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lunes, 31 de mayo de 2010

A bayoneta calada

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Fuller vivió lo que es un campo de batalla y sus circunstancias, hechas de paradojas irresolubles, de horror y necesidad de supervivencia, durante la segunda guerra mundial, y eso se palpa en su cine...Rezuma verosimilitud, y está trenzada con detalles insólitos, que, valga la paradója, lo hace más realista, a la vez que extrae todo su potencial simbólico. Acción y reflexión, fisicidad y abstracción, se conjugan armoniosamente en sus obras, aunque no en todas. Las hay prescindibles como 'El diablo de las aguas turbias'(1954), mera ilustración de los más rudimentarios clichés de las películas de submarinos, o 'Verboten' (1959), desequilibrada por un excesivo énfasis en las intenciones del discurso, alrededor de un joven aleman que, tras ser atraido por grupos de afiliación nazi, descubre las barbaridades que se realizaron en los campos de concentración. Hace demasiado tiempo que vi 'China gate' (1957) para poder dar una opinión con fundamento, pero en cambio, tanto 'Casco de acero' (1951), como sobre todo, 'Invasión en Birmania' (1962) y 'Uno rojo:división de choque (1980) se revelan como algunas de las más sugerentes e incisivas muestras de este género. 'A bayoneta calada' (Fixed bayonets, 1951) no es un título citado cuando se destacan las aportaciones de Fuller al género bélico. Es más, ha sido objeto de escasa atención, permaneciendo en el limbo del olvido. Pero no sólo me parece tan excelente como las obras señaladas, sino que se revela como una obra nodal de la nervadura de su obra bélica, cualidad ya condensada en su título. Por un lado refrenda la consideración que tenía Fuller del cine como un campo de batalla, esto es, sumergirnos en la experiencia emocional. Afilarnos el nervio. Pero también, como símbolo, evidencia, y desnuda, la entraña de la guerra. La cruda esencia de ésta es que te sitúa en la tesitura de matar. Y cualquier dilema que se plantee no hará más que condicionar tu supervivencia. Matar o ser matado. Esa es la única cuestión.A bayoneta calada, el cuerpo a cuerpo, la confrontación directa con el hecho de matar, el primer plano que desvela la condición de la guerra.
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'A bayoneta calada' fue la primera de las siete colaboraciones para las que fue contratado por la Fox, tras que los grandes estudios pujaran por sus servicios dado el inusitado éxito económico de su producción de serie B Casco de acero (6 millones de recaudación para una obra de 100.000 dólares de presupuesto). Su gestación fue fulminante. Sólo diez meses separaron su estreno de la obra anterior. Y de nuevo situada en la guerra de Corea, aún en curso en ese momento. La acción se centra en un pelotón de 48 soldados que cubre la retaguardia de un ejército en retirada, acosado por el enemigo. Ya de entrada sorprendía, como en Casco de acero, el aspecto desastrado de los soldados, con sus barbas incipientes - en lo que había abierto senda una obra que el mismo Fuller admiraba, la estupenda Tambien somos seres humanos (GI Joe, 1945, William A Wellman)-, señas del doloroso desgaste y embrutecimiento por las precarias condiciones, y las inacabables marchas a través de escarpados e inhóspitos parajes ( dado el elevado número de producciones bélicas en rodaje en ese momento, ante la carencia de soldados que hicieran de extras, Fuller recurrió a bailarines, por su dominio de la expresión corporal, a los que cargó con pesadas ropas y mochilas para transmitir la fatiga del campo de batalla), retratado en su grado más descarnado y extremo en Invasión en Birmania. En cambio, pudiera parecer que contradice su pálpito verista el que se rodara en decorados de estudio, pero tal elección más bien amplia sus resonancias de alucinada abstracción. Y es que una característica destacable en sus mejores obras es el agudo uso que realiza de los espacios, o elementos del decorado, y sus resonancias simbólicas, como comentario reflexivo entre líneas, e incidiendo en la paradoja. Caso de la pagoda en la que transcurre buena parte de la acción de Casco de acero, con esa enfebrecida imagen de un soldado disparando oculto tras una estatua de Buda. O, en Invasión en Birmania, la construcción en forma de laberinto donde tiene lugar un enfrentamiento armado. La secuencia se culmina con un plano general en picado que resalta la forma de ataúdes de los bloques de esa construcción, ahora surcado con decenas de cadáveres de soldados. O los espacios del manicomio, las ruinas romanas, o ese páramo desolado donde se alza una cruz, signo de una vivencia donde la compasión ha sido extirpada, en Uno rojo: división de choque.
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En este caso, en A bayoneta calada, nos encontramos con un singular escenario, en el cual debe guarecerse el pelotón cercado por el enemigo: una cueva dominada por estalagmitas y estalactitas, colindante con una profunda sima. Un abismo que se cierne sobre los soldados, cual presencia permanente, como un fuera de campo imprevisible: la amenaza de la muerte. Acotación espacial que, además, refleja en qué paradoja dentada está atrapado el protagonista. Un conflicto o dilema que ya queda patente desde la primera secuencia. El cabo Donne (Richard Basehart), apostado, se encuentra en la situación de poder disparar contra un enemigo, pero se ve incapaz de hacerlo. Se queda petrificado, o helado como el paisaje nevado en el que se encuentra. Aún es virgen en la lid de matar. Y sus escrúpulos están tan fuera de contexto como la efigie de Buda en su anterior film. Como le remarca El sargento Rock (Gene Evans), para matar hay que verlos no como hombres sino como enemigos. La guerra congela las emociones: Si no conviertes a los otros en representaciones, no sobrevivirás. Si en la confrontación en primer plano es necesario tomar esa distancia, por otro lado, no es lo mismo mirar desde el simulacro en la distancia que vivir la guerra en primer plano. Porque al cabo Donne, destacado oficial en la academia, en cuanto capacidad táctica y decisión, (cerebro y agallas, en palabras de unos soldados, son los atributos de un buen oficial), ya en el campo de batalla, le aterra la posibilidad de tomar la responsabilidad del mando. Por eso, es sólo cabo. Y, por eso, está tan pendiente de que sus superiores en la jerarquía, tres en concreto, no pierdan la vida. No carece de valor, pero no quiere que ninguna vida dependa de él, una escisión que es un absurdo dentro de otro absurdo, y que queda certeramente reflejado cuando se ofrece voluntario para cruzar un campo de minas y llegar hasta un malherido sargento, cargar con él a sus espaldas, y volver sobre sus pasos.
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Fuller filma la secuencia con un opresivo uso de la fragmentación, los planos cortos y la cámara subjetiva, entresacando toda la tensión del momento y la contradicción que alienta la acción de Donne, ya que sí, realiza todo un acto audaz, pero en buena medida lo hace porque si le salva él podrá evitar la posibilidad de encontrarse al mando del pelotón. Cruel y cáustica conclusión: Después de lograr cruzar por dos veces el campo de minas, cuando llega, el sargento está muerto. Pero A bayoneta calada no alcanzaría la fuerza expresiva que posee si estos dilemas no estuvieran conjugados con el contraste de los pequeños detalles, tanto de situaciones como de caracterización, atravesados por un mordaz y dislocado humor que incide en el extrañamiento. A la vez que confieren relieve a los personajes, ahondan en hacernos sentir, así como desentrañar, el áspero y desquiciado sinsentido que están viviendo. Véase esa insólita imagen de los soldados calentándose juntos los pies para protegerse del frío y no acabar entumecidos, y como remate, Rock diciéndole a Donne, mientras frota su pie, que lo debe tener helado si no siente nada, hasta que se percata, al incorporarse, de que estaba masajeando su propio pie. O el travelling sobre los rostros de los soldados mientras se suceden sus pensamientos, en off, con respecto a lo que harán cuando acabe la guerra (uno considera que es una tontería pensar en ello, otro que le gustaría intercambiar con un tercero algo para conseguir sus calcetines, el cuál sabe que quiere conseguirlos pero que lo tiene claro, y un último mirando a éste se pregunta qué diría si supiera que él se los ha quitado y los lleva ). La conclusión es tan elocuente como sombría, los rostros agotados y desolados de los soldados supervivientes llegando, en la noche, a la base, tras cruzar un río. No hay gesto exultante ni victorioso, sólo queda el demoledor cansancio tras haber logrado sobrevivir un día más a otro infierno. Como se decía en Uno rojo: división de choque: sobrevivir es la única gloria en la guerra.

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