domingo, 29 de octubre de 2017

Wind river

'Wind river' (2017), de Taylor Sheridan, es un relato sobre la intemperie de la vida, sobre cómo afrontarla, sobre la resistencia. Es una película sobre guerreras y guerreros, que saben confrontarse con la intemperie tanto en la vida como ante la muerte. Otros más bien optan por el aturdimiento y entumecimiento, como quien prefiere apartarse en el arcén y cerrar los ojos, porque piensan que nada será posible, y será inevitable quedar sumirse en el mar helado de la vida, como el paisaje nevado que domina el lugar donde vive, la reserva india de Wind river, en Wyoming. Y los hay que optan por infligir daño, como quien descarga sobre otros su frustración y amargura, su incapacidad de soportar las carencias, penurias y adversidades. Hay quienes saben, en cambio, afrontar la pérdida, incluso la más dolorosa, la de quien amas, como Cory (Jeremy Renner) sufrió años atrás la de su hija de trece años. La narración de 'Wind river' se inicia con la fuga, en la nieve, de una chica joven descalza, Natalie, que fue amiga íntima de su hija. Su fuga concluye con su muerte. La trama se delinea con la investigación, dirigida por la agente del FBI Banner (Elizabeth Banner), que busca esclarecer quién la violó y determinó, al ella huir, que pereciera helada, cuando sus pulmones no resistieron las bajas temperaturas. Pero son los intersticios los que dotan de aliento herido a la narración. Banner requiere la ayuda de Cory por sus cualidades de rastreador, y esa capacidad de leer las huellas se conjugará con la confrontación de las huellas de su propio dolor. Es como si persiguiera al fantasma de quien sustrajo la vida de su hija, cuyo cuerpo fue encontrado devorado por los coyotes, por lo cual no se logró esclarecer ni la causa de su muerte. Perseguir al asesino de Natalie es como perseguir a quien matara a su hija. Pero Cory se ha curtido en la resistencia, por lo que su mirada se mantiene ecuánime, equilibrada, y sabe servir de apoyo a quien ahora, como él entonces, sufre el mismo dolor, su amigo Martin (Gil Birmingham), el padre de Natalie.
'Wind river' es un relato sobre la supervivencia, como lo era su guión de la espléndida 'Comanchería' (2016), de David McKenzie. Comanchería' fue el primer título original, que fue sustituido por 'Hell or high water', una expresión que, por un lado, implica que 'Haz lo que tengas que hacer, no importa las circunstancias', y por otro, es una clausula en los contratos que indica que los pagos se realizarán religiosamente, no importa las dificultades que sufra la parte que paga. Toby (Chris Pine) no acepta que el banco se quede con sus tierras, no acepta esa implacable clausula (que define nuestro mísero tiempo expropiaciones y desahucios). Está acostumbrado a padecer la pobreza desde siempre, está acostumbrado a meramente sobrevivir, a malvivir, pero quiere que sus hijos puedan disfrutar de unas estabilidad económica, de una falta de preocupación por su futuro, gracias a los pozos de petroleo que se han encontrado en sus tierras. Tanner apunta que resulta complicado conseguir lo que se quiere, como quien sabe qué sombra le persigue. Pero Toby ha decidido enfrentarse con esa sombra, quizá porque sabe que le queda poco para convertirse en una Por eso, decide tomar lo que le han robado legalmente. Decide realizar varios robos hasta conseguir la cifra correspondiente al pago de hipoteca. Hace lo que tiene que hacer para sobrevivir a la intemperie de la vida. Cory logró sobrevivir a la pérdida, y a la incomprensión añadida de por qué y cómo ocurrió. La vida te sustrae lo que tienes cuando menos lo esperas. Puede ser la rapiña indiferente del cálculo y las previsiones de los bancos, o la repentina violencia desbocada de algún ser humano. Cory rastrea en los bosques, donde una leona y sus crías, fuera de su habitat natural, sobreviven alimentándose de otros animales. Cuando, como Cory, sufres una pérdida de tal naturaleza y magnitud, te sientes como si te hubieran arrancado de tu habitat. Pero Cory resiste, como si seguir un rastro le condujera simplemente a no extraviarse. No caza a la leona y sus crías porque, en cierta medida, sabe que son como él.
Hay, como en 'Sicario', de Denis Villeneuve, también guión de Sheridan, un contraste entre una agente femenina joven y un hombre curtido que arrastra una herida no cerrada en sus entrañas, como una fiebre que le domina aún, un hombre que ha cruzado ciertos umbrales, por lo que le confrontará con la entraña de lo real, esa en la que resbalas, esa que resulta difícil de controlar, y desde luego apresar con el juicio porque no carece de arenas movedizas. En este caso, el personaje femenino, Banner, no adquiere la condición de personaje conductor, como lo era en el de Emily Blunt, cuya mirada, cómo encajaba o procesaba e intentaba desentrañar la trama del escenario en el que más bien se sentía personaje periférico, conducía como una interrogante la narración, hasta que le es revelada que había sido más bien personaje instrumental. Su mirada interroga y descubre su función de marioneta, imposibilitada de intervenir en el desarrollo del drama, esclarecimiento de escenario que posibilita que la figura, en principio enigmática, y por tanto escurridiza, del personaje fronterizo (en cuanto difuso por su no pertenencia al FBI y condición de extranjero) de Benicio del Toro, adquiera protagonismo en la trama, y por tanto revelación de su propósito, y función determinante, en connivencia con la agencia gubernamental del FBI. En 'Wind river', el protagonismo recae mayormente en el personaje de Cory. Banner es el contrapunto, casi más bien testigo, que asimilará la lección de Cory, aunque en este caso no de cariz siniestro, que le enfrenta a los límites y lo difuso de la realidad, como en 'Sicario', sino iluminadora, por cuanto le inocula el saber de la resistencia. No sólo la suerte entra en juego sino la capacidad de resolución, y es eso lo que debe asimilar aunque fuera decisiva, de hecho, la intervención de Cory en la resolución del caso y de su destino. No pensar de ese modo podría precipitarla en la impotencia, en la desesperación de sentir que la realidad es una intemperie que, en cualquier momento, puede sustraerte la vida, por accidente, en un fuego cruzado, o por el arrebato violento de alguien. No sabes cuándo la vida puede devorarte. Nick Cave y Warren Ellis, que ya habían compuesto una espléndida banda sonora para 'Comanchería', reinciden en la excelencia.

sábado, 28 de octubre de 2017

El secreto de Marrowbone

La casa de no se sabe quién. 'Los otros' (2001), de Alejandro Amenabar hacía añorar su modelo de referencia, la magistral 'Suspense' (The innocents, 1961), de Jack Clayton, adaptación de la novela de Henry James, 'Otra vuelta de tuerca'. 'El secreto de Marrowbone' (2017), de Sergio G Sanchez hace añorar otra obra de Jack Clayton, 'A las nueve de cada noche' (1967). Cierto, la obra de Amenabar intentaba ajustarse, casi como réplica argumental y atmosférica, al molde del precedente, sustentando su singularidad en su giro final. La obra de Sanchez decide tomar otras direcciones. En 'A las nueve de la noche', los siete hijos deciden no compartir la muerte de su madre con nadie, y optan por aislarse, por crear su propio mundo, su propia sociedad, en la que la figura de la madre sigue siendo el referente, ahora convertida en entidad trascendente. La figura del padre ausente, Charlie (extraordinario Dirk Bogarde) irrumpe para poseer, dominar, deteriorar y anular un espacio. El hogar y los mismos hijos se convierten en otra pantalla en la que dirimir una contienda suspendida, o interrumpida, el desencuentro en un matrimonio que determinó su huida. No es un fantasma, por cuanto no es figura sobrenatural, pero irrumpe cual 'aparición' en la realidad estructurada de los niños, y realiza una progresiva acción de posesión y apropiación de ese espacio. Hasta su 'aparición', era la 'casa de nuestra madre', como refleja el mismo título original (Our mother's house), y en ese posesivo ya se anuncia el territorio de combate con la figura intrusa paterna. En la obra de Sanchez, también se inicia el relato con la muerte de su madre. En en este caso son cuatro hijos, quienes también deciden, por otras razones, no notificar el fallecimiento. También hay una figura paterna amenazadora, pero su presencia, así como la razón del por qué de su amenaza cobrará relevancia ya avanzada la narración. Lo que nos lleva a por qué la obra no funciona ya desde su propia construcción dramática.
Si una narración la edificas sobre las omisiones y la intriga alrededor de las piezas de un puzzle que irás desvelando de modo dosificado es fundamental la creación de una atmósfera, de un 'estado', que insinúe, como una sombra que siempre parece entrevista, de ahí su perturbadora condición, la entraña del conflicto. La obra de Clayton destacaba por la modulación de una atmósfera turbia, que introducía, como una infección, un extrañamiento. Esa cualidad ya era manifiesta en 'Suspense', como si la atmósfera fuera la emanación del conflicto interior de la institutriz protagonista encarnada por Deborah Kerr: los fantasmas quizá eran emanación de su represión. En 'A las nueve de cada noche', la atmósfera parecía impregnarnos como si nos sintiéramos en el interior de una habitación de aire viciado. Los colores y la luz poseían una condición amortiguada, empañada, como un objeto empapado por la lluvia En la obra de Sanchez no hay atmósfera alguna. Las imágenes resultan pulidas, como si hubieran sido estirilizadas. En la obra mencionada de Amenabar, al menos, se apreciaba, puntualmente, en determinadas secuencias, el logro de atmósferas inquietantes, aunque el substrato de la obra fuera menos denso que el de la obra de Clayton, casi reducido a la sorpresa final. En la de Sanchez, es escaso, y diría que se reduce a una única secuencia.
La trama se sostiene sobre interrogantes: ¿Por qué madre e hijos se esconden en esa casa rural y cambian su apellido a Marrowbone? ¿Por qué hay un hombre que les persigue, ese que dispara sobre la casa, antes de los títulos de crédito?¿Por qué hay una caja con dinero entre las rocas junto al mar?¿Por qué tapan los espejos con sábanas?. El primer tramo, desde que se haga una elipsis, con los títulos de crédito, que supone una crucial omisión que no se revelará hasta los pasajes finales, se define por su construcción deslavazada, por su incapacidad de jugar con la sugerencia y con la conjugación de los diversos elementos relacionados con la trama y los personajes. Hay una completa falta de cohesión y continuidad tonal. Se puede pasar de una secuencia inquietante a otra que parece pertenecer a otra película, en lo que también colabora la equivocada banda sonora (por momentos, la película parece hecha con retales de diferentes posibles películas, como una criatura frankensteiniana hecha con trozos de diversos cuerpos). Sanchez también intenta jugar con la posibilidad de que exista una amenaza sobrenatural, pero todo parece deshilachado, sin saber pautar las sugerencias, y por tanto desaprovechándolas (de entrada, el relato al hermano pequeño de por qué ocultan con sábanas los espejos, relacionándolo con fantasmas; después, la ambivalente presencia amenazadora del padre). Como desperdicia el uso del escenario, con reminiscencias del relato gótico: desde el tronco con forma de calavera a la puerta emparedada del ático.
Sanchez, como si hubiera puesto el piloto automático de unos clichés múltiples veces repetidos, parece orquestar la narración a brochazos, como si lo hiciera desde una emborronada distancia. Al menos Juan Antonio Bayona dirigió con aplicación su guión, que él infructuosamente se había esforzado en dirigir, de 'El orfanato' (2007). Aunque careciera de particular inventiva, al menos las piezas parecían ajustadas. En este caso, todo parece, del modo más torpe, supeditado a una serie de giros finales que van modificando nuestra percepción del relato para simplemente extraer el mínimo rigor que aún pudiera quedar, como si habitáramos una película que no se sabe de quién es, ya que nos transmite la sensación de que sólo queda el borroso y desmañado residuo de la plantilla de un modelo. Podría ironizar con la presencia de la estimable presencia de Anya Taylor-Joy, protagonista de la sí excelente 'Múltiple' (2017), de M Night Shyalaman, alguien que, a diferencia de Amenabar y Sanchez, además de jugar con los giros sorpresivos de la narración sí sabe dotar de complejidad al conflicto dramático y a su substrato. Pero para qué. Mejor invitar a revisar las obras de Clayton.

La balada del soldado

Hay odiseas que no culminan con el retorno anhelado, o que es efímero como si la cuerda elástica que tuvieras atada al cuerpo estuviera tan estirada que ya te hiciera volver de nuevo al origen, que no es sino el abismo. Sólo te da tiempo a rozar con la yema de los dedos el hogar, al que sientes lo que dura un abrazo, o el tacto de las lágrimas de tu madre en tus mejillas. Porque en 'La balada del soldado' (Ballada o soldate, 1959), de Griguriy Chukray, Aliosha (Vladimir Ivashov) disponía de un breve permiso para retornar a su hogar, dos días de viaje de ida, otros dos de vuelta, y dos para disfrutar del hogar, de la presencia de su madre, para poder arreglar el techo de la casa, pero el viaje de ida se convierte en una suma de contrariedades que demoran su llegada. Un permiso que se le ha concedido por su acto heroico al destruir dos tanques, un acto de heroísmo que tiene tanto de determinación como de azar (cuando ya se resigna a que le arrolle, encuentra a su lado un lanzagranadas), un acto de heroísmo que ha realizado, como él dice, gracias al miedo.
Pero la odisea no es sólo por poder trocar en realidad, en techo material, aun efímero, la nostalgia del hogar que se siente en la desabrida intemperie de la guerra. El esfuerzo que realiza Aliosha para poder retornar a su hogar, superando diversas adversidades, se dota de una suplementaria sombra que intensifica la ansiedad del reencuentro, porque ya desde la secuencia inicial (los bellos planos de la madre mirando hacia el horizonte de la extensa carretera esperando su vuelta) sabemos que el hijo no retornará definitivamente al hogar, ya que fallecerá en la guerra. Así que esta odisea, esta posibilidad de estar dos días, unas horas, unos minutos, en su hogar, con su madre, se revela como la última oportunidad de realizar ese encuentro. El último abrazo que se den será irrevocablemente el último.
En el viaje Aliosha se encuentra con otros reflejos, otras variantes de retornos al hogar. En primer lugar, el soldado que ha perdido una pierna en combate, Vasya (Evgeniy Urbanskiv), quien duda, vacila, si retornar y reencontrarse con su esposa, porque también se siente inválido en su interior, ha perdido el paso de la esperanza, no quiere sentir en su mirada que su relación también ha sido mutilada. El encuentro, el abrazo, es de una conmovedora intensidad (como aún más, el de la bellísima secuencia final, entre madre e hijo). Ambos, Vasya y su esposa, se alejan en el anden, en un bello plano general, sin remarcar el gesto de él de que no necesita su ayuda para caminar con sus muletas. Por el contrario, también hay retornos que se convierten en burbujas, pompas de jabón, ilusiones vanas, como la mujer sobre la que Aliosha ha recibido el encargo de otro soldado, su esposo, de darle dos jabones, que ya mantiene relación con otro hombre (que se mantiene en elocuente fuera de campo). En la escalera, dos niños juegan haciendo pompas de jabón, uno de los cuáles había encontrado un despertador entre las ruinas de una casa.
Hay horas que ya no sonarán, hay relaciones que también se abaten y quedan en ruinas, pompas que el viento se lleva, heridas, miedos, que buscan un refugio aunque no sea el que se anhele, pero al menos no es un fuera de campo en la distancia. Pero hay otros posibles retornos que se forjan, y crean, como el amor que se gesta entre Aliosha y una chica que encuentra en un vagón de tren, Shura ( Zhanna Prokhorenko). Un amor que se consolida en un trayecto hacia un hogar que se bifurca en otro posible, un amor que se convierte en más necesario que el agua. Cuerpos que se buscan, que se abrazan, miradas que se unen, porque se han encontrado, aunque la intemperie de la guerra les separe definitivamente. Pero por un instante, los abrazos fueron todo un infinito.

martes, 24 de octubre de 2017

La colina

Sidney Lumet fue uno de los más agudos diseccionadores de las instituciones (de realidad). En especial, la judicial y la policial, pero también la política (Punto límite, Power), la educacional (Perversión en las aulas), los medios de comunicación (Network), o la célula social básica, la familia, enfocada o desentrañada desde la anomalía circunstancial (Un lugar en ninguna parte) o dedicacional, en la legalidad o ilegalidad (Negocios de familia, Antes de que el diablo sepa que has muerto). Con 'La colina' (The Hill, 1965), que pudo hacerse gracias a la condición de actor más taquillero del momento de Sean Connery, realiza una de las más feroces disecciones de los sinsentidos del estamento militar, con aún más descarnada contundencia que otra producción británica del año anterior, la notable 'Rey y patria' (1964), de Joseph Losey. ‘La colina’ es además una de las más destacables obras dentro del subgénero carcelario. Dentro del género bélico abundan las obras situadas en campos de concentración o de prisioneros: 'La gran evasión' (1963), de John Sturges, 'The Colditz story' (1955), de Guy Hamilton, 'King rat' (1965), de Bryan Forbes, 'El traidor está entre nosotros' (1959), de Don Chaffey, 'Corazón cautivo' (1946), de Basil Dearden, 'El puente sobre el río Kwai' (1957), de David Lean, 'Traidor en el infierno' (1953), de Billy Wilder, 'Feliz navidad, Mr Lawrence' (1983), 'La gran ilusión (1937), de Jean Renoir, 'Regresaron tres' (1950), de Jean Negulesco o 'The wooden horse' (1950), de Jack Lee, entre muchas otras. Vectores fundamentales suelen ser la resistencia y la capacidad de adaptación, es decir, la supervivencia (que puede derivar en casos extremos como el cinismo, como en las películas de Wilder o Forbes, o la enajenación, como en la obra de Lean). En general, la fuga, de modo puntual o central de la narración, es un propósito fundamental. En 'La colina', es la opresión o anulación del prisionero, y la resistencia y sublevación de éste, lo que centra la atención dramática. No es en este caso un campo de prisioneros, sino una prisión militar. Los carceleros pertenecen al mismo bando.
La acción tiene lugar en una prisión militar británica en Libia (aunque el rodaje tuvo en las dunas de Cabo de Gata, en Almeria) , durante la segunda guerra mundial. La colina en cuestión, es utilizada como correctivo y castigo: ordenan a los soldados subirla y bajarla repetidas veces: es como la piedra de Sísifo a la que se enfrentan con la rígida e inflexible condición del estamento militar, esa que no admite las réplicas ni los cuestionamientos, sino la aceptación de las ordenes, aunque se consideren inconsistentes, o aunque incluso vayan a conducir inevitablemente a la muerte a los soldados (subordinados). Por eso, el principal objetivo de vejación será Roberts (Sean Connery), porque realizó el más infame sacrilegio para la rígida mentalidad militar: No sólo se negó a cumplir la orden requerida, porque pensaba que conduciría inevitablemente a la muerte de los soldados, sino que incluso golpeó a su superior. Se negó a cumplir su ‘papel’, su función, en la jerarquía. Por eso, ya degradado de su rango de sargento mayor, es uno de los cinco hombres que llegan a este campo de concentración (los otros por desertar, robar, comerciar o meterse en broncas) como nuevos prisioneros.
'La colina' se inicia con un imponente primer plano secuencia, de lo más elocuente, que comienza desde lo alto de esa ‘colina’, en la que cae un hombre exhausto. La cámara retrocede, a la par que abre campo, para mostrarnos no sólo el escenario en el que va transcurrir la acción, sino que define cómo la parte, la colina, define al todo, la prisión militar, pero también el sumidero de la mentalidad militar, el del abuso de poder. Este escenario tiene un ‘señor feudal’, un dominador, el sargento mayor Wilson (magnífico Harry Andrews), quien se aprovecha de la indiferencia del pusilánime comandante (que prefiere dedicarse a los placeres epicúreos con prostitutas) y la negligencia y dejadez del médico (Michael Redgrave), quien dictamina el estado de salud de los soldados tras meramente ordenarles que se quiten los calzones. Roberts se convertirá en la bestia negra, en primer lugar, de Wilson, porque es como su reverso, aquel que ha ‘blasfemado’ contra el orden establecido, que se ha atrevido a enfrentarse, de modo ‘directo’ a sus superiores (cuando lo que Wilson hace es aprovecharse de las ‘debilidades’ de sus superiores para implantar su orden), lo que implica ‘negación’ de un orden. Y, en segundo lugar, de quien establece con él un sórdido y callado pulso de poder en este escenario, el recién llegado sargento Williams (soberbio Ian Hendry; al principio, su rostro indiscernible, semioculto tras la gorra, como el ser sin atributos que aspira a ser el dueño y señor del escenario), quien se cebará con el quinteto en una sucesión de ordenes crueles, entre ellas, claro, ascender la colina repetidamente. Sintiéndose incapaz de imponerse a Roberts, se desahoga, o transfiere esa frustración, sobre el componente o eslabón más débil, Stevens (Alfred Lynch), hasta conseguir llevarle al colapso físico, por fatiga crónica, y por tanto, la muerte. Esa enajenada ansia de Williams, tanto de autoafirmarse como de dominar el escenario, se refleja tanto en su ascenso a la colina en plena noche, como en el duelo de borrachera que establece con su superior, Wilson.
Además, en los dardos afilados de esta áspera crítica, también se deja en evidencia la ruindad de las actitudes tanto homófobas ( las calificaciones hacia Stevens de afeminado, o la alusión ‘despectiva’ de que es gay, aunque este diga que está casado; de hecho, desertó porque ansiaba estar con su esposa), o xenófobas, con el soldado King (Ossie Davies) por ser negro, quien tras sufrir repetidos desprecios, pero no dejándose amilanar, responde con el reflejo distorsionado del absurdo, con la conducta del 'loco', la negación completa de un escenario y su dramaturgia: se desprende de su uniforme, y se desplaza en calzoncillos por la prisión, actuando como ese primate con el que le asocian por ser negro, sin ya marcar el paso impuesto, sino asumiendo el ‘discurso del loco’ como negación disidente.En ‘La colina’, con guión de Ray Rigby, que adapta la obra teatral que escribió junto a R.S Allen, no se incurre en gravitar meramente alrededor de su afilado discurso gracias una áspera narrativa, opresiva (con una gama de grises quemados cortesía de Oswald Morris), en la que casi no deja respirar el aire, como Lumet había logrado en sus dos también magníficas previas obras, ‘El prestamista’ (1964) y ‘Punto límite’ (1964).
El maniqueísmo también se rehúye: hay un oficial que pone en cuestión ese abuso de poder, el sargento Harris (Ian Bannen), como entre los ‘oprimidos’ también se manifiesta el cerrilismo servil y la mezquindad, caso del cabeza cuadrada de McGrath (Jack Watson), enemistado con Roberts, aunque evoluciona, a diferencia del esquinado Bartlett (Roy Kinnear), que nunca quiere meterse en problemas con nadie (pero trafica con lo que sea) y que suelta una aberrante disertación sobre la inferioridad de los negros con respecto a los blancos. Seguramente en su momento debió ser un choque encontrarse con un emblema del orden, James Bond, convertido en un personaje que se enfrenta al estamento y a la autoridad. La película no funcionó en taquilla como las del agente 007. Connery consideraba a Lumet como su director predilecto entre aquellos con los que trabajó. Colaboró con él en tres ocasiones más. Dos comparten el atraco como coordenada narrativa, las estimables 'Supergolpe en Manhattan' (1971) y 'Negocios de familia' (1989). Siete años después, en su tercera colaboración juntos, Lumet y Connery realizaron en Gran Bretaña otra feroz disección del trastorno de otra institución, la policial, en la excepcional ‘La ofensa’ (1972), una de las mejores obras de esa década. Ambas, por otro lado, desoladoras, sin dejar resquicio para un rastro de luz. Pero realizadas con la rabia del puño cerrado que desafía a los cielos de raíces podridas.

domingo, 22 de octubre de 2017

Mindhunter

Puestas en escena y heridas. ¿Qué hay en la luz? ¿Oscuridad que negamos, oscuridad que brota de nuestras fugas, temores, bloqueos, la oscuridad de la difusa materia de nuestras contradicciones? ¿Por qué miramos hacia la oscuridad, qué nos atrae? ¿Qué comprendemos y discernimos de la oscuridad y de nuestra propia mirada, de nuestro propio por qué? ¿Por qué esa atracción por la figura de un asesino en serie, del hombre que amplifica de modo extremo nuestra capacidad de crueldad en la negación y daño de la vida? Su propia denominación parece intentar domar el caos, dotar de un perfil o rostro definido el por qué, enjaularlo ya con un nombre: en principio, el asesino en secuencia, después ya instituido como asesino en serie. Aunque lo real es lo innombrable, lo que supera con su desbocamiento, lo que desgarra cualquier límite, en acto y en denominación ¿En el desciframiento de su 'secuencia' se intenta percibir una coherencia que haga sentir que no hay heridas ni fisuras ni agujeros negros que brotan de nuestra inconsistencia, que hay una posibilidad de controlar el caos, de prevenir su irrupción, de esterilizar, como un cuerpo extraño que nos es ajeno, su infección?
Alguien se dispara en la cabeza cuando intentas razonar con él. ¿Por qué esa negación de una posible conciliación o reparación? Alguien realiza el acto abominable que implica violar, mutilar y matar, hacer sufrir al otro cuerpo, desgarrar y truncar otra vida. ¿Por qué tomó ese desvío? ¿O ese acto extremo, abyecto, que se califica como desviación, evidencia y refleja la desviación de la propia normalidad, como planteó Durkheim? ¿No nos refleja de algún modo, aunque sea como distorsión y extremo? Somos máscaras, actuamos en un escenario, de modo inconsciente e intencional, adoptamos conductas de acuerdo a un escenario social, y a lo que creemos que esperan de nosotros, de acuerdo a la imagen que resulta conveniente proyectar. Pero ¿en qué medida nos discernimos, en qué medida no establecemos un relato conveniente de nosotros mismos, mitigamos nuestros impulsos, pensamientos o actos retorcidos?¿En qué medida la conexión con el otro es real o está mediatizada, en qué medida podemos estar seguro de que realmente conectamos con el otro y de que el otro no está fingiendo?
Unas gafas que impiden ver, por los reflejos, los ojos del asesino en serie, Kemper (Cameron Britton), aquel que asesino a unas mujeres, incluida su madre, mutilándolas, e incluso realizando un acto sexual con la cabeza cortada de su madre, pone en evidencia la mirada desenfocada de quien, como el agente del FBI Holden Ford (Jonathan Groff), intentaba comprender o ajustar y amoldar en un concepto o adjetivo o casilla un acto que desgarra cualquier secuencia lógica según el escenario de la normalidad. Pone en evidencia que no sabe. Ese es el trayecto de la interrogante, abocado al callejón sin salida, tras recorrer una espesura que cree dominar con las puestas en escena que utiliza para hacer salir a la superficie el signo que haga entender por qué son como son, por qué actuaron como actuaron, quienes realizaron esos crímenes extremos por su brutalidad y crueldad, como Richard Speck (Jack Erdie), que entró en una casa para robar y acabó violando a una mujer, y matándola, así como a otras siete mujeres. Con su puesta en escena cree que les hace salir a la superficie, exponerse y evidenciarse, para ser comprendidos, y luego ajustados en definiciones y esquemas y plantillas. Unos planifican, otros parecen moverse por impulsos. Pero ¿qué evidencian esas aberraciones de conductas sino la propia inconsistencia de la normalidad, su propia condición aberrante aunque sea de forma larvada? ¿No convertía John Doe (Kevin Spacey) en acto, en la excelsa y visionaria 'Seven' (1995), lo que sentía Somerset (Morgan Freeman) pero reprimía, o contenía con el metrónomo de su empatía (Morgan Freeman). Doe con su desviación y brutalidad evidenciaba las aberraciones de la normalidad. Somerset sentía una herida en su interior, un desajuste con la realidad, que intentaba contener, en sus noches de insomnio, mientras escuchaba la cacofonía de la ciudad, mediante la cauterizadora 'secuencia' del metrónomo. Pero el metrónomo es una ilusión.
Las puestas en escenas de Ford, en sus interrogatorios con los asesinos, también son una ilusión. No conecta, como le deja en evidencia Kemper en la última secuencia de la temporada. Finge empatía para lograr que el otro se exponga y se revele. Por eso, Ford responde 'No lo sé', cuando le pregunta por qué ha venido a verle. Ha acudido cuando Kemper ha recurrido, tras la falta de respuesta a sus cartas, a la elaboración de una puesta en escena, ha simulado un suicidio para poder atraer su presencia, una presencia que se realiza porque, en buena medida, Ford ya huye de una realidad en la que no logra ajustarse, de la que es rechazado, sea en su labor profesional, cuando se puede decir que es interrogado por sus superiores, incluso con parecidas estrategias escénicas a las que utiliza él con los asesinos, o en su relación afectiva con quien mantenía una relación de pareja, Debbie (Hannah Gross). Como quien sale despedido de una explosión retorna al principio del hilo, a aquel con quien realizó la primera entrevista que impulsó su proyecto de entrevistar a los asesinos en secuencia o serie, o antes del nombre, de violencia desorbitada y desmedida en el ejercicio del daño y de la crueldad, como quien, sin saberlo, necesitara confrontarse con su desorientación, su hilo ya deshilachado. No sabe por qué está ahí, porque ha perdido pie en la realidad que quería controlar con una coreografía de esquemas y categorías, como si realmente fuera, más que un analista o descifrador de la mente, un policía del pensamiento. ¿Cuál era su relación con la realidad? ¿Qué evidencia de él este trayecto de quien parecía reconfigurar una rígida plantilla de relación con las acciones siniestras, encajonadas en desenfocados maximalismos con mayúsculas (Bien y Mal) que nos separan de la infracción o la abyección, como si la normalidad no tuviera nada que ver, como el agua con el aceite? Introduce una aguda interrogante, un nuevo enfoque replanteador de aproximación a la materia oscura de la mente, pero se descarrila en la contradicción, como quien intenta ajustar la convulsión escurridiza de la realidad a un patrón, a un escenario.
Durante los diez episodios de la extraordinaria 'Mindhunter', creada por Joe Penhall, pero que prosigue y amplia los senderos de 'Seven', 'Perdida' (2014) y 'Zodiac' (con la que coincide en espacio temporal, los setenta, y planteamiento cromático y lumínico, las penumbras y la luz amortiguada que son fisura en la simetría de las composiciones), de David Fincher, que dirige los dos primeros y los dos últimos episodios (los otros por Asif Kapadina, Tobias Lindholm y Andrew Douglas), se contrasta las investigaciones e interrogatorios de los criminales, la interacción de Ford con su compañero, experto en ciencias de la conducta, Tench (Holt McAllany), con quien crea el grupo especial que intenta comprender a quienes se considera dementes para poder capturar a los dementes (o poder perfilar una pauta, un compás de metrónomo, una secuencia definible, que sirva de guía de control y previsión), con la colaboración de la psicóloga Wendy Carr (Ann Torv), el conflicto, por los procedimientos que utiliza Holden, con sus superiores y entre los tres colaboradores, y las vidas particulares de los tres investigadores y analistas, de las tres miradas que intentan comprender. ¿Cómo encaran su propia vida, cómo se relacionan con su entorno, en su escenario afectivo?.
Trench más bien huye. No logra encajar las incapacidades de su hijo adoptado, la dificultad de lograr relacionarse con él. Su escenario de trabajo es la espesura en la que se esconde. Esa contención establece una sorda distancia en su relación marital, porque interpone una mordaza. Esa contención ayuda en su trabajo, porque se contrapone al desbocamiento de Holden. El entusiasmo de este, su ansia de reconfigurar la realidad a través de las interrogantes, conecta con su rechazo a la restricción y compartimentación escénica de trámites, posiciones jerárquicas y ambición de ascensos, en su escenario laboral, y le reanima, como si su apatía se tornará de nuevo determinación de explorador. Pero en su hogar su conducta se restringe entre celdas que interpone como límites, en buena medida porque se siente desbordado, incapaz. Carr evidencia una mente aguda, pero en su espacio afectivo no logra encontrar la respiración adecuada, no encuentra la conexión. Se siente cautiva de una voluntad que intenta configurar su realidad, la de Annaliese (Lena Olin). Siente que para ella es como la mano que agarra la suya durante una cena con dos amigos, como una brida o un cepo. Quiere encerrarla en su propio escenario. Su soledad es como el distante maullido de un gato que escucha en el sótano, al que deja comida cada noche. Pero no aparece, más bien se encuentra un día con la lata de comida infestada de hormigas. Quizá por eso su presencia va adquiriendo progresivamente la condición de máscara, de coraza, y confundiéndose con las mismas pautas escénicas del entorno laboral del funcionariado de la ley.
Ford se siente superado por sentimientos y deseos, que se enmarañan en la confusión. No logra una noche hacer el amor con su pareja, porque evoca por los zapatos de tacón que porta a los que usó como puesta en escena que posibilitara la aproximación a Brudos (Happy Anderson), el asesino fetichista de los zapatos de tacón. La relación se emborrona cuando brotan los sentimientos de control, cuando se prioriza la demanda de complacencia y se niega la posibilidad de interrogante y cuestionamiento. Sabe analizar pero no sabe desenvolver entre las corrientes del sentimiento y deseo. Quizá lo que teme, la infidelidad, sea más bien lo que él provoca sin darse cuenta. A veces las inseguridades generan realidades más que revelarlas. Lo que no parece ajustarse al guión requerido, en el escenario afectivo, le desconcierta. Lo que en principio le atraía como un desafío que no se atiene a las plantillas de lo convencional, por la singular y heterodoxa forma de ser de Debbie, después le desorienta porque tiende a las cuadrículas, del mismo modo que le atraen las interrogantes que suscitan las conductas de los asesinos pero después le ofuscan cuando se arroga la ilusión de que las logra dominar, como coreógrafo de la mente, con las crecientes puestas en escenas de sus interrogatorios que, por otro lado, se salen del guión establecido, por lo que será cuestionado por sus dos colaboradores, y por sus superiores. Se enmaraña en la contradicción. Por eso, ¿qué luz alcanza, o qué luz cree conseguir proyectar sobre las conductas y la realidad?
En el extraordinario segmento final del último episodio se escucha la canción 'In the light', de Led Zeppelin. Ford no alcanza ninguna luz, sino que se ve superado por el vértigo, y el temblor de comprender que no sabe por qué actúa cómo actúa, quién y cómo es. El periodista encarnado por Jake Gyllenhaal en 'Zodiac' (2007), intentaba dotar de rostro a la incógnita, a la huidiza figura que asesina, aparentemente de modo aleatorio, encapuchada, en sombras, o en fuera de campo, pues es lo que es, ese incierto 'fuera de campo' que nos enfrenta a nuestra permanente vulnerabilidad. Nunca podrá ser domeñado, porque además lo ha generado el 'campo' de nuestra sociedad, y de la propia condición humana, la violencia sin razón que le ha definido desde el principio de los tiempos. Y por mucho que te enfrentes a ese posible rostro individual que lo enfoque e 'identifique', seguirá siendo un fuera de campo que no podrá ser nunca controlado. Es la fisura permanente. La 'película' de la vida no se puede revelar del todo. Ford se confronta con el rostro del Otro, Kemper (el cuál sí pensaba que habían conectado, como había matado por sentir que no conectaba y era más bien negado), que es confrontarse con su propia inconsistencia, y tiembla, y pierde la respiración, porque sólo siente el vértigo que le precipita en la oscuridad donde no hay nombre ni esposas que logren dotar de secuencia de sentido, ni contener, a los abismos del ser humano. La única certeza eran sus propios reflejos, esos que se reflejan en las gafas de Kemper, e impiden ver sus ojos. Esa es la evidencia de la mutilación de sentido. La ofuscación de la mirada emborronada por la proyección, la puesta en escena y la máscara, enfrentada a la herida del conocimiento. La materia difusa que duele. Jason Hill compone una magnífica banda sonora, que fluye como una corriente subterránea, como la narración se erige sobre lo sugerido, sobre lo no mostrado o no reconocido (los crímenes en sí; las motivaciones y desconexiones de los personajes), conjugada con un brillante diseño sonoro, fundamental en la creación de una atmósfera perturbadora, que araña las entrañas desde los sótanos o subterráneos de lo que no logra nombrarse ni aprehenderse en su perfil completo. La magnífica canción 'In the light', de Led Zeppelin, utilizada en la magistral clausura de la primera temporada de 'Mindhunter'.