La mujer de Tchaikovsky (2022), de Kirill Serebrennikov, se inicia con un texto que señala que la mujer en Rusia, a finales del siglo XIX, era una mera extensión del hombre, de la misma manera que no disponía de su pasaporte, ya que meramente su nombre aparecía en el pasaporte del hombre, y no disponía de derecho a voto. En la primera secuencia, Antonina Miliakova (Alyona Mikhailova) asiste, en 1893, al funeral de su marido, el compositor Piotr Ilych Tchaikovsky (Odin Biron), cuyo cadáver yace en un destacado lugar. Pero en cierto momento, el cadáver se reanima y lanza una serie de reproches a Antonina. Este prólogo concluye con un plano cenital que encuadra a Antonina, entre la multitud, mirando a las alturas. De este modo ya se anticipa que la narración, además de un reflejo de una circunstancia social en la que mujer parecía vivir en las penumbras del hombre, corresponde a otro desquiciamiento, este no social sino subjetivo. Antonina confundirá deseo con realidad en otro proceso de negación, en este caso de la realidad. Su amor negará cualquier otro posible discernimiento. Intentará amoldar, denodadamente, que la realidad se ajuste a sus voluntad y deseo, de la misma manera que la mujer se supeditaba a la voluntad y voz del hombre en la sociedad. Ni antes, ni durante los dos meses y medio que dura la convivencia con el hombre que ama, advertirá que él es homosexual. Su deseo de amor arrolla cualquier evidencia, ya patente cuando, la primera vez que hablan, en la casa de ella, Antonina declara su arrebatado amor y su propósito de que compartan un proyecto de vida. Esa pasión neutraliza cualquier otra consideración. Ni siquiera le perturba que él remarque que su relación no será romántica ni pasional sino equiparable a una amistad. No hay signo, para ella, ni siquiera con las amistades masculinas que le presenta, que le haga pensar que él solo desee a los hombres. No comprende que su matrimonio es equivalente a un conveniente posado fotográfico cara a la galería.
La ruptura de la relación, o la fuga de él tras que ella irrumpa en su habitación con el propósito de que hagan el amor, no es para ella sino un desajuste que debe ser reparado. La negación de lo que es seguirá pautando su relación enajenada con la realidad. Según su voluntad y deseo, o cómo quiere que sea la realidad, él también la ama y por eso no aceptará el divorcio y seguirá empecinada en que, tarde o temprano, se reajustará la realidad, esto es, la relación con quien ama, porque, simplemente, le ama. El diseño visual, magnífico, se define por la escasez de luz, por las penumbras, como si se habitara unas profundidades marinas. La narración, progresivamente, difuminará los límites, primero temporalmente, como si las elipsis más bien fuera un continuo de acuerdo a la concepción de la realidad en la que vive cautiva Antonina. Hay planos secuencias, como el de la estación, en el que se condensa cómo la vida de Antonina es una espera. No hay ya paso del tiempo, sino la espera de que la realidad se reajuste a su voluntad. Un movimiento de cámara concentra el paso de los días porque ella permanece en un mismo estado mental, el de la espera.
Progresivamente, a medida que el desquiciamiento de Antonina se acreciente, los planos secuencias simplemente definirán la confusión de lo que es real o imaginado. Antonina establece una relación con su abogado, con el que tiene varios hijos que entrega a beneficencia, pero su mente sigue encasquillada en su propósito de que la relación con el hombre que ama se repare, y así la relación con la realidad se reconfigure de acuerdo a lo que ella anhela y desea. Si la segunda parte de la excelente Traición (2012), se vertebraba sobre la incertidumbre o ambiguedad de si los hechos acaecían añós después o en un presente alternativo, en La mujer de Tchaikovsky, en el último tramo ya realidad e imaginación, definitivamente, se confunden, pero sí resulta patente que se confunden de acuerdo a la crónica enajenación de Antonina, quien se pierde definitivamente en su mente, como si esta hubiera sufrido un cortocircuito debido a la frustración e incapacidad de asumir la realidad. Como Traición, La mujer de Tchaikovsky destaca como una singular inmersión en la confusión y el arbitrio de los sentimientos, con personajes cual actores ofuscados con un libreto que no se controla, pero que se desea controlar, para amoldar la realidad y la conducta de los otros al mismo. Las emociones desbordan, y Antonina se convierte en una mera bailarina, a la deriva, de una coreografía que realmente no controla, y su negativa a asumir lo que es real, la falta de correspondencia del hombre que ama y su homosexualidad, la aboca a un espacio de enajenación, una realidad aparte.