaria de rutinas, era el socavón o el hundimiento, rebosante de fisuras. La lluvia es como la mirada, de Carlo, que se apresura a escudriñar las grietas que hay entre las piedras. La mirada que se pregunta cómo le perciben los demás, si es como se percibe uno mismo, o que asume que los acontecimientos no se ajustan a las previsiones o a las expectativas.

Esa espera que les acucia, y desespera, es la necesidad de que cambie la estructura de la realidad, o de habitar la realidad como conjunto social, pero también la necesidad de recobrar el aliento vital que pueda suscitar el cambio de la propia vida, atrapada en rutinas y previsiones que se sienten como prisiones o errores cuyo origen se desconoce. La mirada que necesita renovarse, no con una última lluvia sino con la que logre que renazca, como si fuera por primera vez, su impulso de acción, ese que que concibe lo posible pese a las contrariedades, decepciones o concesiones a la inercia de la vida previsible. Resulta curioso que el autor quisiera que no fuera reeditada la novela hasta que él estuviera muerto, como así ocurrió en el 2012. Como La última ola, la película de Weir, esta fascinante música narrativa que es Aguamala parece interpelar a nuestro propio presente, porque parece que en algo más de cincuenta años nos hemos ido empantanando cada vez más. Más que nunca necesitamos esa lluvia, o el temor de una última ola. Cada día que pasa nos vamos apagando, nos marchitamos imperceptiblemente, ¿y cómo podremos despertarnos de improviso?¿Cómo conseguiremos desbaratar el orden de las cosas para encender las flores de la noche?¿Quién nos devolverá la deliciosa locura del tiempo del amor? (…) ¿Dónde hemos errado, dónde exactamente?

lunes, 23 de mayo de 2022

Un pequeño mundo y Morbius

 

El ser humano desde la, irónicamente, llamada tierna infancia tiende a disfrutar infligiendo daño a sus congéneres u otras criaturas, o cuando menos encontrando un motivo para hacer irrisión de alguien, por aquello que consideren una carencia o perciban como rareza o anomalía (sentirse parte de un grupo también imprime la sensación de poder que se puede desplegar con quienes no dispongan de los atributos aceptados como constitutivos de la normalidad, o la posición privilegiada, que en determinadas circunstancias coinciden). En parte, refleja una inconsciencia seminal, o falta de consciencia, desde la infancia, de que los otros seres vivos sufren. Pero también la inconsciencia puede fundirse con la indiferencia y con la satisfacción intencional. Esas acciones crueles, sea en la infancia, la adolescencia o la vida adulta, son normalizadas, e incluso, en ocasiones, ritualizadas en ciertos escenarios sociales, y no son contempladas como reflejos de nuestra inherente naturaleza retorcida ni siquiera como un estado de enajenación o trastorno (mediante una compartimentación o categorización conveniente de lo que se califica como normal o anormal). No nacemos con la cualidad de la empatía, ya que su consecución supone esfuerzo, es consustancial al proceso de maduración, como desarrollo y afinamiento de la inteligencia emocional (que no ha dispuesto de la misma atención que la educación de la funcionalidad productiva o eficiente). No nacemos con la inteligencia emocional, ni siquiera como órgano intuitivo. La empatía es tanto desarrollo intuitivo como reflexivo. El impulso es flexión, y ese domina muchos actos y muchas reacciones. La reflexión implica (esfuerzo de) consciencia de la circunstancia y perspectiva de los otros (ponerse en su piel). En The innocents (De uskyldige, 2021), del danés Eskil Vogt, los niños disfrutan haciendo daño a los animales. La niña protagonista, Ida, pisa una lombriz, introduce un palo en un hormiguero o, con un amigo, lanza un gato al vacío. Los otros animales no son seres que sienten, son seres que se mueven, y que hay que detener (como un gato quiere detener todo lo que se mueve, incluso un flujo de agua) o que resulta más divertido o placentero dañar porque son más desvalidos o vulnerables (resulta muy útil descargar sobre otros más indefensos las frustraciones o resquemores propios, a veces por imposiciones, humillaciones o desatenciones de otros). Resulta placentero el hecho de someterles, como de infligirles daño (con los animales que son más poderosos en el cuerpo a cuerpo el ser humano ya ha ideado modos de neutralizarles, someterles o eliminarles desde la distancia, convirtiéndose así en la bestia más poderosa del planeta). El ejercicio de la crueldad o la violencia sobre otras especies satisface la pulsión de control o dominio. Pisas una lombriz porque puedes, tiras un gato al vacío porque puedes. Por lo tanto, el ser humano, aunque sea niño, realiza daño porque se siente poderoso. Disfruta del dominio.

Cuando comienza el proceso de socialización, en los colegios, se hace patente esa inclinación también con los otros congéneres. En este caso, el sometimiento puede ser tanto individual como grupal. Pronto, los niños, unos más que otros, toman consciencia de que necesitan aliados para someter a otros, en minoría numérica, o más desvalidos o menos agresivos (o menos necesitados de imponerse o menos capaces de ello). Y para estos la realidad se convierte en un cerco constante que puede ser desesperante. La producción belga Un pequeño mundo (2021), opera prima de Laura Wandel, opta por un estilo cinematográfico que remarque esa condición de cerco, de vida sitiada y azuzada, mediante una sucesión de planos cortos, como también era el caso de El acontecimiento, de Audrey Diwan, sin transiciones ni respiros de encuadres más amplios. La cámara no se separa de la perspectiva de la niña de siete años, Nora (Maya Vanderbeque), testigo de cómo su hermano mayor Abel es golpeado y humillado por un grupo de chicos. El recreo no hace honor a su nombre ya que se torna diaria tortura. Ambos son recién llegados en ese entorno, y suele ser tendencia de ciertos humanos hacer chanza, poner a prueba o sencillamente amargar la vida de los que se califican como extraños. En vez de ser amables, y facilitar la integración, prefieren disfrutar con el sometimiento y el ejercicio de la tortura. Sienten la vulnerabilidad de quienes se desenvuelven con inseguridad en un territorio que desconocen por lo que para la bestia depredadora que hay en nosotros se convierte en víctima propiciatoria, por sentirse menos protegida, más indefensa.


En Un pequeño mundo, que en el original es a secas Un mundo, porque su mundo es esa particular parcela de realidad, la cual es padecimiento, la cámara, como los contornos de una prisión, escoge la perspectiva impotente, perpleja, de la hermana, quien, a su vez, también vive su personal proceso de integración y adaptación, aunque no sea, en primera instancia, tan desazonador. En esas circunstancias, el espécimen recién llegado, aún no integrado, que sufre ese asedio violento suele tender a no compartir (sobre todo, a una figura de autoridad) su padecimiento, como si considerara que es una inexorable prueba de acceso a la aceptación. Prefiere superar esa vejación sin recurrir a intervenciones externas de figuras que, en teoría, disponen de más fuerza o poder que aquellos que le someten y torturan. Como si, por añadidura, fuera un desdoro. El padecimiento es una prueba de fortaleza. Pero también, por otro lado, porque Abel sabe que serviría de acicate para que le inflijan daño con más saña. La soberbia es parte consustancial de muchos seres humanos. La reprimenda, propiciada por la confesión de la hija al padre, no servirá para que los niños torturadores cesen en la práctica de sus crueles humillaciones sino para que las ejecuten con más virulencia. La infección, por así decirlo, se extenderá a la hermana, ya que por ser hermana de quien ha sido estigmatizado, será ninguneada por las que consideraba que eran sus amigas. Se convierte también en apestada, ser de baja categoría. El cerco se extiende a ella. Y es tan efectivo que afecta a la propia relación de los hermanos. Ella, que había intentado ayudarle, ahora le niega, porque su condición de hermana imposibilita su integración o aceptación en el entorno social. Y él, a su vez, se convierte en torturador de otro. Simplemente, se invierte la situación. Como en muchos otros casos, en diferentes contextos y épocas, ya que es constante en la interrelación humana, o constitución como seres sociales, quien sufre como víctima unas circunstancias de padecimiento o abuso se convertirá, en un futuro, en figura que ejerce su abuso, porque, como expresa Abel, mejor ser quien hace daño que quien lo sufre. Una ecuación elemental que destierra cualquier otra opción, como si solo fuera posible una posición u otra, o me aprovecho de los demás o se aprovechan de mí, o hago daño o me lo hacen a mí.

Resulta interesante comprobar como esa reflexión también está presente en una obra tan diferente tanto como producción, por su mucho más elevado presupuesto, como por su estilo, más convencional (aunque también con un fluido dominio narrativo y una remarcable cualidad sintética) o su planteamiento, ya que no es el realismo desabrido de Un pequeño mundo sino la fantasía de unas situaciones fuera de lo corriente, puramente imaginarias, como es el caso de la minusvalorada Morbius, de Daniel Espinosa. Su enfoque es, por tanto, el abstracto planteamiento de la alegoría. En las secuencias iniciales se nos presenta a dos niños Michael y Lucien quienes, por la enfermedad que padecen, la cual impide que su cuerpo produzca la necesaria sangre, se ven a abocados tanto a una vida más frágil y vulnerable, cuerpos que necesitan de muletas y más bien raquíticos, como por otro expuestos a ser objeto de irrisión por otros niños que encuentran, una vez más, en su vulnerabilidad, y rareza, una oportunidad para infligir daño, porque se sienten más poderosos. La reacción de ambos, cuando sean adultos, será disímil. Michael (Jared Leto) dedica su vida a la investigación médica para encontrar esa solución que erradique esa enfermedad. Cree encontrarla en los murciélagos. Pero la solución que le convierte en un cuerpo vigoroso y lozano dispone de un aciaga o siniestra contrariedad, ya que se convierte en necesaria la ingesta de sangre cada cuatro o seis horas. Y tendrá que buscar un modo de conseguirla que no implique el asesinato de otro ser humano. A diferencia de él, su amigo Lucien (Matt Smith) carece de escrúpulos por lo que no duda en matar a quien sea para nutrirse con su sangre. No importa el medio para conseguir el fin, mientras que Michael busca una solución que, para evitar ser frágil y vulnerable, no le convierta en un ser dañino.

Como en la reciente Doctor Strange en el multiverso de la locura, un personaje se enfrenta a la siniestra sombra de su necesidad de control y del desbocamiento de las emociones. La solución que encuentra Michael implica el peaje de la destrucción indiscriminada que, como en el caso del Doctor Strange, refleja también a nuestro sistema social (y su compulsión de control o de que la realidad se amolde a los propios deseos y las propias necesidades) y que, como doppelganger, encarna su amigo Lucien, el desbocamiento de las emociones que tornan su amargura y frustración en indiferente resarcimiento, no exento de satisfacción, pues complace la sensación de dominio. Como Abel, en Un pequeño mundo, Lucien opta por la posición de quien hace daño en vez de la de quien sufría daño por una enfermedad que le convertía un un cuerpo en proceso de rápido deterioro, y por tanto inexorable prematura muerte. Abel se justifica en la concepción de una circunstancia que cree ineluctable, por lo tanto su opción es la única que puede reportar supervivencia en un contexto hostil. Lucien representa la actitud que opta por la vía más fácil y cómoda, aunque implique corrupción o el ejercicio del daño a otros, para no ser la víctima o sufrir la amargura de la precariedad. La pulsión de poder o dominio no deja de ser un infeccioso virus. Nuestra bestia desbocada, indiferente por falta de consciencia y escrúpulos, como también representaba el alienígena de la también estimable obra previa de Espinosa, Life (2017), implacable variación metafórica del ácido alienígena de Alien (1979), de Ridley Scott, ya en su momento corrosiva metáfora del capitalismo corporativo. En el último plano de Un pequeño mundo, Nora intenta evitar que Abel prosiga con su tortura a otro chico mediante la asfixia con una bolsa de plástico (metáfora por otra parte de la asfixia vital que él sufre y que intenta contrarrestar asfixiando a otro). Se agarra a él, con un abrazo que intenta ser liberación del cautiverio de convertirse en otra resentida bestia dañina. En la secuencia final de Morbius, Michael mata a Lucien porque es el único modo de evitar que siga matando indiscriminadamente para gozar sin apuros ni incertidumbres (como Michael para conseguir suministro de sangre) de su vigorosa condición física, o lo que es lo mismo, de hacer lo que sea, incluso, matar, porque puede.

viernes, 20 de mayo de 2022

Historia de la ultraizquierda (Errata naturae), de Christophe Bourseiller

 

Historia de la ultraizquierda (Errata naturae), del escritor francés Christophe Bourseiller (1957), es el relato desorganizado de un conjunto de coaliciones minúsculas, de movimientos provisionales y de polvo de estrellas (…) ultraizquierda, provocadores, alborotadores, autónomos, zadistas, situacionistas, consejistas, marxistas libertarios... Bourseiller lo compara con un relato de Jorge Luis Borges, un repaso detallado y minucioso, desde el siglo XIX hasta nuestros días, que parece una ficción, sobre una forma de vanguardia en los confines de la política y el arte (…) viveros de ideas nuevas que ponían, y aún ponen, en cuestión, sin complacencia, unas ficciones, las estructuras de unos sistemas socio políticos, incluso las que se supone representaban la revolución o transformación. Para definir su enfoque utiliza la expresión aguijón. Como el de quienes, en los años veinte o treinta, calificaban a la Unión Soviética como capitalismo de Estado, en donde la dictadura del proletariado había sido sustituida por la dictadura del partido, que actuaba de modo inclemente (o más bien fulminante con los opositores). En los años veinte destaca particularmente al unionista alemán Otto Ruhle, relacionado con la vertiente menos pactante del KAPD (partido comunista obrero de alemana), quien señalaba la condición fundamental de los comites de base, los cuales prefiguran los consejos obreros. Un sistema dialéctico donde no hay cúpulas o jerárquias. Al respecto, fue fundamental la figura del holandés Anton Panneloek, quien publicó en 1946, Los consejos obreros. Consideraba que la lucha contra el nacional socialismo era la lucha contra el gran capital alemán. Más allá de enarbolamientos ideológicos, uniformes o cartillas normativas, la sustancia siniestra seguía siendo el capital. A pesar de sus aparentes diferencias, fascismo y democracia se perciben como productos del mismo sistema capitalista, puesto que las relaciones entre clases y de explotación son las mismas en ambos casos. Estos grupos, o estas mentes, periféricas en el sistema, desnudaban una ficción sustentada sobre falsas oposiciones, o aparentes diferencias de sistemas, fuera la unión soviética, el nacional socialismo alemán, una monarquía o la democracia estadounidense, representante sin disimulos del capitalismo. No se es menos pobre en un país libre que bajo un yugo policial (…) ¿Las relaciones de fuerza vinculadas a la existencia de clases quedan así disimuladas bajo las apariencias que varían según el país y las necesidades locales o circunstanciales? Pannekoek, de modo específico, apuntaba que las variaciones externas, que afectan al modo de vida, el manifiesto desarrollo de la técnica o la mecanización que se produce desde mediados del siglo XX, no disimula la vertiente (o el virus) fundamental del sistema capitalista, la ley del beneficio.

A finales de los cincuenta comienza a disponer de relevancia la Internacional situacionista, que se centraba primordialmente en el ámbito cultural, aunque como señalaba la figura principal, Guy Debord, su política es una crítica rigurosa de lo que denominaba <<la sociedad del espectáculo>>, una característica fundamental del sistema capitalista, por la que el estudiante, como consumidor ostentoso cultural, es un producto de la sociedad moderna, en el mismo nivel que Godard y la coca cola. Según Debord el espectáculo, como modo de dominación del capitalismo, que de este modo no es necesario que recurra a la tiranía manifiesta, es un mecanismo de interferencia que oculta la realidad de las relaciones entre clases. Esto es, la sociedad real vive a través de un filtro irreal. El monoteísmo judeo cristiano se ha visto sustituido por un politeísmo de las mercancías culturales. La influencia de la Internacional situacionista fue fundamental en los movimientos del mayo del 68, al fin y al cabo rebelión contra la sociedad de consumo y crítica de la vida cotidiana (o de las ficciones que se asumían como realidad), pero sus enfoques, más radicales, no encajaron, o no fueron los que se acogieron como inspiración. Dos décadas después, cuando en 1988 publicó Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, su perspectiva estaba ya teñida de desesperanza. Su planteamiento crítico era más amplio al no circunscribirse a la sociedad capitalista. Destacaba cinco primordiales características en nuestra sociedad: “la innovación tecnológica incesante, la fusión de la economía y el estado, el secreto generalizado, la falsedad sin respuesta, un presente perpetuo”. Era fundamental la noción del secreto, como constatación de la sutil dictadura corporativa que sufrimos (sin que pensemos que vivamos en una dictadura): Detrás del escenario en el que se debaten los títeres, los verdaderos amos, a los que jamás ha votado nadie, mueven los hilos del mundo. Ya señalaba cómo nos hemos convertido en espejos o reflejos que pensamos que no lo somos, característica, o condición, que se ha acentuado con el apuntalamiento de la red virtual en nuestra vida. Somos cada vez más ficciones protésicas, fotocopias, teledirigidas como autómatas, aunque con la convicción de que dirigimos nuestras vidas. La tiranía es más efectiva cuando no aparenta que lo es.


En 1994 Debord creó la asociación Regenerar la naturaleza, con la que se intentaba “poner fin a la dependencia frente al sistema de protesis que se le ha endilgado a la sociedad-comunidad”. Los frentes prosiguen, y las rebeliones, aunque siga primando en el ser humano la preservación de su particular parcela, o célula básica, sobre todo cuando hay dependencia familiar (la principal justificación para no participar en sublevaciones o cuestionamientos que puedan poner en peligro la estabilidad laboral y por lo tanto la subsistencia familiar: una eficaz estrategia que ha funcionado brillantemente como controlador social). Así como se ha cultivado la atomización, la generación de conflictos en parcelas específicas, como maniobra de distracción. También se advierte una sensación de aislamiento, la obstaculización para conseguir la congregación de la sublevación que logre el cortocircuito o neutralización de un sistema maquinal inclemente. Después de 1980 la situación cambia. El movimiento autónomo se atomiza y dispersa: okupas, radios libres, movimientos de parados, motines en las cárceles... Un montón de frentes parcelarios que señala el advenimiento de las revoluciones moleculares. Pero aún perviven varios frentes de lucha: los movimientos antifascistas radicales, los grupo no border que acuden a la ayuda de los migrantes, las ZAS, los distintos frentes ecologistas, las luchas sociales... Aún hay quienes intentan utilizar el aguijón para despertar a quienes duermen en la pragmática y la conveniencia y para intentar crear algún rasguño, por pequeño que sea, en el enajenador y dictatorial sistema que nos ha convertido en dóciles agentes económicos y funcionarios vitales.

miércoles, 18 de mayo de 2022

Top Gun: Maverick y El arma del engaño

 

Top Gun (1986), de Tony Scott, como su continuación, Top Gun: Maverick (2022), de Joseph Kosinski, son más interesantes como fenómenos que como películas en sí. La obra de Scott, o la producción de Jerry Bruckheimer y John Simpson, fue un gran éxito que caló en el imaginario colectivo, y se convirtió en película fetiche, compuesta por pedazos de fetiches: fotogenia actoral, vestuario, erótica anatómica conjugada con la erótica de la mecánica, enmarcada en la fotogenia de unas imágenes asépticamente coloridas (con el naranja solar como emblema) de cariz publicitario, como si los planos o las secuencias fueran una sucesión de spots ( y las interpretaciones, en particular de los jóvenes, una pasarela de poses). Bruckheimer-Simpson, Cruise y Scott, dado el impacto y el éxito, repitieron la jugada en Días de trueno (1990), en donde simplemente sustituyeron aviones por coches de carreras ( y los rostros secundarios que acompañaban a Cruise): la velocidad, el dominio (y superación de los límites) se convertían de nuevo en fundamentales componentes: emblema de la virilidad más básica y primitiva y de una actitud empresarial y económica, del capitalismo corporativo, que basa su sistema en competitividad y eficiencia (y la embriaguez del éxito: la ley del beneficio o la aspiración a alcanzar la primera posición, la posición privilegiada en la jerárquica pirámide social), que se afianzó en esa década. A nivel particular, en términos cinematográficos, apuntaría que Scott parecía competir consigo mismo para realizar el mayor despropósito posible, y resulta difícil, en esa década, decidir cuál lo era más entre las dos citadas, El ansia (1983), Superdetective en Hollywood II (1987) o Revenge (1990). Aunque, sorprendentemente, haya quien use la palabra obra maestra con respecto a obras de Tony Scott, al menos sería capaz de realizar, posteriormente, alguna película aceptable, caso de Enemigo público (1998), El fuego de la venganza (2004) o Deja vu (2005). Tampoco es de extrañar que gustara a Quentin Tarantino, autor del guion de Amor a quemarropa (1993), otra de sus efectistas obras supurantes de planos con teleobjetivos y fragmentación de planos (o añicos), epítome del montaje de videoclip, o espasmódico montaje MTV, puesto en boga entre los ochenta y los noventa. Como se puede deducir, la indigesta Top Gun no caló en mi personal imaginario emocional, como sí en esa década obras que, en cambio no calaron para nada en el imaginario colectivo, como Voces distantes (1988), de Terence Davies y Sacrificio (1986), de Andrei Tarkovski, En la ciudad blanca (1983) y Una llama en mi corazón (1987), ambas de Alain Tanner, o Terciopelo azul (1986), de David Lynch.

En Top Gun: Maverick, obra de Kosinski, o producción de Bruckheimer y Cruise no faltan planos fotogénicos, como algún que otro plano anaranjado (con cuerpos con espléndidos abdominales), sigue primando la fetichización de cuerpo máquina y de la máquina en sí o de su conjugación (con avión, moto o un porche), o de imágenes icónicas, como el mismo Cruise, su chaquetilla y su moto (es una obra de repertorio), y abundancia de rostros y figuras fotogénicas (con cincuentones, como Cruise o Jennifer Connelly, delgados o fibrosos, con apariencia de veinteañeros con algunas arrugas; por lo que ya no tendría cabida alguien como Kelly McGillis: más allá de su retiro del cine, ha engordado considerablemente, y, como ella reconoce, parece la edad que tiene; hubiera sido una interesante interferencia en una película definida por su carácter prefabricado y protésico). Aún así, Top Gun: Maverick resulta más interesante y efectiva (aunque tampoco era muy difícil) que la obra de Scott. Y, aunque no esté a su altura, coherente con el hecho de que la mayor parte de las últimas producciones de Cruise se han distinguido por su calidad, en especial las tres excelentes últimas producciones de Misión imposible, pero también Jack Reacher (2012), de Christopher McQuarrie, Al filo del mañana (2014) y Barry Seal. El traficante (2017), ambas de Doug Liman. La excepción sería La momia (2017), de Alex Kurtzman, con diferencia la más floja. Top gun Maverick se podría equiparar, en resultado, a la aceptable Jack Reacher: Nunca vuelvas atrás (2016), de Edward Zwick, con incrustaciones visuales reminiscentes de Top Gun, con respecto a la cual Top Gun: Maverick dispone de algo más de sustancia dramática, aun liviana, con un cierto conflicto, la tirantez existente entre Maverick (Tom Cruise) y Rooster (Miles Teller), el hijo de quien fuera su mejor amigo, Goose (Anthony Andrews), no porque le responsabilice de la muerte de su padre sino porque piensa que ha interferido en su progresión como piloto. Así como resulta interesante la caracterización de Maverick como alguien que ha quedado en la periferia del sistema militar, sin aspiraciones de ascensos, y más interesado en superar los límites de resistencia o de superación de límites de los aviones. Como su Ethan Hunt, un personaje entremedias, institucional y outsider en un mismo cuerpo. Aunque sea requerido como instructor de unos jóvenes pilotos que deberán realizar una peligrosa misión, un bombardeo en una localización muy vigilada, de muy difícil acceso en territorio escarpado y sinuoso, que recuerda al que debían realizar en Escuadrón 633 (1964), de Walter Grauman, Maverick representa la actitud opuesta a quien encarna al mismo sistema, el hombre de mente cuadriculada que no tiende a los riesgos, sino a la cautela, el vice almirante Simpson (Jon Hamm). Maverick consigue el puesto gracias, meramente, al apoyo de quien fuera en principio rival, en Top Gun, pero que se afianzaría como amigo, Iceman (Val Kilmer), quien sí ocupa un alto cargo militar y que, por añadidura, representa el deterioro del cuerpo y de la edad, por su enfermedad. Maverick, como ejemplifica el mismo Cruise, es el cuerpo que se resiste a sufrir el deterioro y quiere mantener la ilusión de juventud o potencia y pericia sobresaliente. Por eso, en sus últimas obras él mismo protagoniza situaciones extremas o peligrosas, en vez de recurrir al especialista correspondiente.

Esa compulsión por traspasar límites conecta con la condición de fenómeno de Top Gun: Maverick, más allá de su condición de fetiche nostálgico: La experiencia para el espectador, relacionada con la atracción de feria, de sentirse parte de la (extrema) experiencia sensorial, como el hecho de pilotar un avión de combate, y además en el territorio más adverso, como un estrecho desfiladero en el que hay que zigzaguear a la más alta velocidad, ya que se dispone de un tiempo limitado para cumplimentar un pasaje; es otro nivel perceptivo con respecto a los niveles de un video juego, con el que recuperar aquella primera sensación asombrada de los primeros espectadores de La llegada del tren a la ciudad (1895), de los Hermanos Lumiere, que sintieron, o temieron, que el tren de la pantalla pudiera atravesarla y arrollarles: responde a la necesidad básica de sentirse parte de la película (aún hay espectadores que sienten que lo que ocurre en la pantalla ocurre de verdad, como que los actores son los personajes). A ese respecto, las secuencias de vuelo son brillantes, narradas con un vibrante dinamismo, como la película en su generalidad, en particular las dos que se realizan en las secuencias finales (que ocupan la media hora final), aunque, eso sí, no haya rubor en recurrir, y por dos veces, a una convención como el salvamento en el último segundo. Esta no es una obra inmersiva, en su vertiente más compleja, o transfiguradora de nuestra percepción sensorial, que implica transfiguración de la concepción de la realidad, como puede ser el cine de Apichatpong Weerasethakul o David Lynch, o Ghost story, de David Lowery, Origen, de Christopher Nolan o 2046, de Wong Kar Wai. Es un sentido de la vivencia sensorial más básico, como Top Gun: Maverick es una obra de convenciones o formulas, una obra más de confección, de la que se puede halagar su factura, como una aplicación que ha sido ejecutada no solo correcta sino brillantemente. Y eso ya será suficiente para suscitar entusiasmos, como los ha generado en representantes de los medios que ya la han visto. Particularmente, a diferencia de la primera, sí me resultó amena, pero también una producción que se olvida rápidamente. Es obra de superficies, pura fotogenia, una sucesión de clichés al menos gestionados con eficacia narrativa. Una película no más que correcta, o discreta, como también las previas obras de Kosinski, Tron: legacy (2010), Oblivion (2013) o Héroes del infierno (2017). Si este es el epítome, por las muestras de entusiasmo, de lo que se aspira a experimentar en una sala de cine habrá que convenir en que las aspiraciones parecen muy limitadas. Y por ende, más allá de su disfrute recreativo, lo que esta película sustancialmente expresa, la sublimación de una ficción como modelo o inspiración icónica, lo condensó Walter Tevis, muy acertadamente, en Sinsonte, publicada en 1980 (la década en que se gestaría Top gun): Y allá iba él, por la carretera, a más de cien kilómetros por hora, aislado del exterior, aislado todo lo posible incluso de los sonidos que su propio vehículo emitía al recorrer la carretera despejada. El individualista americano, el espíritu libre. El hombre de la frontera. Con un rostro humano indistinguible del de un robot imbécil.

Imagen fotogénica, imagen reflexiva, pose y sombra, la erótica de la máquina y la anatomía de ficciones. Resulta también interesante contrastar Top gun Maverick con El arma del engaño (Operation Mincemeat, 2021), de John Madden, cineasta británico sobre el que, a diferencia de Tony Scott, sería extraño escuchar a alguien decir que su filmografía dispone de obras maestras, aunque disponga de algunas estimables como La deuda (2013) o Miss Sloane (2017). También acontece en ambiente militar, en este caso en periodo de guerra, en Inglaterra, cuando el servicio de contraespionaje británico, Twenty Comittee, urdió la operación Carne picada (Operación Mincemeat), la hábil estrategia capciosa (que hubiera quedado expuesta si se hubiera utilizado el primer nombre: Operación Caballo de Troya) que hiciera pensar a los alemanes que el desembarco de tropas estadounidenses, en junio de 1943, se iba a realizar en Grecia y no en Sicilia, y que fue decisiva, por su éxito, para el posterior desarrollo de la guerra. La escenificación ficticia dispone como protagonista de un cadáver arrojado en las aguas de la costa de Cádiz, como si fuera un correo militar que ha sufrido un ahogamiento, el cual porta unos falsos documentos con los que se intenta hacer pensar a los alemanes que se pretende realizar la invasión en Grecia, y con el añadido de falsas cartas de amor para dotarle de unos rasgos de personalidad, de una historia personal, que propicien que resulte convincente como persona real en vez de personaje ficticio con cuerpo de indigente. El arma del engaño es una obra también construida con los moldes del relato ortodoxo, como Top Gun: Maverick, aunque quizá con una apariencia que a un público joven no resulte igual de atractiva (Ben Miller, en The Film experience, la equipara a la película tipo que le gustaría a su abuelo), de la misma manera que los actores que protagonizan la historia sentimental, también talluditos, entre los cuarenta y cincuenta, aun atractivos como son Colin Firth y Kelly McDonald, no remarcan su condición de jóvenes (aun con arrugas), como en Top Gun: Maverick. El mismo diseño visual también diferencia ambas producciones. El arma del engaño es una obra de (hermoso) cariz pictórico, con un elaborado trabajo cromático y lumínico, en consonancia con la circunstancia dramática. El diseño visual de Top Gun Maverick, aunque afortunadamente mitigado con respecto a la obra de Scott, sigue siendo fundamentalmente fotogénico. Lo importante es la imagen en sí, como la fotogenia de los actores. Remite a sí misma, como la imagen publicitaria. Es irrelevante, dramáticamente, el trabajo cromático o lumínico, y en algunas secuencias parecen meramente postales con figuras fotogénicas, aunque no sea tan estentóreamente patente como en Top Gun (que parecía enteramente una postal de un crepúsculo solar, incluidos los mismos actores). Aún así, sigue siendo un diseño visual más bien aséptico.

Aunque tanto El arma del engaño como Top Gun: Maverick compartan una convención, la figura del militar que se opone a los protagonistas y que se caracteriza por siempre portar un semblante de expresión grave y severa (que hace pensar que una sonrisa le podría crear alguna grave lesión muscular), en un caso Simpson y, en El arma del engaño, Godfrey (Jason Isaacs), ambas se diferencian por la penetración o densidad su enfoque dramático. En Top gun Maverick no se buscan demasiado las aristas en los conflictos, o estos no adquieren particular entidad, sin traspasar la condición de convenciones conductoras y funcionales (en un marco fotogénico con figuras fotogénicas), por lo que parecen más un componente adicional del espectáculo de los vuelos. Todo resulta muy liviano. En cambio, en El arma del engaño, más allá de que ya esté presente en la novela que se adapta, escrita por Ben McIntyre, destaca la delicadeza y sutileza con que está planteada, y articulada expresivamente, la atracción que se gesta entre Montagu (Colin Firth), uno de los dos creadores de la artimaña para engañar a los alemanes, y Jean Leslie (Kelly McDonald), una de cuyas fotos se usa como imagen de la novia del cadáver. En su relación se enmaraña la ficción que urden con la emoción que surge real, aunque en ambos también sea influyente el matrimonio infeliz de uno y la condición de viuda de la otra, esto es, la falta o carencia, el hueco en la vida, como una sombra. Esa espesura de emociones diversas (en qué medida pueden ser generadas por sugestión o proyección o se fundamentan en la conexión), encuentra su correspondencia en el citado elaborado diseño visual (que evoca las pinturas de Rembrandt o Caravaggio). La imagen refleja el conflicto emocional, y es, a la vez, un comentario sobre su naturaleza (dinámica o maraña). Los sentimientos pueden ser una espesura de sombras, y contraluces. Además, para enmarañar más la circunstancia, añádase la interferencia del otro urdidor de la artimaña, Cholmondeley (Matthew McFayden), enamorado de Leslie, y requerido por Godfrey para espiar a Montague, debido a que hay sospechas de que el hermano de Montague, Ivor (Mark Gatiss), pueda ser un espía ruso (de nuevo, en qué medida condiciona el primer aspecto al segundo). Si en Top Gun: Maverick destacan las secuencias de vuelo sobre las interpersonales, en El arte del engaño la compleja relevancia de los conflictos personales no afecta a la atención de la trama, o la incertidumbre sobre si funcionará la urdimbre, es decir, si los documentos llegarán a quien tienen que llegar. Las diferentes tensiones se conjugan armónicamente. Trazos ortodoxos en la construcción del relato en ambas producciones, pero en un caso prevalece la convención y la fotogenia, aunque como brillante aplicación, y en la otra la sutileza y la emoción compleja y reflexiva: a la par que se relata cómo se gesta y se urde, y cómo se materializa, expuesta a los imprevistos, una ficción, la narración interroga sobre cómo las secuencias emocionales pueden gestarse en el difuso territorio que conjuga, y  confunde, lo auténtico con lo ficticio.

lunes, 16 de mayo de 2022

Había un padre

 

Con pocas obras, como con la sublime Había un padre (Chichi ariki, 1942), de Yasujiro Ozu, he sentido que el tiempo se escancia, y que se ha condensado el paso de una vida, como si fuera un soplo, un tránsito fugaz. Hay una secuencia central en la que en pocos planos se condensa la elipsis del paso de doce años, o se hace sentir esos años dedicados a una labor, en una fábrica textil, por parte del protagonista, Shuhei (Chishu Ryu). Una vida oculta, suspendida, e intercambiable, como esos planos de fachadas de edificios, con diversos ventanucos (que se repetirán en varios momentos con esa musicalidad serial característica de Ozu). Como ese equipaje tapado, último plano de la película, tras su muerte, en el tren. Cuántas cosas no quedan así en la vida, sin destapar, sin descubrir, sin realizar. Y cuántas permanecen en el insondable misterio, sin que logremos aprehenderlo, como el agua que se nos fuga entre los dedos de la mano. Aún así, queda la sensación del agua, el momento, ese aliento de plenitud breve.


Padre e hijo van pescar cuando este es niño, y años después, ya adulto. Sus movimientos con la caña de pescar se acompasan, hay simetría, hay conexión, el tiempo pasa pero sigue siendo ayer para ambos. Un momento de cercanía en una vida tramada sobre distancias. Shuhei y Ryohei han vivido separados. Su ansia ha sido poder vivir juntos. ¿Por qué esa fisura?. A la vida no se puede pretender controlarla. Los cálculos se desbaratan, se quiebran, cuando menos lo esperes. Buscas esa ecuación que se resuelva, pero quizá no exista. O quizás sí, pero hay que lograr advertirla. Shuhei era profesor de matemáticas. Un alumno falleció, ahogado, en un accidente, en una excursión del colegio. Hecho que quebró a Shuhei. ¿Cómo puede responsabilizarse de la vida de los hijos de otros?. Retornó a su ciudad natal, pero la búsqueda de la estabilidad material le lleva a Tokio, e implica la separación de su hijo. En repetidas ocasiones manifiesta que tenemos que dar lo mejor de nosotros mismos. Shuhei entrega su vida al trabajo, a suministrar estabilidad material para su hijo, pero viven en la distancia (¿Hay miedo en ese poner distancia con su propio hijo aunque se responsabilice de su vida desde la distancia?). Y la vida pasa, se va, se pierde, como una filtración inadvertida, y sólo has podido vivir unos breves instantes de plenitud con tu hijo (el ritmo acompasado de las cañas de pescar) mientras vivías la vida para el futuro, para otros, o porque era la función que debías cumplir.

Cuántas veces han surcado los trenes los planos del cine de Ozu. Unos niños, estudiantes, en primer término del encuadre, contemplan cómo, al fondo del encuadre, cruza un tren. Uno de los niños evoca su hogar, cómo el tren es el que le lleva a su hogar (y pedirá permiso para retornar). Ese hogar al que viajan en tren padre e hijo, cuando se dirigen a la ciudad natal del primero, tras que haya dejado de ser profesor. Un hogar que será provisional. Un proyecto de hogar compartido que no podrá realizarse, porque la muerte, la pérdida, quebrará todo cálculo, todo proyecto y anhelo. Un tren, al final, es en el que vuelve el hijo, con su esposa, aquella que su padre le ha encontrado, que le aconsejó como esposa, hacia su propio hogar. Un nuevo ciclo, otro ciclo, con el equipaje invisible, oculto, de los recuerdos, de lo que fue, de lo que no pudo ser, de lo que siempre se añorará.

viernes, 13 de mayo de 2022

Sinsonte (Impedimenta), de Walter Tevis

 

<<Solo el sinsonte canta en la linde del bosque>>. No era precisa la traducción de la novela de Harper Lee, Matar a un ruiseñor, y de la también excelente homónima adaptación cinematográfica dirigida por Robert Mulligan, en 1962, porque el ruiseñor es un ave europea. El termino inglés, mockingbird, hace referencia al sinsonte, pero también se puede traducir como pájaro de pega. Se le dio tal nombre por su canto imitativo. Imita el canto de otras aves. En Sinsonte (Impedimenta), de Walter Tevis (autor de novelas adaptadas al cine o la televisión, como El buscavidas, El color del dinero, El hombre que cayó a la Tierra o Gambito de dama), que transcurre en un futuro lejano, en el siglo XXV, a Spofforth, una máquina nueve, o la más sofisticada de los que controlan ya la Tierra, le gustaría saber, antes de que muera, cómo es ser la persona que he intentado ser toda mi vida. Quisiera sentir cómo debía ser el humano creador que fue su inspiración. Se siente un ser de pega, aunque también se podría calificar a los humanos de un modo parecido, aún más, por su general carencia de inquietudes y aspiraciones. Los humanos, en general, han perdido la capacidad de sentir, como de recordar. Son seres a la deriva que no hacen nada, aturdidos, narcotizados, entre pantallas y otros suministros recreativos entumecedores. Son seres de presente, pero no están presentes. Silenciosos grupos de jóvenes de mirada vacía y de movimientos lento que se desplazaban de forma pacífica de una clase a otra, ni hacia los que se sentaban a solas en las salas de Intimidad para fumar porros y ver patrones abstractos que abarcaban una pared y para escuchar una música sin sentido e hipnótica. Han perdido la capacidad de emocionarse, seres neutralizados, seres de hábitos, aún más maquinales que las máquinas. Por eso, la realidad es como una parodia, con seres de pega que ya viven un mero sinsentido.

Hay excepciones, como Paul y Mary Lou. Paul, accidentalmente, ha aprendido a leer, porque ya la humanidad ni escribe ni lee. Por eso, Spofforth, como decano de la Universidad de Nueva York, requiere sus servicios para leer los intertítulos de las películas mudas. Un ejercicio que se convertirá en una especie de educación sentimental, como retrotraerse al <<en el principio>> (al respecto también es significativa la alusión a los poemas de T.S Eliot), ya que leer es algo muy íntimo. Te acerca demasiado a las emociones y a las ideas de los demás. Te altera y te confunde. Suscita interrogantes, es subversivo, motivo por el que se ha extraído esa capacidad a los seres humanos, quienes meramente se distraen, en un estado de enajenación permanente. Ni procrean ni crean, ya meramente seres condicionados desde la infancia, programados para ser nada. En Matar a un ruiseñor, el ave representaba esa belleza que es dañada por la tendencia a la destrucción del ser humano. En este, caso el sinsonte, te hace sentir algo y no sabes lo que es. Aunque se parece a la tristeza, esa tristeza asociada a lo que falta, tanto con respecto a lo que podría ser pero no puede ser como a lo desperdiciado, a lo que podría haber sido pero no fue.

Las inquietudes de la máquina, de Spofforth, por ser lo que no puede ser, porque inevitablemente no puede sentir como un humano, le sume en una desesperación que no puede ser resuelta por su voluntad, porque está programado para no autodestruirse. Quisiera morir porque no puede amar, como a esa mujer de rojo que vio deteriorarse y morir, mientras él permanece siempre igual, inmutable. La chica del abrigo rojo envejeció, engordó, mantuvo relaciones sexuales con diez docenas de hombres, tuvo hijos, bebió cerveza, vivió una vida trivial y sin objetivos y perdió su belleza. Y al cabo murió, fue enterrada y olvidada. Y Spofforth continuó viviendo, joven, completamente sano, bello, recordándola con diecisiete años. Por su parte, Paul y Mary Lou encontrarán una conexión que, pese a que las circunstancias sean pasajeramente adversas, se esforzarán en lograr afianzar, aunque pase el tiempo o les separen cientos de kilómetros. Afianzarán su condición de cuerpos, de seres que se comunican con el tacto, de presencias y sentidos y sensaciones. Quería oír el murmullo de sus voces y el de la mía entrelazándose con las demás al anochecer. Quería sentir la presencia palpable de mi cuerpo en aquella habitación. Los seres humanos dejaron de ser porque cada vez más su modo de vida se acercaba a lo programático y maquinal, de lo que eran emblemas los coches, instrumentos que hacen su vida más cómoda, como luego la multiplicación y afianzamiento de las diversas pantallas que facilitan distracción y rápido acceso. Y allá iba él, por la carretera, a más de cien kilómetros por hora, aislado del exterior, aislado todo lo posible incluso de los sonidos que su propio vehículo emitía al recorrer la carretera despejada. El individualista americano, el espíritu libre. El hombre de la frontera. Con un rostro humano indistinguible del de un robot imbécil. Y en su casa o en su hotel tenía una televisión para seguir manteniendo el mundo a distancia. Y pastillas en el bolsillo. Y equipo de música. Y revistas con imágenes de comida y de sexo mejores y más brillantes que las de la vida misma (…) Y el coche allanó el terreno a dependencias mayores, más profundas, dependencias de la televisión y luego de los robots, hasta desembocar en un final definitivo y previsible: el perfeccionamiento de la química cerebral. La novela se publicó en 1980, pero parece que habla de nuestro presente, o anticipa en qué nos hemos convertido, un mundo a distancia.