jueves, 30 de diciembre de 2021

El contador de cartas

 

Un hombre y su estructura cotidiana, sus rutinas, sus acciones ritualizadas, su orden. Es lo que caracteriza, en la obra de Paul Schrader, a los protagonistas de American Gigoló (1980), Posibilidad de escape (1992), The walker (2007) o El reverendo (2015), prostituto, traficante de drogas, acompañante y sacerdote, respectivamente; cada uno de ellos cumple su papel, función y servicio. Guillermo Tell/Tillich (Oscar Isaac), en El Contador de cartas (The card counter, 2022), es un jugador de cartas. Su habilidad: saber contar las cartas para realizar la adecuada previsión sobre cuándo será oportuno apostar y cuándo no. La vida como contabilización y previsión. Sus acciones se sostienen sobre la ritualización de la repetición: la rutina como columna vertebral. No quiere hacerse notar por lo que sus apuestas nunca son excesivas, quiere mantenerse en el perfil bajo de la invisibilidad, una ordinaria figura más en el conjunto o sistema. No desentona ni destaca. Dispone también de sus manías, como cubrir todos los muebles con sábanas acordonadas. Un entorno mullido que transmita la sensación de inmunidad, protección y neutralización (olvido) de manchas (heridas, traumas, arrepentimientos). Como los protagonistas de Posibilidad de escape y El reverendo, entre sus rutinas o hábitos, la escritura de un diario. Sus pensamientos como oraciones, como gimnasia de una respiración emocional y mental. Equilibrio y consciencia de la propia circunstancia. Lleva tatuado en su espalda dos frases relacionadas con la Providencia y la Gracia. Es el presente de un equilibrista. El pasado es el basamento del futuro, y puede ejercer de brecha, recordatorio de mancha o herida no cerrada, que se torna propulsión de una disonancia.

En esa ritualización cotidiana irrumpe la disparidad. Una brecha. Una herida ajena, como en el caso de El reverendo, puede comenzar a visibilizar la propia brecha, como las dudas del activista medioambiental respecto al propósito de su lucha ejercen de reflejo que desnuda las dudas del sacerdote con respecto a su dedicación. O puede ser el pasado, un amor truncado, como es el caso de la reaparición de la ex pareja del traficante de drogas de Posibilidad de escape. El sacerdote fue militar, su hijo murió en la guerra por unas convicciones que creían certezas, motivo de su abandono de un uniforme por otro, pero ¿Qué sentido o fundamento tiene cualquier uniforme? En El contador de cartas, la brecha surge del pasado, a través de Cirk (Tye Sheridan), el hijo de otro soldado que, como William, más de una década atrás, infligió brutales torturas en la prisión de Abu Ghraib en Irak. Los recuerdos irrumpen en la mente como distorsiones, como la perspectiva de él entonces estaba distorsionada, manipulada por gente como el contratista John Gordo (Willem Dafoe), que ahora dirige una empresa de seguridad. ¿Qué seguridad? Como otros peones, Tillisch fue acusado de torturas, y pasó ocho años y medio en la cárcel, mientras que sus superiores, o los superiores de sus superiores, como él mismo señala, permanecieron impunes.

El cuerpo de ese chico irrumpe como una pantalla que rasga la frágil ilusión, como representan las sábanas que ocultan los muebles, que define su vida de rutinas y orden. En la introducción, su voz en off, señala que siempre pensó que no podría soportar una vida de confinamiento, pero para su sorpresa la sobrellevó de modo firme durante sus años de encarcelamiento. Y de alguna manera, ya libre, sigue llevando, de modo inconsciente, una vida de confinado, de prisionero que cree superado el pasado cuando simplemente lo mantiene clausurado con la losa de su presente ritualizado. Su orden ficticio, su contabilización de cartas, como el de las prendas meticulosamente distribuidas en los cajones de los protagonistas de American gigoló o The Walker, o las oraciones y liturgias del sacerdote de El reverendo. Tillisch, ahora Tell, por tanto William Tell, como el rebelde ballestero suizo, decide encontrar la redención con respecto a su pasado mediante el apoyo a Cirk. Pero no como éste quiere, con la venganza, con el uso de las mismas acciones que ellos realizaban entonces, la tortura que concluya con la muerte del responsable, Gordo, sino con el sacrificio. Se hará visible, durante un corto periodo de tiempo, como jugador de cartas, para ganar un importante torneo y de ese modo disponer del suficiente dinero que ayude al chico a pagar las cuantiosas deudas que tiene, y propiciar además la reconciliación con su madre, que le abandonó para huir de la violencia del padre, quien la focalizó, a partir de entonces, solo en el hijo (la virulenta cadena de influencia o contagio de desquiciamiento y violencia cuyo origen infeccioso es la actitud sin escrúpulos de gente que detenta el poder como Gordo). El chico es la pantalla que refleja las consecuencias de los actos pasados de los que William se arrepiente. Ayudarle adquiere la condición de posible materialización de la redención. En El reverendo, el sacerdote considera la opción de la autoinmolación, con una bomba adherida a su cuerpo, para hacerla explosionar durante una misa en la que están presentes empresarios que permiten que se propague el deterioro y la degradación del medio ambiente, actitud que nos ha llevado a la situación crónica que quizá sea irreparable (y que, en la narración, determina el suicidio del activista ecologista). En El contador de cartas, cuando escucha en la televisión que Cirk ha muerto al intentar atentar contra Gordo, decide hacer sufrir a éste lo que ha causado a tantos, pero no desde una posición ventajosa, sino como un duelo (que terminará cuando uno de los dos muera por el daño mutuamente infligido).

Hay catarsis emocional, éxtasis (the rapture, como la canción de Robert Levon Been que se escucha en varias ocasiones), pero no hay satisfacción convencional narrativa. No hay conclusión exitosa para su participación en el torneo de cartas, porque abandona la final para efectuar el citado duelo con quien ha quedado de nuevo impune, por lo que no vencerá al arrogante jugador que alardea constantemente de sus victorias ( y enarbola en su camiseta, aun siendo natural de otro país, la bandera de Estados Unidos; como la enarbolaban gente como Gordo para persuadir a los jóvenes soldados de que infligieran las aberrantes y crueles torturas). Ni tampoco se complacen las expectativas de visibilización de la confrontación final con el otro emblema de la suficiencia, Gordo, ya que es narrada en fuera de campo y de modo elíptico: mediante un solo movimiento de cámara de retroceso se condensa el paso del tiempo, o cómo la noche da paso al día, mientras se escuchan sus golpes y gritos, hasta que aparece un ensangrentado William Tell. Y como en Posibilidad de escape o El reverendo, la catarsis implica la reanudación de lo cotidiano con la liberación de la prisión interior y el acto de realización (iluminación) amorosa (como ejemplifica el bello pasaje en el escenario de luz por el que ambos se desplazan). Muda y transformación. La pareja de El reverendo literalmente levitaba así como se unía en un abrazo en el plano final. La conclusión de El contador de cartas, de nuevo bajo el influjo de Pickpocket (1957), de Robert Bresson, como Posibilidad de escape y American Gigolo, acontece en la prisión, en la que han sido ingresados los tres protagonistas; al otro lado las mujeres que aman, que ya se definen como el centro y horizonte de su vida. El plano final de El contador de cartas se dilata sobre los dedos unidos de las manos de William y la mujer que ama, La Linda (Tiffany Haddish), equiparación profana de la pintura de La Capilla Sixtina. Lo sagrado reside en el amor humano. Es la conclusión del camino de la transcendencia.

jueves, 23 de diciembre de 2021

The king's man

 

La secuencia climática de The King’s man: La primera misión (2021), de Matthew Vaughn, consiste en el (narrativamente, hablando) inevitable duelo entre el héroe, el duque de Oxford, Orlando (Ralph Fiennes) y su antagonista (cuya identidad se mantiene entre sombras hasta que él se revela diciendo literalmente sorpresa; aunque no me parezca que lo sea, más cuando Vaughn lo insinúa con la planificación y gestualidad en cierta secuencia). Ese principal villano, del que sólo se sabe que es un escocés resentido con el Imperio británico, lidera el grupo que pretende desestabilizar Europa con la conflagración de un conflicto bélico, que sería conocido como la I Guerra mundial. En cierto momento de ese largo enfrentamiento, el cineasta británico recurre a varios planos subjetivos a la altura de las espadas (no de ambos contendientes, quizá de nadie, quizá de las mismas espadas). En otro previo enfrentamiento violento, entre otro villano perteneciente a ese grupo, Rasputin (Rhys Ifans), y Orlando, su hijo, Conrad (Harris Dickson) y el asistente de Orlando, Shola (Djimon Hounsou), Rasputin ejecuta sus golpes acompasado a unos pasos de baile, como si su forma de combatir fuera una coreografía. La gracia se superpone sobre la amenaza. Son detalles que ejemplifican cómo el cineasta, en su tratamiento expresivo, prioriza la acrobacia y la filigrana, como si su enfoque lúdico se perdiera demasiado en lo accesorio, que ejerce de distracción, o fuera esto, por momentos, la atracción principal, por lo que, como consecuencia, determina la banalización del planteamiento dialéctico que representan los dos enfoques opuestos de padre e hijo, la actitud pacifista y la actitud que desea ser protagonista de la acción (aunque implique violencia). De nuevo, como ya quedaba patente en las dos primeras producciones de Kingsman, en particular la segunda, su enfoque se caracteriza por la contradicción, ya que los apuntes críticos o densos quedan diluidos en la predominancia de la aparatosidad espectacular en un brillante engranaje, cuyo diseño de producción y dinámico montaje se ejecutan de modo impecable, que en esta tercera producción chirría demasiado ya como planteamiento formulario.

Con respecto a su planteamiento de perspectivas en colisión, resulta sugerente, al menos de entrada, cómo tanto padre e hijo modifican su actitud durante el desarrollo dramático, pero esa estructura, o ese decurso, dispone de arenas movedizas. El padre, pacifista declarado, quiere evitar como sea la confrontación violenta, por lo que, en particular, quiere evitar que su hijo se vea envuelto en cualquier circunstancia violenta que pudiera propiciar su muerte. Ambos fueron testigos doce años atrás, en la secuencia introductoria, de la muerte de su, respectivamente, esposa y madre. Esa sobreprotección y su deseo de evitar el conflicto bélico le llevan a participar de modo activo, como variante de agente secreto, en una serie de circunstancias peligrosas en las que también se encontrará su hijo, como será el caso de la neutralización de Rasputín como aviesa influencia para el zar Nicolas. Es decir, es un hombre de acción reticente, una contradicción o paradoja, según se considere, lo que, como punto de partida, lo convierte en un personaje sugerente, con matizado relieve. Conrad, como prototípico adolescente, quiere ser protagonista de la película, quiere participar en la acción, porque para él pertenece al territorio fantástico de lo mítico. Aunque fuera testigo, cuando era niño, de la muerte de su madre, aún no es consciente de lo que significa participar en un campo de batalla, esto es, destrucción, mutilación, muerte. Por eso, pese a las maniobras de su padre, urdirá sus propias maniobras para poder intervenir en primera línea de combate, en las trincheras. Precisamente, la más notable secuencia de la narración es aquella en la que, juntos otros compañeros, pelea en la noche, entre ambas trincheras, con varios soldados alemanes. Para evitar que les disparen desde cualquiera de las trincheras tienen que hacerlo con armas que no sea de fuego. Será durante ese combate cuerpo a cuerpo cuando sea consciente del horror de la guerra y de su insuficiente y equivocada perspectiva sublimadora previa.

EL enfoque dialéctico parece una variación del que se plantea entre dos personajes femeninos en Malmkrog, de Cristi Puiu. Pero en The king’s men, el posicionamiento es diáfano. Orlando variará su perspectiva pacifista porque asume que parece ineluctable la acción violenta contra quienes solo entienden la violencia como instrumento. De hecho, con ellos, ni siquiera hay espacio para la compasión o el perdón. No hay ambivalencia ni matices. La proyección causal es tan elemental como la extirpación de un quiste sebáceo. La variación de enfoque estará determinada por el condicionamiento o daño personal, como respuesta contra quien piensa que representa la actitud beligerante. En el desarrollo dramático y narrativo, ya no hay contradicción entre planteamientos cuestionadores y tratamiento expresivo acrobático. Ya no hay colisión entre apuntes críticos sobre el uso de la violencia o la inconsciencia con la espectacularidad exorbitada. Aquello que se combate es una mera representación, por lo tanto, es consecuente la delectación con la pirotecnia de montaje o el diseño visual. O con los planos de espadas. Por eso, la vertiente humana, o la amenaza real de la pérdida y el padecimiento por la misma, queda diluida en puntuales destellos que no cuajan en el desarrollo dramático, como parecidos y sugerentes apuntes de misma condición en las dos previas películas. Como en el predominante cine de acción de los ochenta (en particular las obras protagonizadas por Indiana Jones) y de los noventa, lo importante es la mecánica sucesión de disparos, peleas a golpes o espadas, explosiones y acrobacias diversas, como ejemplifica la coreografía de la confrontación final, aunque más bien te deje fuera, como espectador de unas atracciones de feria, sin implicarte realmente en lo que puede afectar a los personajes. Son figuras recortables en un engranaje de medido funcionamiento.

Queda en evidencia, por tanto, cómo el planteamiento de esta saga tenía trampa. Vaughn declaró en su momento que con la puesta en marcha de la serie de películas que comenzaba con Kingsman (2014) quería retomar el enfoque más ligero sobre la figura de los espías, aquel que predominaba en las citadas décadas de los ochenta o noventa, desde las películas de James Bond protagonizadas por Roger Moore a Eraser (1996), de Chuck Russell, porque le parecía que el tratamiento predominante en este siglo era demasiado grave o sombrío. Pero a diferencia del enfoque sobre James Bond, que mantenía su espectacularidad característica pero ahora combinada con un planteamiento más crítico sobre su figura protagonista, la saga de Kingsman utiliza en su planteamiento aspectos cuestionadores que no sólo no se convierten en centro de su desarrollo dramático o narrativo, y que por tanto quedan neutralizados por la pirotecnia formal, sino que, como queda aún más patente en The king's men, camufla un posicionamiento manifiesto que, de hecho, es el opuesto al que se planteaba en la películas sobre Bond protagonizadas por Daniel Craig (o incluso en otra saga de acción, la protagonizada por el agente Bourne). No prima el enfoque crítico (institucional, icónico) sino la admiración por una figura (institucional) ejemplar que ejecuta la extracción del antagonista desestabilizador de turno. O sea, ligereza con trampa (envenenada).

miércoles, 22 de diciembre de 2021

12 Libros 2021

 

12. La serpiente Cósmica (Errata naturae), de Jeremy Narby

11. Un tratado de estética japonesa (Alpha Decay), de Donald Richie
10. Se ahogarán en las lágrimas de sus madres (Nórdica libros), de Johannes Anyuru
9. El héroe (Blatt & Ríos), de Lee Child
8. El club de los desayunos filosóficos (Acantilado), de Laura J. Snyder
7. La desaparición de Adele Bedeau (Impedimenta), de Graeme Macrae Burnet
6. Un reflejo velado en el cristal (Hoja de lata), de Helen McCloy
5. Aprender a vivir y a morir en el Antropoceno (Errata naturae), de Roy Scranton
4.  Coníferas (Acantilado), de Marta Carnicero Herranz
3. Rápido, tu vida (Errata naturae), de Sylvie Schenk
2. Filosofía felina (Sexto piso), de John Gray
1. El corazón de las tinieblas (Eterna cadencia), de Joseph Conrad

West side story

 

La respuesta al por qué una nueva adaptación del musical concebido para los escenarios teatrales por Jerome Robbins, escrito por Arthur Laurent, con música compuesta por Leonard Bernstein y letras de Stephen Sondheim, producido por primera vez en 1957, queda patente en la secuencia introductoria de West side story (2021), de Steven Spielberg. La primera adaptación, dirigida por Robert Wise y Jerome Robbins, en 1961, con guion de Ernst Lehman, comenzaba con unas planos aéreos de diversas zonas de New York (y la primera, de modo elocuente, era un puente) hasta que realizaba un brusco zoom en el vecindario multirracial de clase trabajadora Uppertown West Side. West Side Story restringe los planos aéreos a una zona de derribo en ese vecindario, ya que va a desaparecer en pocas semanas por la construcción de edificios más elevados para residentes de más holgada posición económica y, por lo tanto, mayor poder adquisitivo. Es un entorno (y por extensión metafórica, un país) definido por la degradación. En la versión de Wise y Robbins el extraordinario primer número musical comenzaba en un cancha de baloncesto (escenario en el que también concluirá trágicamente la narración). Las humillaciones y escaramuzas entre los portorriqueños sharks y los blancos jets de esa secuencia introductoria, como si vivieran su encapsulado escenario de juego, ponía de manifiesto cómo vivían ajenos a la realidad, su realidad era su confrontación, esa disputa por un territorio (o mínima y restringida parcela realidad), como manera de sentir que su realidad tenía algún fundamento o que disponían de ilusión de control. La irrupción del teniente Shranck (Simon Oakland) remarca, por un lado, el desprecio hacia los portorriqueños porque los considera otros de los diversos grupos inmigrantes equiparables a una infección, y, por otro, su control de un escenario que debe adaptarse a su voluntad, o código de conducta y circulación. El perímetro de las canchas de baloncesto está circundando por verjas. Los jóvenes contrincantes viven en su particular escenario de competición, el cual a su vez es un campo de prisioneros.

La obra se hacía eco tanto de las insatisfacciones juveniles, manifiestas, sobre todo, desde Rebelde sin causa (1954), de Nicholas Ray, como los conflictos étnicos. Cuando comenzaron a perfilar la obra en 1955, como actualización de Romeo y Julieta, de William Shakespeare, pensaron en un conflicto entre católicos y judíos, pero por la resonancia social de los conflictos entre bandas callejeras de distintas etnias decidieron cambiar su caracterización. Bernstein sugirió que se trasladara la acción a Los Ángeles, con los chicanos como antagonistas de los americanos blancos, pero Laurents estaba más familiarizado con el contexto neoyorkino, y prefería que fueran portorriqueños. Ese mismo año se estrenó Semilla de maldad (1955), de Richard Brooks, centrada en el conflicto intergeneracional, en el escenario específico de un aula, o en 1956 Crime in the streets, de Don Siegel, según obra de Reginald Rose, sobre el enfrentamiento de unas bandas juveniles. El conflicto étnico era candente, uno de los componentes de la magistral anterior obra de Wise, Apuestas contra el mañana (1959), que literalmente acababa con una explosión que representaba toda la carga de violento desencuentro entre razas. Wise había realizado en 1951 Ultimatum a la tierra, en donde Klaatu (Michael Rennie), un extraterrestre llegaba a a la Tierra para avisar de que si no cesaban en sus reiterados conflictos violentos, cada vez de mayor escala, por el incremento de la potencia de las armas (como la nuclear), destruirían el planeta. En West side story, el amor entre María (Natalie Wood) y Tony (Richard Beymer), amor que trasciende las verjas de construcciones identitarias, adquiere la misma condición emblemática, con respecto a un entorno o conjunto social, que Klaatu. Pero, de la misma manera que disparaban sobre Klaatu, la conclusión de West side story es tan trágica como también lo era la de Apuestas contra el mañana, o lo será la de The haunting (1963) o el de uno de sus proyectos más personales, El Yang tsé en llamas, como quedará frustrada la relación sentimental entre los personajes de Shirley MacLaine y Robert Mitchum en Cualquier día en cualquier esquina (1962). De hecho, Tony antes de morir le dice a Maria que el amor no es suficiente.

Spielberg declaró que una de las principales motivaciones para realizar esta nueva versión es el incremento de la división interracial en el país, aún más acusada, según él, de la que había en el momento en que se representó el musical por primera vez. En la introducción queda acentuado en el hecho de que los americanos blancos cogen unos botes de pintura para emborronar la palabra Puerto Rico pintada en un graffiti, lo que provoca la reacción airada de los portorriqueños y la consiguiente refriega violenta. En este caso, el teniente de policía Schrank (Corey Stoll), remarca la condición de clase baja de los blancos americanos. No solo el conflicto es interracial, sino que también, de base, hay un conflicto de clase. La construcción de los nuevos edificios es una forma de reemplazo o borrado. Los que disponen de mejor posición social construyen sus vidas sobre las que no tienen modo de salir de su agujero. Por tanto, su escenario de conflicto será también borrado en pocas semanas, como ellos intentan borrar el nombre de Puerto Rico. No controlan la realidad. Ni unos ni otros. Su particular conflicto no deja de servir a un sistema social que incentiva los conflictos de parcelas específicas (sean interraciales o de la índole que sea) porque así permanece intacto. Hay otras variaciones sugerentes con respecto a la adaptación de Wise y Robbins. En este caso, Tony no trabaja para Doc sino para Valentina (Rita Moreno), una mujer portorriqueña que vivió una historia sentimental con un blanco americano. Es antecedente tanto de lo posible como de las dificultades. La relación entre Tony (Ansel Elgort) y María (Rachel Zegler) es otra excepción más en el tiempo, una dirección que pocos se atreven a tomar por las verjas interpuestas, otro intento por superar las verjas interpuestas por un guion establecido que pauta filiaciones y antagonismos. El número de América es aún más brillante porque se extiende por las calles, y es inventiva la variación de Gee, officer Krupke, en este caso en una comisaria (en la que siembran el caos, como al fin y al cabo sus reacciones no son sino caos que manifiesta un descontento), aunque no es el caso del demasiado acaramelado One hand, One heart, que en vez de con maniquíes (por lo que no estaba exenta la ironía), como en la obra de Wise y Robbins, acontece en la Iglesia de Intercesión (con exceso de baño de fuentes de luz) y menos el de Cool, que además se adelanta en la narración. Esa variación también define una diferencia narrativa. La carga de electricidad que se cargaba en el último tramo, tras el enfrentamiento mortal entre jets y sharks, era superior en la obra de Wise y Robbins porque aquel número musical de Cool, en los aparcamiento cubiertos, ejercía de intento de atemperación de la tensión desesperada que sentían los jóvenes protagonistas. En la obra de Spielberg, es reflejo de la discrepancia de actitud entre la apaciguadora de Tony y la belicosa de Riff (Mike Faist), eso sí, con la sugerente idea escénica de que acontezca sobre una construcción de madera portuaria con partes resquebrajadas de su suelo.

La nueva adaptación de Spielberg resulta muy estimulante por sus variaciones y por su deslumbrante fluidez narrativa, pero particularmente me parece más sugerente la opción expresiva de la versión de Wise y Robbins, menos naturalista y más estilizada y abstracta. Hay hermosas transiciones, como el movimiento de cámara que asciende desde Tony, tras concluir su canción Something's coming, en la que canta cómo espera, siente, que algo irrumpirá pronto en cualquier esquina de su vida, y se encuadra, en su ventana, a Maria. Y otras que reflejan el deseo de transfigurar su realidad: María desea acudir al baile, es una chica de dieciocho años que solo lleva un mes en Estados Unidos, pero sobre todo quiere que su vida se transfigure, que un acontecimiento ilumine su vida, y ya no sea la niña virginal con traje blanco: da vueltas sobre sí misma, y la figura se convierte en sombra y color rojo que se convierte, por la transición, en otras sombras en un entorno colorido que se revela que es el cautivador decorados, de elevadas y despojadas paredes rojas del lugar del baile. Nada hay que cuestionar del trabajo más realista de dirección artística y luz y color de la obra de Spielberg pero resulta aún más fascinante la admirable fusión entre la dirección artística de Boris Leven y Víctor A Gangelin, que en diversas secuencias hace patente la condición de decorado del espacio, y el tratamiento más pictórico de la dirección de fotografía de Daniel L Flapp, con la relevancia en particular del rojo, ya patente en la pared de rojo sobre la que posa su palma ( o se afirma) el portorriqueño Bernardo (George Chakiris), la primera vez que es provocado por los jets. 

La versión de 1961 destacaba por un fascinante tratamiento del encuadre, en particular con la profundidad de campo, que también brillaría sobremanera en la magnífica El Yang tsé en llamas, pero también en las obras en blanco y negro de ese periodo, el más fecundo creativamente de Wise, Cualquier día en cualquier esquina y The haunting. En una de las secuencias más brillantes, el momento en el que María y Tony se avistan por primera vez en el baile, se empaña la imagen, por lo que se emborrona el resto del encuadre, y sólo quedan nítidas ambas figuras, ambas miradas, las de los que se han descubierto, reconocido, en el indistinto conjunto (recurso que retomaría felizmente Scorsese en la bella secuencia del palco en La edad de la inocencia). Incluso, el mismo espacio se transfigura acorde a esa revelación (el mismo fondo varía): ambos bailan, como si se germinara y fundara un mundo propio, aparte, bien delineado por la variación del sonido y la luz. Una hermosa fisura en la narración, un quiebro que transfigura la narración a partir de entonces (no obsta para reconocer que también es excelente la opción más naturalista de Spielberg, con ambos personajes encontrándose tras las gradas como si una atracción magnética dirigiera el uno hacia la otra, con la música alrededor atenuada). En otra secuencia compartida de la versión de 1961 se hará aún más manifiesto el artificio, remarcado a través de la luz, el color y el decorado, esto es, que los personajes viven en un escenario, su escenario propio, el de su amor, cuando representan su boda, y la luz arriba se enciende, en un efecto completamente irreal, artificial, como el rojo, en paralelo, invadirá, y dominará los decorados de la calle, en los preparativos del enfrentamiento entre los representantes de las dos bandas, los jets y los sharks, porque al fin y al cabo, su rivalidad no es más que una representación, viven en un escenario, que no es sino un modo de dotar de algo de sentido a sus vidas. Y será el color del vestido que porta María en el trágico final.


La elección más abstracta y estilizada no es meramente estética sino acorde a un fundamental substrato: durante la narración se va perfilando, con una sucesión de detalles, más manifiestos o más bien insinuados, ese escenario de conflicto (la diferencia con un otro, la afirmación grupal en construcciones de identidad) que se representa sobre una realidad de resentimientos, carencias, estigmas: ¿Qué pueden hacer con sus vidas?¿Hay un lugar más allá al que pueden escapar o en el que tengan realmente una oportunidad?¿No es su conflicto étnico una forma de no asunción de esas imposibilidades y esos condicionamientos?. En la versión de Spielberg Bernardo es boxeador. Evoca al protagonista chicano de Cruce de derecha (1951), de John Sturges, para quien el éxito en un cuadrilátero era la única forma de evitar las privaciones a los que se veían abocados los chicanos, con la delincuencia como única alternativa. Necesitan una disputa manifiesta, porque no pueden luchar contra quienes les abocan a su vida precaria. Por eso pelean entre ellos, aunque sean todos hijos de inmigrantes. En la versión de Wise y Robbins, Bernardo llama caustica y despectivamente nativo a Riff y comenta con desprecio que Tony es hijo de polacos. Unos y otros se categorizan, aunque ironicen sobre cómo sus conflictos se ven reducidos a lugares comunes, como evidencia el sarcástico número musical en el que los jets ironizan sobre las explicaciones psicoanalíticas (traumas familiares) que no son sino otras verjas con las que distorsionar o constreñir la causa de la delincuencia. Son cosificados, convertidos en figuras sin real contexto, pero ellos también viven su particular escenario, que será desgarrado cuando irrumpa lo real: la muerte, la tragedia, aparece, aunque no fuera buscada, pero si tentada, cuando se juega en el filo, y se produce el fatal accidente, y el escenario, el teatro, se tiñe de sangre, y los actantes descubren que no son máscaras sino cuerpos que desaparecen de escena, de la vida). Por eso la construcción circular de la narración de Wise y Robbins, que comienza y termina en las canchas de baloncesto, rodeadas de verjas, porque sus vidas, realmente, por mucho que jueguen a ese teatro de enfrentamientos, está atrapada en unas verjas, que les condenan fatalmente, porque no les deja salida (y ellos mismos las apuntalan con sus conflictos y disputas). De ahí ese bellísimo travelling que se aleja en el nocturno plano final, tras que Tony haya muerto, mientras los personajes, los chicos de ambas bandas, policías y enfermeros, van abandonando, sucesivamente, como espectros deshabitados, en una fúnebre coreografía, el escenario, que es lo único que queda, un vacío escenario rodeado de verjas. En la de Spielberg, acontece en la calle en donde está la tienda de Valentina, el reducto de la posibilidad, frente a las ruinas de los edificios abatidos. La muerte acontece entre ambos espacios. Una herida abierta que necesita convertir las ruinas en posibilidad de real conciliación. La cámara, desde las alturas les encuadra alejándose, con unas escaleras en primer término, como las escaleras por las que ascendía Tony, y que superaba cual laberinto, para estar junto con María. También un final nada convencional, pero sin la sequedad demoledora de la obra de Wise y Robbins, en la que la espesura de la noche adquiría la condición de abismo.