domingo, 31 de mayo de 2015

It follows

En la adolescencia, se perfilan los fantasmas, se hacen cuerpo. Comienza a confrontarse el sueño con la realidad. Y lo que se materializa quizá no sea lo que soñabas, sino algo indefinido que puede asemejarse a la pesadilla. Durante la infancia, todo parece posible, no hay aparentes límites, no tienes que tener en cuenta las conveniencias o la sujeción a las apariencias o los forcejeos entre lo que se desea y lo que se sanciona como deseable o no, que tanto pesan a los adultos. Es una edad en la que aún no eres consciente de que el tiempo es finito, todo es futuro, un horizonte de múltiples posibilidades, y el presente es un recreo. En ese umbral hacia el escenario adulto, te preguntas quién o cómo quieres ser. Aún puedes ser muchos, o eso parece. Hay ante ti un amplio horizonte, con mucha profundidad de campo. Parecen existir muchas opciones. Y las decisiones abruman entre las encrucijadas que se ofrecen en tu camino, y quién sabe a dónde conducen las direcciones que elijas. Sientes vértigo, porque los fantasmas de lo que anhelas se enredan con los cuerpos con los que te relacionas, y a veces el guión no se desarrolla según las expectativas. Comienzas a percibir que no se cumple lo que soñabas, que la realidad no tiene que ver con la fantasía, que no se ajusta a lo imaginado, que la decepción es factible, o cuando menos la extrañeza ante esa no correspondencia, y eso te hace sentirte extraña, porque te preguntas qué deseas y qué es la realidad. El mundo adulto, la realidad ya no es un campo de juegos, un teatro en el que ensayas y juegas a ser adulta, en el que juegas a disfrazarte con las posibilidades, sino un espacio abierto, tan abierto que lo sientes como una intemperie, y en la intemperie te sientes vulnerable, perdida.
Imaginabas que te encontrarías con una dirección definida, incluso marcada, pero es libertad, su inmensidad, lo que sientes, y libertad no es sinónimo de seguridad. Libertad implica que todo puede ocurrir, y, por tanto, puede ser lo más terrible. Cualquiera puede ser una amenaza, en cualquier momento puede irrumpir una amenaza. Y el deseo te hace sentir más vulnerable, porque sientes que te supera, y el deseo no tiene por qué dirigirte hacia un centro, sino multiplicarse, disgregarse, y por tanto descentrarte, hacerte sentir ráfaga, espasmo, precipitación. Puedes desear a tu madre, y a tu padre, y quién sabe a quién. Los adultos que antes eran solo figuras distantes que dotaban de certidumbre al escenario de la vida, ahora los ves como cuerpos desnudos, materia orgánica, materia que se agrieta y degrada y descompone, porque la materia se transforma, como la realidad. Es como si cayeras en un agujero invisible, todo se invierte, y ya no sabes cuál es el ángulo idóneo, porque son muchos, y algunos duelen, porque parecen brechas en el teatro de la vida.Algo te sigue, y no sabes qué es. Miras hacia atrás, alrededor, y nada transmite estabilidad o certeza, porque el escenario de la realidad puede modificarse, ser alterado, es incierto, y depende del capricho, de las veleidadades de los que habitan el encuadre de la vida. Además los sueños se deterioran y se hacen decepción, ruina, como tu cuerpo. Eres una criatura orgánica con fecha de caducidad. Ya no eres una niña que puedes hundir en el agua a una hormiga que recorría tu brazo, inconsciente de que pierde la vida, inconsciente de que tú provocas que pierda la vida, sino una adulta a la que se le puede romper un brazo, como tus entrañas quebrarse por el dolor, como tus entrañas retorcerse por la consciencia de tu finitud y la sensación de indefensión. Porque un yeso en un brazo no es suficiente protección, ni en tu brazo ni en tus entrañas.
'It follows' (2015), de David Robert Mitchell se teje sobre esa vulneración. En el encuadre puede irrumpir la amenaza, avanzar desde esa incierta profundidad de campo en el que una figura indistinguible puede convertirse en un rostro que se aproxima, y se hace primer plano, para hacerte daño, para acabar con tu vida. Y el rostro de esa amenaza puede ser cualquiera. El espacio de la realidad se convierte en una infección de incertidumbre amenazante que se propaga, y no parece haber modo de atajarla. Inevitablemente, morirás. No hay sensación de seguridad. Pareciera que, con cada aparición, fueran brotando, como un grano de pus que reventara, los fantasmas de una adolescente, de una mirada en formación, Jay (Maika Monroe), los fantasmas de una sexualidad desbordada, de la consciencia de sentirse orgánica, organismo que desea, organismo que se deteriora. Esa amenaza indefinida que sigue con pausada determinación se presenta con el cuerpo de una mujer desnuda, o de una anciana en camisón, o de una joven que chorrea agua, que bien puede ser flujo vaginal, dejando asomar sus pechos, u hombres con parpados sombreados, como si en sus miradas brotara una ominosa oscuridad, el de un hombre maduro desnudo en el tejado de su casa o el del mismo chico con el que ha disfrutado del sexo y se dirige a matarse a sí mismo.
Quizás el de madres que se abalanzan sobre su propio hijo, e incluso el de su propio padre, que intenta precipitarla a los abismos de la emoción sin centro, ahogándola en el espacio simbólico de la emoción, el agua. En el agua, en una piscina del jardín de su casa, cual placenta, nos es presentada Jay, dejando ahogar una hormiga que recorría su brazo En el agua es atacada por esa amenaza que incluso adquiere la apariencia de su progenitor, lo que la sociedad sanciona que no puede ser deseado. En ese agua en el que la sangre se derrama cual sangre menstrual, como si tomara posesión de la realidad, de su cuerpo. La realidad ha abierto las páginas que configuraban su piel y revela un abismo que se extiende como una tumescencia. No es fácil conseguir la ilusión de centro, sentir que esa mano que agarra la tuya, enyesada, es la que te sostendrá en el viaje por una realidad que ya se reveló como intemperie y en la que tendrás que definir cómo eres, qué deseas, y si todos los rostros son cualquiera, o hay alguno que se singulariza en ese océano de encuadres abiertos en el que puede irrumpir cuando menos lo esperes la amenaza que interrumpa el curso del relato de tu vida. Hasta cuando ya no siga. Hasta cuando ya no escuches un 'continuará'. Mientras, coge esa mano que parece sí tener rostro.

sábado, 30 de mayo de 2015

En rodaje: Jean Pierre Jeunet, Audrey Tatou y Mathieu Kassovitz

Jean Pierre Jeunet, Audrey Tatou y Mathieu Kassovitz durante el rodaje de 'Amelie' (2001), una de las obras más singulares y revitalizantes que ha dado el cine de este siglo. La imaginación sigue viva (al menos en algunos)

viernes, 29 de mayo de 2015

Cyd Charisse, cuerpo en sombras

Cyd Charisse, fotografiada por Allan Grant, durante una pausa de rodaje de 'la Bella de Moscú' (1957), de Rouben Mamoulian

Avance: Insidious. Capítulo 3

De Insidious: Capítulo 3' (2014), de Leigh Wannell se supone que no se puede decir nada porque hay embargo (hoy en día en cualquier momento te pueden embargar por lo que sea: hay que estar atento a no dejar de cumplir los trámites como buenos autómatas reverentes). El hecho es que ya está aquí, o ya estaba, porque su patrón no deja de ser el mismo que las dos anteriores, dirigidas por James Wan, todas con guión de Whannell, que en esta no variante debuta en la dirección. No me disgustaron las dos previas, aunque la segunda resultará más desequilibrada, o con menos secuencias destacables, pero tampoco ninguna me cautivó, como tampoco 'Expediente Warren' (2013), también de Wan. No carecen de secuencias de eficaz atmósfera terrorífica, de esas que se agazapan y anidan en tu piel, o la que te sobresalta sin necesidad de recurrir a brazos en los hombros o súbitos latigazos musicales, pero no me parece que trasciendan las superficies, ese hábil dominio de las texturas (de la dilatación en la duración de los encuadres o secuencias, o del diseño sonoro). Sin embargo, para exquisiteces de género, ya estrenan hoy 'It follows' (2014), de David Robert Mitchell, una de las más deslumbrantes obras del año, y sin duda del género en este siglo ( a la altura de algunas obras de Kiyoshi Kurosawa o 'Déjame entrar' de Alfredson). Pocas obras con una tan elaborada y compleja puesta en escena ( y sin entrar en sus densidades reflexivas, que tampoco es que interesen demasiado, como las cualidades de la puesta en escena a muchos aficionados hoy en día: Leía ayer una crítica en que alguien mostraba su desconcierto por qué no entendía si la acción transcurría en verano o invierno, por la forma de vestir de los personajes. De su apasionante reflexión sobre la consciencia de la finitud, el paso a la edad adulta, las mutaciones y límites del deseo y la identidad...ni rastro (y esto se puede ampliar al noventa por ciento de los comentarios sobre el cine fantástico o de terror, o de acción o de superhéroes): Vivimos la era de las superficies, del ruido y la velocidad. ¿Qué eso de las metáforas y las alegorías?) De nuevo, la cuestión no es qué vemos, sino qué necesitamos ver.

jueves, 28 de mayo de 2015

Terciopelo azul - Imágenes de un rodaje

David Lynch, Isabella Rosellini, Dennis Hopper, Lyle McLachlan, Laura Dern, Brad Dourif, Jack Nance, y otros componentes del equipo de rodaje de 'Terciopelo azul' (1986), en algunas fotografiados por Peter Braatz.

miércoles, 27 de mayo de 2015

La mirada de Ulises - Imágenes de un rodaje

Theo Angelopoulos, Harvey Keitel, Erland Josephson y Maia Morgenstern, entre otros, durante el rodaje de 'La mirada de Ulises' (1995)

martes, 26 de mayo de 2015

Poltergeist

Eric (Sam Rockwell) se ha quedado en paro. Ya no vende cortadoras de cesped. Sufre por no poder mantener a su familia, a sus tres hijos, incluso a su esposa, Amy (Rosemarie De Witt), ya que prefiere que ella no busque trabajo y se dedique a escribir, como si el escenario económico fuera el mismo que cuando vivían holgadamente. Es importante actuar como si todo siguiera bien, como si se pudiera disfrutar del mismo nivel de vida. Eric comienza a sentirse un espectro, otra de tantas criaturas invisibles que parecen quedar al margen de la competición laboral, sin dorsal, o abocados a trabajos de menor categoría, peor remunerados, a lo que se resiste, porque después de haber disfrutado de un nivel no puedes descender a otro que implique privaciones. Pese a que ya tenga varias tarjetas de crédito canceladas, se permite comprar caprichos para todos, para sentir la ilusión, aunque sea pasajera, de que su vida no es un naufragio que no deja precipitarse en el vacío. Compra una nueva casa que resulte más asequible que la que tenían antes, pero cuya apariencia no delate precariedad. Los parcheados deben ser sutiles. Los cimientos de su vida se pudren, pero se siguen cuidando las apariencias. No es de extrañar, por tanto, que esa nueva casa esté construida sobre un antiguo cementerio, que se supone fue trasladado a otra zona aunque sólo se trasladarán las lápidas, porque esta es una sociedad sostenida sobre las apariencias, y los tejemanejes se urden sobre las mismas: así se genera y extiende la corrupción hasta que ya es tan notoria que no se puede disimular. Tampoco es de extrañar, por tanto, que ese cementerio ignorado esté rebosante de fantasmas que son más bien poltergeist furiosos y muy cabreados que quieren, como Eric, algo de luz, unos en la muerte, y otro en su vida.
No es el único frustrado o contrariado en su vida. Su hijo Griffin (Kyle Cattlet), parece su extensión, o variante, a pequeña escala: aún no ha superado sus miedos, como si aún siguiera perdido en aquel centro comercial tres años atrás, cuando su madre le perdió de vista (como Eric, de alguna manera, se ha quedado perdido en el centro comercial que es esta sociedad de consumo y lustre apariencias). Girffin se siente en permanente estado vulnerable. Parece sentir que el mundo es una amenaza que se va abalanzar sobre él en cualquier momento. Un árbol no es un árbol, sino algo que puede precipitarse sobre él. La vida no tiene gracia, aunque caigan payasos en bloque de un recoveco de su nueva habitación, como si le dieran la bienvenida a la realidad donde las carcajadas son desprecios y burlas. Ve tantos peligros que ya no le hacen caso cuando advierte que suceden cosas fuera de lo corriente. Siente que no le toman ya en serio. Se supone que tiene muchos miedos, como se supone que su hermana menor, Maddy (Kennedi Clements) habla con muchos amigos imaginarios, y como se supone que su hermana mayor, Kendra (Saxon Sharbino) está tan enganchada al móvil que parece que vive conectada a ese otro mundo paralelo de relación virtual. En todos predominan las relaciones fantasiosas, que no son reales, sea en los miedos, en la imaginación o en la virtualidad. Resulta, por tanto, coherente que se enfrenten a criaturas espectrales que les hablan desde la pantalla, que les aterrorizan hasta que sean capaces de lanzarse de lleno a la oscuridad, y que usen de conector a quien sabe comunicarse con lo imaginario, como si fuera el ideal portavoz para sus reclamaciones de ultrajes silenciados.
Pero en cierto punto de la evolución narrativa de Poltergeist (2015), de Gil Kenan, parece que se sufra un cortocircuito eléctrico, y el consiguiente apagón, como los que sufre la casa de los protagonista, y abandona ese desarrollo, los personajes se diluyen, y la pirotecnia se adueña del relato. Durante su primera mitad resulta sugerente como la primera obra de Gil Kenan, Monster house (2006), aunque en este caso, cuando la insinuación, lo indefinido y lo posible se convertían en explicitud, no disminuía su interés. En cambio, en Poltergeist, entra en barrena. La narración parece precipitarse, y atropellarse, quedando muchos personajes desdibujados o sin completar el trazo. Karrigan (Jared Harris) el <> que presenta un programa de televisión ( y que fascina a quien vive entre pantallas, Kendra), queda meramente esbozado, como su vínculo con la parapsicologa, la doctora Powell (Jane Adams), con la que mantuvo una relación que se rompió por distintas priorizaciones vitales, lo que ofrecía un sugerente planteamiento especular con respecto a la sensación de fracaso de Eric y el precario futuro de su familia. Es un apunte mordaz que sea el padre quien tenga la visión de que surgen gusanos de su boca y nariz tras beber un trago de whiski, cuando impotente busca consuelo en la embriaguez, un apunte que refleja su quebrado ánimo, ya que siente que no logrará salir de su circunstancia crítica ni conseguirá salvar a su familia sea de la penuria económica o de la amenaza de unos poltergeist, pero es un apunte que queda como un fleco suelto, sin el necesario engarce dramático con la determinación resolutiva de su hijo Griffin en el salvamento de su hermana. Y esa sensación transmite Poltergeist, una prometedora nueva dirección con respecto a la anterior versión de 1982, dirigida por Tobe Hooper, vía enfrentamiento con los furiosos fantasmas interiores, que queda interrumpida en cuanto la narración es poseída por los fuegos artificiales.

Avance: Una paloma se posó en una rama para reflexionar sobre la existencia (porque no tenía dinero)

'Una paloma se posó en una rama para reflexionar sobre la existencia' (2014), de Roy Andersson, es una comedia, pero es tan sombría que supura. Los encuadres del cine de Roy Andersson, son planos celda. Planos de larga duración, o larga condena. Parecen viñetas, como los encuadres del cine de Wes Anderson o Ulrich Seidl, viñetas de elaborada composición en la que cuerpos y objetos y vacíos se confunden, indistintos, engranajes de una impecable simetría en la que todo parece en su sitio. Aunque nada lo esté. Los semblantes son cerúleos, como cubiertos por una capa de ceniza, o la primera capa de maquillaje de un payaso. Son espectros que transitan con aspecto inmovilizado la sucesión de encuadres como capítulos deshilachados aunque ajustados con nudo corredizo. (Continuará próximamente en Factor Crítico y El cine de Solaris),

lunes, 25 de mayo de 2015

Corn island

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No se escucha una palabra hasta que han transcurrido veinticinco minutos. 'Corn island' (Simindis kundzuli, 2014), producción georgiana dirigida por George Ovashili, es una narración de acciones, cuerpos, materias. Es un relato sobre el forcejeo entre la creación y la muerte, entre la construcción y la destrucción, la forja y cultivo de la vida y la erosión de la vida. Una isla en medio de un río, un pequeño islote, una pequeña franja de tierra. Un hombre (Ilyas Salman), junto a su nieta (Mariam Butirishvili) se dedican a hacer habitable ese espacio en blanco. Construyen una casa de madera, y cultivan la tierra, plantando maiz. Una tarea que es narrada, descrita, con detalle. Tarea, labor, los cuerpos que se relacionan con el entorno, y crean, dotan el espacio de forma, edifican en el espacio agreste de la naturaleza. En la distancia, disparos. Miradas con uniformes y armas, miradas que destruyen, miradas que persiguen, miradas que persiguen a quien no porta su mismo uniforme. En la distancia, los otros son figuras rivales. Esa pequeña isla es un espacio neutral, aún por definir o perfilar. Las miradas se cruzan, se tantean y se alejan. A veces se exploran, no sea que tras las apariencias se esconda un uniforme que no es el propio. El hombre que construye no sabe de uniformes ni de armas ni de rivalidades, por eso puede acoger a un cuerpo herido, maltrecho, porque no es un uniforme, es un cuerpo que necesita ayuda, como la tierra es cultivada para que proporcione un fruto.
En estos pasajes confluye el desarrollo dramático con el de la coproducción estonio-georgiana recientemente estrenada 'Mandarinas' (2013), de Zaza Urushadze, otra obra que refleja la tendencia destructora del ser humano y aboga por la conciliación, por la relación armónica con el entorno, con los otros. Una obra también centrada en la guerra que estalló en Georgia cuando el territorio de Abzhakia reclamó su independencia (el mismo cineasta fue otro de los georgianos que tuvieron que abandonar ese territorio en 1992). Pese al cese de la confrontación bélica en 1994, aún no se ha resuelto el conflicto (hay quienes como Rusia reconoce a Abzhakia como estado independiente, pero no Georgia o las Naciones Unidas). Pero mientras 'Mandarinas' no logra transcender esas buenas intenciones más allá de un estilo aplicado, 'Corn island' se despliega y eleva porque hace de los planos versos líricos de una fisicidad palpable.
Los planos parecen formar parte de la misma naturaleza, esculpida con las mismas acciones del hombre y su nieta forjando un encuadre habitable en medio del espacio en blanco de la naturaleza. La erosión amenaza, la erosión de la tendencia beligerante de los seres humanos y la de la propia naturaleza, la amenaza de las tormentas y los caudales desbordados que puedan provocar la desaparición de la isla, convirtiéndola de nuevo en parte de la materia aún indefinida, de la materia no esculpida ni cultivada ni elaborada. Brotes de instintos y de corrientes, el fragor de los elementos. Ese fragor que también desborda el cuerpo de la nieta, un cuerpo que comienza a relacionarse con el entorno, cuerpo en el que despierta el deseo que comienza a anhelar sentir la materia, el agua en el que bañarse desnuda, el cuerpo del hombre que incita para que la persiga en el juego del deseo desplegado. Desbordamientos que buscan la fusión, desbordamientos que propician la destrucción. Entre ambas tendencias, forcejea el ser humano intentando edificar en un isla en el océano del universo. La odisea de construir entre las corrientes del caos que también pueden portar un uniforme.

domingo, 24 de mayo de 2015

Gueros

Los poetas no cogen el tren. Se quedan siempre en la estación, no son pasajeros sino observadores que urden versos que son raíles con viento y cabellos y gestos y nubes y aliento y papeles y letreros y paso del tiempo y flexión de los cuerpos, versos que transfiguran la percepción porque enfocan la realidad desde múltiples ángulos, entre sus luces y sus sombras. Hay algo de poetas en los cuatro jóvenes protagonistas de la producción mexicana 'Gueros' (2013), de Alonso Ruíz Palacios. Se desplazan por Ciudad de Méjico, a veces sin saber en qué parte concreta se encuentran (a veces hay quien pregunta dónde estamos, y quien responde: en Ciudad de Méjico). Es un conjunto aunque sea una diversidad de calles, un mismo nudo aunque su apariencia sea deshilachada, una misma realidad que desconcierta y aturde porque parece desconectada, con la que se forcejea y en la que se busca una brecha de luz. La realidad se encuentra en obras, y parece enrevesada entre absurdas categorizaciones (que derivan en distancias que son separaciones, e incluso discriminaciones), como la que señala el mismo título de la obra, uno son gueros (los de tez pálida y pelo claro) y otros prietos (de tez oscura, de rasgos amerindios).
Hay una respiración de exilio en 'Gueros' que recuerda a 'La ley de la calle/Rumble fish' (1983), de Francis Coppola, otro deslizamiento entre sueños y sombras en blanco y negro. Hay también dos hermanos. Aunque aquí el pequeño, Tomás (Sebastián Aguirre), no idealiza al mayor, Sombra (Tenoch Huerta). Más bien hay entre ambos cierta distancia que se hará aproximación y conciliación en el trayecto o desplazamiento de este viaje por las venas de Ciudad de Méjico. Un viaje que tiene una finalidad y sí tiene que ver con la idealización, la búsqueda del cantante Epigmenio Cruz (de cuya música se dice que hizo llorar de la emoción a Bob Dylan) que ambos hermanos admiran. Tomás porta un deslustrado cassete que le regaló su padre, como si fuera el amuleto que pudiera conducir hacia el Santo Grial. Ambos escuchan su música, y la banda sonora se queda en silencio mientras sus semblantes entran en estado de éxtasis, un momento de sensación pacífica en el que todo parece reajustado con un centro. En 'La ley de la calle' el hermano mayor, el chico de la moto (Mickey Rourke), no escuchaba bien, como si la realidad fuera un sonido amortiguado. El sonido también es relevante en 'Gueros' para definir la relación con la realidad. Y al fin y al cabo Epigmenio es un músico ( cuyas composiciones nunca escucharemos, en un buen detalle de guión) que se encuentra gravemente enfermo, por lo que indica unas noticia en el periódico, aunque haya abandonado el hospital. Sombra, como el chico de las moto, también tiene conflictos de percepción. Sufre estados de alteración, como si la realidad se convirtiera en un temblor que sacudiera sus entrañas, y que un médico diagnóstica como ataques de pánico, de ansiedad.
Tomás y Sombra contemplan peces en un acuario, como El chico de la moto tenía fijación con su reflejo en un pez, el Luchador de Siam (Rumble fish), ese pez de colores que evidenciaba el color extirpado el su vida, ese pez que ataca su propio reflejo, como El chico de la moto ya quería acabar con la imagen de sí mismo, con la imagen de la realidad, revelada falacia, sueño que más bien era pesadilla de colores extraídos. Sombra, literalmente, vive entre sombras: cuando Tomás llega a su apartamento es pura oscuridad con la que se tropieza. El piso, que comparte con Santos (Leonardo Ortizgris), es puro desorden, el suelo un reguero de obstáculos en forma de botellas y latas. Vive haciendo huelga de la realidad, ajeno, o más bien replegado, encogido, vive casi de prestado, alimentándose de la electricidad de la vecina de abajo, y la realidad afuera es otra dimensión, otro planeta, por eso también hace huelga de la huelga universitaria.
Es una sombra estacionada, aunque más bien aparcada, con los ojos cerrados, como quien se ha tropezado y caído. Su salida a la realidad, en busca del músico, en compañía de su hermano, y Santos, implicará recuperar el nexo perdido con la realidad, dotar de algo de luz a su vida, en lo que es fundamental el cuarto componente que se une al viaje, Ana (Ilse Salas), la chica que ama, una mujer comprometida con la acción combativa, una de lideres del movimiento contestatario universitario. Sale de su jaula, y se confronta con ese otro zoo de barrotes invisibles que es esa realidad sin centro, cuyos pedazos parecen desgajados. Sigue el hilo de la música perdida y constata que la poesía en la realidad parece dormida. De todos modos, la sombra parece dotarse de la necesaria electricidad que le suministre la luz que parecía haber extraviado. En el acuario, comenzará a desplegarse en Sombra ese amor que permanecía en sombras, replegado, oculto, sin manifestarse como debiera ya que existe correspondencia entre Sombra y Ana. Quizá algunos sueños inclinen la cabeza y parezcan muertos aunque sólo estén dormitando, pero hay otros que despiertan, y se ponen en movimiento, y miran hacia adelante, como una flecha de luz que deja atrás las sombras.