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domingo, 30 de noviembre de 2014

La duquesa de Langeais

No toque el hacha es la traducción del título original de la magistral 'La duquesa de Langeais' (Ne touchez pas la hache, 2014), de Jacques Rivette. No toques el hacha le advierte el marques de Montriveau (Guillaume Depardieu) a la duquesa de Langeais (Jeanne Balibar), cuando su relación, el cortejo, se ha convertido en lucha encarnizada, en acero contra acero. Cuando el juego escénico ha derivado en combate. A la duquesa hay quien advierte que sea cuidadosa con su tendencia a la coqueteria, el gusto por los halagos, y el placer que reporta la larga persecución amorosa. El marqués, militar, considerado un héroe, y por tanto hombre de moda, hombre admirado, pieza de caza mayor en los territorios del cortejo, aunque sea calificado de fastidioso y sombrío, incluso aplica tácticas militares cuando, asistido por compañeros enmascarados, la rapta y retiene unas horas, como gesto despechado, como acción sancionadora. El marqués permaneció dos años prisionero en Africa antes de que lograra fugarse. En los espacios cerrados de los salones, en las dinámicas escénicas del cortejo, se siente también prisionero, fiera enjaulada, y reacciona como fiera herida, agraviada. El escenario les supera, por exceso o por defecto. Ella, por embriagarse por un largo proceso de cortejo convertido en dilatado e indefinido ritual, en el que la satisfacción permanece aplazada, o incluso difusa en la ambigüedad de la negación que es placer de juego perverso de quien gusta de ser admirada y deseada (él desea besar su pañuelo, y ella le ofrece la mano, pero añade que de ahí no se pasará). Él, por su falta de dominio, a la inversa de aquel escenario al que está habituado a dominar, por su atolondramiento, por no saber encajar esa falta de dominio, por dejarse atropellar por la demanda de su sentimiento.
Ella le expone que su severidad reflejaba más amor que autocomplacencia, y él sus debilidades las tomó como crímenes. Se resistió porque se suponía que se ajustaba a unos modelos de conducta femeninos. Pero cuando ella abre su corazón, cuando intenta reconducir el escenario con los mutuos sentimientos expuestos, ya los aceros han hecho demasiado daño. Esta adaptación de la obra de Honoré de Balzac se abre con las consecuencias del daño, cinco años después, y esa herida abierta se extiende durante la narración, como un eco sordo, como una mirada entristecida. El marqués intenta visitar a la duquesa que se ha recluido en un convento. Otra reclusión, esta voluntaria, como pena, dolor y castigo, por los errores cometidos, por el sufrimiento infligido. La cortina que cierra la monja para interrumpir el diálogo entre ambos, cuando la emoción rompe los barrotes del comedimiento escénico, se equipara con los telones de los escenarios de los salones, aquellos con los que jugó como truco ilusorio de suspensión la duquesa y que el marqués sintió como clausura y negación.
La narración fluye a través de los gestos, y de las miradas y expresiones. Desnuda la condición escénica en las representaciones que se urden, en las interpretaciones,conscientes o inconscientes, dominados por las brasas del sentimiento y los reflejos de la vanidad, pero proyecta la narración cinematográfica en unos sutiles modos actorales y una planificación, sea estática o en movimiento, que atiende a las corrientes subterráneas de las emociones en contienda. Esa contienda de juego escénico que masacra en ocasiones las emociones, y a veces los mismos cuerpos. Al marqués, en la secuencia final, en un barco que navega en las aguas, aunque las emociones no consiguieron navegar, en un barco que porta el cadáver de la mujer que amó, le señalan que fue una mujer y ahora es nada, y le dicen que piense en lo sucedido, en la tragedia, como en un libro que leyó en su infancia. Y él, con la mirada apesadumbrada, asiente. No es más que un poema, dice. Y la cámara panoramiza para encuadrar el cielo nublado. No habrá olvido, los versos seguirán doliéndole como la inocencia perdida de la infancia. 'La duquesa de Langeais' es un bellísmo poema nublado.

sábado, 29 de noviembre de 2014

Benjamin Smoke

En un destartalado barrio de Atlanta, Cabaggetown, uno esos vecindarios que parecen el patio trasero de los escaparates, las vallas publicitarias y los rótulos de neón, incluso, su vertedero, los escombros de la realidad silenciada, entre niños que surcan las calles con sus karts armados con sus propias manos, muchos de los cuales, pronto serán carne de presidio, mientras sus padres siguen inhalando alguna sustancia, cuando menos la del olvido o el aturdimiento, un cuerpo se consume, el cuerpo de la singularidad, que se proyectó durante la década de los ochenta y los noventa con su voz aguardentosa, una voz de narrador en los callejones terminales, de cristales rostros y sueños reventados, pero exprimidos con la voracidad de quien quiere vivir la vida en su sustancia descarnada, un resplandor que admiró la misma Patti Smith, quien concluye con la lectura de la letra de 'Death singing', la canción que le inspiró este singular cantante, cuyo nombre artístico da título a este documental de Jem Cohen y Peter Sillen cuyo rodaje abarca, o se extendió diez años, y que se estrenó un año después de su muerte, con 39 años, debido a complicaciones derivadas de la hepatitis C. La fascinante 'Benjamin Smoke' (2000), se despliega y escinde y complementa entre el retrato de ese rostro, de esa voz, que nació como Robert Dickerson, y los espacios, escombros escénicos, entre los que se gestó, y formó, con los que convive, ya que en su jardín permite que los niños construyan sus karts. Su música brota de ese espacio. De ese espacio informe e intercambiable brotó una figura singular, que ya desde los ocho años no escondió que disfrutaba vistiéndose con ropa femenina. Fue drag queen, cuerpo y forma que se sublevaba ante la tiranía de los nombres y las definiciones que son sentencias, contra los corsés de las identidades establecidas y legitimadas, contra los uniformes, detenido en una actuación en la que vestía un tutú (aunque dado su estado intoxicado más le preocupaba que fuera encarcelado portando sólo un zapato).
Fue un cuerpo provocador que, como otro cantante narrador, Nick Cave, se transcendía en el escenario. Ni siquiera veía al público. Provocaba a un espectador abstracto, provocaba a la realidad, se sublevaba, mostraba entrañas heridas, una voz quebradas, emociones que se arrastraban. Era el espacio de la expansión, de la transcendencia lúdica. No le preocupaba desentonar, ni con su música ni con la realidad. En el documental de Werner Herzog sobre el escalador Reinhold Messner, 'Gasherbrum, la montaña luminosa' (1984), el escalador declara que no tiene oficio alguno, porque los oficios no son compatibles con la actividad creadora. Reconoce que se realizaría simplemente caminando, haciendo de su vida desplazamiento. La finalidad está en el propio movimiento, las montañas y los valles son líneas y espacios que se surcan. En el desplazamiento hay variación, riego de singularidad Benjamin se desplaza, camina, con su música, con su arte, también ajeno a los oficios de la vida convencional, de las vidas estáticas, funcionales, la vida de los que prefieren rehuir los escombros y sí edificar unos cimientos sólidos juntos a los escaparates.
Benjamin, con la música que creaba con sus cómplices de Smoke (1992-1999), y con los diversos grupos previos de los que formó parte, se eleva a unas alturas que no llevan a ninguna parte, que derivan en esos escombros,de donde parten, y a la vez alcanza esa gloria que sólo resplandece en la inutilidad de la creación, esas alturas que pueden lindar con simas y precipicios. En esa paradoja, alumbra la singularidad, el humo de Benjamin que se enrosca con su voz desabrida, con sus narraciones serpenteantes, derivas que son singladuras entre fronteras y umbrales que gestan horizontes, como Tom Waits, Lou Reed o Patti Smiths, una cantante que también parece que a veces salpica coágulos de sangre con la electricidad de su voz exprimida. En su primer trabajo en Nueva York, Benjamin recogía los vasos rotos por el público o los interpretes, los residuos de un trance musical. El, durante un tiempo, se convirtió en centro escénico, sonrisa traviesa que se hace música, hasta que su cuerpo se fue debilitando, infectando, por el sida, convirtiéndose en un recluso que seguía habitando en sus raíces de las que a su vez se desmarcó como el resplandor que estalla en la belleza convulsa. Seguía siendo todos a la vez que una excepción. No se apartó de las vidas que se parecen a otras muchas. De ahí brotaba la desgarradura de lo real que se hizo montaña luminosa con su música.

viernes, 28 de noviembre de 2014

Magia a la luz de la luna

En 'Magia a la luz de la luna' (Magic in the moonlight, 2014), de Woody Allen, Stanley (Colin Firth), es un mago que sólo cree en lo tangible, como el científico protagonista de 'Orígenes' (2014), de Mike Cahill. Para él la magia o la ilusión son trucos, juego con las apariencias. No son más que engaños, mentiras. Por eso, acepta la propuesta de su amigo Howard (Simon McBurney) de desmontar la falacia de una supuesta medium, Sophie (Emma Stone). No cree en entidades espirituales o trascendentes, sólo en representaciones y fingimientos. No hay otra vida más allá de la vida, u otras dimensiones, sino otros escenarios. En 'Magia a a la luz de la luna', Allen desmonta la rígida y cuadriculada perspectiva de Stanley, pero no porque se incline hacia el otro posicionamiento. Alienta ante todo la interrogante, constata nuestros límites, y sí afirma que lo fundamental es encontrar la razón con la que abrazar la vida, porque ahí sí se puede encontrar la magia a la luz de la luna. Esa misma perspectiva epicurea proyectaba en la transformación y decisiones del protagonista de 'Medianoche en París' (2011), como cuestionaba, en el otro extremo, en 'Vicky Cristina Barcelona' (2008), la mirada turista de la pareja protagonista, así como la inconsistencia de los depositarios de sus proyecciones, la pantalla pasional que representaban los personajes de Javier Bardem y Penelope Cruz. O, en 'Blue Jasmine' (2013), la enajenación de la protagonista, otra mirada ficcional enquistada en un modelo de vida que se sustentaba en el atrezzo que la decoraba como signo distintivo de posición, un modelo sustentado en los accesorios.
La evolución de Stanley se precisa en las variaciones interpretativas de Colin Firth. En los primeros pasajes, su arrogancia y presunción se evidencia en su elevado volumen de voz, como si actuara en un escenario, y los demás fueran espectadores en la distancia de un teatro, y en la rigidez de sus maneras. Progresivamente, cuando comienza a poner en duda su propia perspectiva, modera y suaviza su volumen de voz, y sus gestos corporales resultan más desenvueltos, expresivos, acordes a la flexibilidad de mirada, de actitud, que va adoptando, o, dicho de modo más preciso, con la que se va empapando. Empapados, de hecho, por la lluvia, Stanley y Sophie se refugian en un observatorio astronómico. Reconoce que tiempo atrás observaba el firmamento como una entidad amenazante. Ahora, junto a ella, su impresión es otra, incluso opuesta. Hay algún crítico estadounidense que ha cuestionado que los modos interpretativos de Emma Stone no parezcan corresponderse con las de una mujer de su tiempo, pero me parece que eso amplifica la singularidad de ese personaje. Más allá de si es una impostora o no, siempre transpira naturalidad (esa manera de estirar sus piernas sentada en un sofá, o el hecho de que esté leyendo suspendida en un columpio), una mujer desprovista de corsés mentales, una mujer que sabe incluso ser directa con respecto a sus sentimientos, sin miedo a la vergüenza o al rechazo.
'Magia a la luz de la luna', resulta más equilibrada que 'Blue Jasmine', cuyas dos líneas narrativas, o perspectivas femeninas, no acababan de encajar armónicamente. No resulta impostada como 'A Roma con amor' (2012). Desde luego, es una de sus obras, caligráficamente, más elaboradas, gracias a la labor creativa de Darius Khondji, potenciando la cálida y luminosa presencia del entorno natural, y la sensación de apertura y amplitud con los amplios encuadres. Transpira abrazo. Quizá el desarrollo dramatúrgico no sea particularmente original, y no posea la magia, en el mismo grado, que alcanzaba en 'Medianoche en París', pero la evolución narrativa transmite la sensación de que fluye, se despeja y expande, acorde a la transformación de Stanley. Su desarrollo es sutil, sereno, empapado por la genuina naturalidad de Sophie. Así destacan instantes como ese largo plano general en la sala de espera del hospital, durante el cual Firth, orando por su tía Vanessa (Eileen Atkins), cambia su actitud, y la narración realiza un giro en su curso dramático. O esa estupenda secuencia en la que Stanley plantea a su tía sus dilemas sentimentales en un doble curso de diálogo, entre lo que se dice y lo que insinúa la manera de decirlo. En la hermosa secuencia final, Allen efectúa una ingeniosa variante de la dinámica de los números de magia y las sesiones espiritistas, con sus efectos sonoros y su juego escénico de entradas y salidas (de desapariciones y apariciones), en la que los actores se desprenden de las máscaras escénicas y apuestan por la razón para abrazar la vida, esa magia a la luz de la luna donde los cuerpos y las emociones se encuentran y mutuamente se empapan. Esta sugerente obra se estrena el próximo 5 de diciembre.

jueves, 27 de noviembre de 2014

En rodaje: Peter Ustinov, Terence Stamp y Melvyn Douglas

Peter Ustinov con Melvyn Douglas y Terence Stamp durante el rodaje de 'La fragata infernal' (1962). Ustinov escribió el guión junto de DeWitt Booden, adaptando la obra teatral de RH Chapman y Louis O Coxe, que adapta a su vez la novela de Herman Melville. Una aventura marina más que de peripecias externas, de dialéctica interna entre ley y justicia, entre mezquindad ( o resentimiento) e integridad, entre el hacer a los otros lo que uno sufre y la honestidad. Magnífica fotografía de Robert Krasker. Una obra realizada con una impecable rigor y contenida eficacia narrativa.

Yakuza - Imágenes de un rodaje

Sidney Pollack, Robert Mitchum, Takakura ken (recientemente fallecido), Leiko Kishi, el director de fotografía Kozo Okazaki, entre otros componentes del equipo técnico y artístico, fotografiados por Hiroji Kubota, durante el rodaje de 'Yakuza' (1974)

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Hombres, mujeres y niños

Carl Sagan escribía en 'Un punto azul pálido: una visión del futuro humano en el espacio.' : La tierra es un escenario muy pequeño en la vasta arena cósmica. Piensa en los ríos de sangre vertida por todos esos generales y emperadores, para que, en gloria y triunfo, pudieran convertirse en amos momentáneos de una fracción de un punto. Piensa en las interminables crueldades cometidas por los habitantes de una esquina de este pixel sobre los apenas distinguibles habitantes de alguna otra esquina. Cuán frecuentes sus malentendidos, cuán ávidos están de matarse los unos a los otros, cómo de fervientes sus odios. Nuestras posturas, nuestra imaginada importancia, la ilusión de que ocupamos una posición privilegiada en el Universo...Todo es desafiado por este punto de luz pálida. Nuestro planeta es un solitario grano en la gran y envolvente penumbra cósmica. En nuestra oscuridad -en toda esta vastedad-, no hay ni un indicio de que vaya a llegar ayuda desde algún otro lugar para salvarnos de nosotros mismos. Este fragmento, o buena parte de él, se escucha en 'Hombres, mujeres y niños (Men, women, and children, 2014), de Jason Reitman, a través de la voz de la narradora (Emma Thompson), la voz que sobrevuela el espacio, el vacío de la inmensidad en la que queda remarcado la insignificancia, a la vez que arrogancia, de este punto azul pálido que es la Tierra. El libro lo menciona Tim (Ansel Elgort) el adolescente que se ha negado a querer ser una posición privilegiada, la estrella del equipo de fútbol americano de su colegio, por lo que se ha convertido en un paria, y no deja de recibir amenazas mediante mensajes telefónicos y diversos desprecios por rechazar lo que se supone que todos deben anhelar: sentirse centro del escenario: nuestro ilusoria importancia. Ese punto azul pálido es el del dispositivo desde el que Patricia (Jennifer Garner) ejerce el control de las relaciones virtuales y telefónicas de su hija Brandy (Kaitlyn Dever). Un abrumador y avasallador control (tiene instalado un gps en su móvil para saber dónde está en todo momento; ejerce la censura con el borrado de mensajes antes de que su hija los reciba o de cualquier contacto que realice en alguna red social...) que ella justifica como medida necesaria para protegerla y salvarla de dañinas y perjudiciales amenazas exteriores.
Un profesor plantea como trabajo a sus alumnos que entrevisten a la gente sobre cómo vivieron el atentado del once de septiembre, ese momento que se señala como crucial en la historia estadounidense: el momento en el fue vulnerado su territorio por una dañina amenaza exterior. Ese atentado que procreó paranoias y justificó desorbitados y abrumadores controles en aras de la seguridad (el miedo al exterior incentivado desde el interior para apuntalar el control). La pareja que conforman Helen (Rosemarie DeWitt) y Don (Adam Sandler) hacían el amor en el momento en que los aviones se estrellaron contra las Torres gemelas. En el presente, la distancia define su relación. Don busca la satisfacción sexual en el porno virtual, y después en la relación con una prostituta de lujo. Helen encuentra una espita liberadora en las relaciones que establece a través de una página de contactos. Su hijo, Chris (Travis Tope) es un admirado quarterback en el equipo de fútbol americano, pero su vida sexual gira alrededor de los estímulos virtuales. En el momento en que se encuentra con el cuerpo, además de unas chicas más deseadas, la cheerleader Hannah (Olivia Crocicchia), no sabe cómo reaccionar o actuar, qué movimientos tiene que realizar. Se queda paralizado, enquistadas sus acciones en la compulsiva práctica virtual (es probablemente una de las secuencias sexuales más tristes y desoladoras que he visto). Hannah, realmente, se acuesta con él por la posición que detenta.
Hannah es hija de la era de la producción de imagen. Ante sus amigas alardea no sólo de las relaciones sexuales que ha tenido, sino de su atrevimiento en las prácticas realizadas, como quien no sabe de límites, ocultando que es virgen. Hannah aspira a ser una estrella de la sociedad del espectáculo, una protagonista de la pantalla de la vida, alentada por la madre, Joan (Judy Greer), quien quedó embarazada por algún productor de Los Ángeles cuando aspiraba a convertirse en una estrella. En el presente, intenta rectificar esa frustración a través de su hija. Crea una página con web con fotos de su hija que ella misma realiza, e incluso algunas por encargo. Es importante contentar al admirador: Se es más visible, no un mero insignificante punto azul pálido, cuanto más ojos se centren en el astro de la pantalla que dominas. La realidad del simulacro es un parque de atracciones y un supermercado, escribía Jean Baudrillard en 'América' (no deja de ser elocuente que el rechazo de una productora, por hacer negocio con su hija, lo reciba la madre mientras está en un supermercado). No hay un talante avieso en Hannah, sino inconsciencia, como si esa búsqueda del éxito, de la notoriedad, de la posición privilegiada, fuera un resorte incrustado en su cerebro, en el imaginario colectivo. Hay algo de ironía en que se sienta atraída por el padre de Tim, Kent (Dean Norris), recién separado, que fue exitoso jugador de fútbol americano en su juventud, y que desearía que su hijo siguiera su senda.
'Hombres, mujeres y niños' es una obra surcada por la tristeza. Lo que parece cómico, por su inconsistencia, se revela terrible, por cuanto propicia la opresión y la desesperación. En este entramado de deteriorados interiores, tendencia compulsiva de control, y avidez de notoriedad escénica, se revela encarnación de esta deriva, que es naufragio no asumido, la adolescente Allison (Elena Kampouris), que ha adelgazado desmesuradamente para no sentirse rechazada de nuevo por el chico que le gusta, con el cual mantendrá una relación sexual que derivará en un embarazo ectópico que concluirá con un aborto debido a su malnutrición. Vida malnutrida, tiranía de la imagen, falacia de la singularidad (aunque sea vacía: la expresión carente del chico mientras emula con su guitarra los acordes de una canción: él es un acorde más de una canción de rituales e inercias sociales interpretada por millones): De ahí la falacia de su singularidad, sólo existente en la proyección. Una pedrada a un vacío queda como la brasa encendida de una sublevación. En la previa obra de Reitman, la hermosa 'Una vida en tres días' (2013), una mujer que había perdido todo incentivo vital, despertaba de nuevo a la vida gracias a alguien no precisamente ejemplar, un recluso fugado de la prisión. En los márgenes surgía un amor, una manera de sentir y conectar, que parece haberse perdido en la sociedad de hoy. Para aprender de nuevo a conectar, se hace necesario no aspirar ante todo a ser una imagen, la imagen de una posición privilegiada, centro del universo escénico, y también, como demoledora y mordazmente se expresaba en 'Perdida' (2014), de David Fincher, dejar de fundamentar las relaciones en el control y el daño. Por eso, sí se hace necesario desconectar algo, el punto azul pálido del control. Los otros no son nuestras extensiones, ni una mera pantalla en la que proyectamos nuestros anhelos ni miedos. Esta sugerente obra se estrena el 12 de diciembre.

martes, 25 de noviembre de 2014

17 fois Cecile Cassard

Cecile (Beatrice Dalle) decide desaparecer, dejarse ir a la deriva, precipitarse en una realidad que no tenga contornos, que no tenga secuencia temporal. El pasado no existe, el presente es una corriente con sus meandros, discontinua, el futuro no es ni incógnita. En la secuencia introductoria de '17 fois Cecile Cassard' (2002), de Christophe Honore, la fractura, la noche que se precipita como un abismo, como una perspectiva difusa, un accidente de coche, la muerte del hombre que amaba, que se presenta en su habitación como un espectro, un cuerpo desnudo que es fantasma, un cuerpo que desaparece de su vida, y la deja en la intemperie, huérfana. En ese prólogo, su pequeño hijo, surgiendo de la oscuridad, su voz que afirma que ya puede imaginar que podemos morir. Cecile, niña en la oscuridad, se libera de lastres, de una realidad con contornos de la que no puede responsabilizarse. Deja su hijo atrás, deja al fantasma que no puede ser ya cuerpo desnudo atrás. Y navega a la deriva en una realidad rodeada de hombres que no pueden suscitar su deseo a la vez que resultan inofensivos, como si la realidad en su indefinición, en ese exilio en el que se aleja de sí misma en otra ciudad, fuera un entorno que no es material, sino fantasmal. No quiere los recuerdos, no quiere sentir lo que perdió.
Se embriaga, se olvida, baila, erra, por la noche en la que siente que yace ya cautiva, primero con adolescentes, después con Matthieu (Romain Duris), homosexual, en cuyo vínculo se agarra como una boya en el naufragio que aún no quiere asumir. A veces se alejan, y de nuevo se reencuentran. A veces ella sale corriendo, en otras le pide que desaparezca, cuando él la enfrenta al peso de la realidad. La narración es una deriva musical, discontinua, pero como una coreografía que fluye. Una corriente emocional que va uniendo los pedazos, una narración fragmentada que va recuperando los nexos en unas entrañas quebradas. 17 veces Cecile Cassard, 17 retratos o fragmentos de quien se lanza a la corriente, al principio como quien busca su desaparición, cuando se lanza al agua de un río en la noche, un río que observa ya con una sonrisa al final tras haberse de nuevo dotado de cuerpo, tras liberarse de su condición de fantasma que quería olvidar otro fantasma. Cuando se ha arriesgado en la noche a lo incierto, cuando su cuerpo ha colisionado con otro en la anónima realidad sin contornos. Ha dejado de ladrar a la noche. Ya no se dejará llevar como un peso muerto por la corriente. Su sonrisa, desde la orilla, recupera el futuro. Uno de los más bellos momentos, un plano secuencia de 3 minutos, pleno paso de baile acompasado a los personajes, al son de la sugerente canción 'Pretty killer', cantada por Lily Margot.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Adiós al lenguaje

Yo te saludo, perro. Antes del nombre, la mirada del perro. Al final de la escapada, el perro, la reencarnación del Buck de Jack London, en las Islas Marquesas. Las imágenes predominantes: el asesinato del presente. La cuestión es sí el no pensamiento dominará al pensamiento. Quien no usa la imaginación se refugia en la realidad. Hay ya demasiados refugiados, y el no pensamiento se sigue propagando como un virus. Preguntarse si el asesinato es la solución para acabar el paro. Preguntarse si es una idea o una metáfora. Preguntar al perro. El perro y el filosofo se equiparan. La mirada que revoluciona por qué no deja de preguntarse, de mirar como si fuera la primera vez, revoluciona los signos porque no instituye realidad, se interroga sobre ella. Se pregunta, como si fuera la primera vez, qué es la realidad, qué es la ciudad, qué es la guerra. Adíos al lenguaje (Adieu au langage), o Ah dios lenguaje (ah dieux oh langage). El lenguaje en el vertedero de lo informe y trivial e intercambiable o el lenguaje que aún se siembra y se despliega, con raíz de infinito, sobre el asombro y la interrogante. Despedida y cierre o bienvenida que no cesa: el lenguaje como institución o como revelación. La perra Roxy (apellidada Mieville en los títulos; Mieville el apellido de la colaboradora, cómplice y pareja de Godard) es la principal protagonista de 'Adiós el lenguaje' (Adieu au langage, 2014), de Jean Luc Godard. Es la mirada con la que Godard nos confronta, con la que confronta la ceguera del animal humano. Esa criatura que ya no sabe ver. Para Godard, en esta niebla que nos domina, aposentada en nuestras entrañas y miradas, al menos queda retratar, como decía Monet, cómo no se ve. Godard destripa las entrañas del muñeco, del lenguaje, del engranaje de la mirada, renqueante, como las bruscas interrupciones de los temas musicales, del diseño sonoro. Mirada interrumpida, discernimiento interrumpido. Dificultad de arranque. La mirada extraviada y prisionera en la mancha, en la indefinición de lo que se percibe, un encuadre ofuscado, la imagen asesina.
Naturaleza y metáfora. La metáfora, la sublevación del lenguaje, la aproximación que deja constancia de un confuso estado de cosas, de una mirada difusa predominante. La naturaleza, la condición presente, orgánica, disuelta. Ventosidades, y vello público: los indios chiricahuas consideraban que el mundo es un bosque: el cuerpo desnudo nos recuerda que somos cuerpo: un perro nunca está desnudo porque siempre va desnudo. La mirada del perro fluye con y en la naturaleza, se despatarra. Naturaleza y metáfora: Conjugación: una mujer desnuda sostiene unas frutas, y luego una tela que representa unas frutas. Idea y naturaleza. El plano y la profundidad, el sufrimiento y la muerte, ¿encaja un plano en la profundidad'? ¿Encaja el sufrimiento en la muerte para que seamos consciente que uno y otra existen, de que no somos representaciones, entes virtuales, sino organismos que padecen, se deterioran o mutilan y desaparecen?. El infinito y el cero, el sexo y la muerte. En la pantalla las representaciones, las imágenes referenciales y nutrientes, los modelos, el espejo de las ideas, del cine, mientras los cuerpos y las emociones y sentimientos forcejean para sintonizarse, a veces extraviadas en los pulsos, miradas desequilibradas, relaciones no equilibradas, no igualitarias (excepto cuando se caga). En la pantalla, en los sueños: La bella y la bestia, Las nieves del Kiliminjaro. Quizá las nieves ya no existan, quizá dejemos de saber discernir y admirar la sombra de la divinidad en el amado. Dualidad, escisión, represión, la bestia en nosotros, el ser humano, criatura más inconsistente que otros animales.
Helicópteros explotan, mancha de llamas y gasolina y voracidad de destrucción, de dominio, el tráfico indefinido, confuso, como la percepción difusa que ya no sabe siquiera distinguir las señales de tráfico. No dejar que los recuerdos se rompan. Mirar como un perro, la mirada detective del filósofo. Quizá si lográramos que un perro hablara. Según los chippewas, en el principio una mujer vivía sola en una cueva, alimentándose de frutas y raíces. Una noche, apareció un perro que se acostó junto a ella, y se transformó en un joven. Nueve meses después daría a luz un niño. Esa mirada evoca el cine de Godard, la mirada que da a luz, la mirada que genera, que se interroga, como si mirara desde el inicio. Por esa mirada sigue combatiendo, elaborando sus balbuceos que son sentencias, balbuceos porque hacen cuerpo del misterio de la formación, desnuda los nexos, el hilo y las sinapsis entre las ideas y las metáforas y los planos y los sonidos y los acordes. En el principio, la llamada de la selva, la mirada disidente. Entre los sueños y las miradas despiertas, Buck Godard ajusticia los que siguen asesinando el presente con sus estériles pantallas de no pensamiento en un árido refugio de realidad. Aún la mirada respira, aún no ha dicho adiós. Esta estimulante y revulsiva obra guerrillera se estrena este 28 de noviembre

domingo, 23 de noviembre de 2014

Cartel La doble vida de Verónica - Andrzej Pagowski

Cartel diseñado por Andrzej Pagowski para la excelsa 'La doble vida de Verónica' (1991), de Krzystof Kieslowski

Cure

¿Quiénes somos? ¿Qué relación tenemos con el otro y el mundo? ¿Qué es eso llamado identidad?. El inspector de policía Katabe (Koji Yakusho) no se siente ni su trabajo ni en su hogar. No es ni en uno ni en otro. Estableció una separación entre ambos, una barrera en su interior, como si ambos fueran dos escenarios en los que hay que actuar de un modo distinto. Aunque uno se supone que es aquel en el que no finge, aquel en el que sus emociones se despliegan sin represión alguna. Pero ambas realidades son un centrifugado que le consume. En su hogar, su esposa, enciende de modo reiterado la lavadora. Cuando Katabe retorna al hogar siempre escuchar el mismo estrépito. Es un gesto inconsciente. Su esposa está en tratamiento psicólogico. En la primera secuencia, lee un pasaje de Barbazul. Hay algo en esa relación que se ha deteriorado, que ha quebrado la mente de la esposa. En su labor policial, Katable intenta mantener sus emociones al margen, un ejercicio actoral ya que implica realizar una modificación de su forma de sentir y relacionarse con la realidad. Está en otro papel, y la misma tarea, un centrifugado que le enfrenta a la obscena abyección del mundo donde los límites constantemente se quiebran, desvelándose artificiales, le impulsa a actuar de ese modo, a recurrir a esa coraza y máscara, ilusión de inmunidad, de protección. Pero no deja de estar en el filo de la intemperancia, de una ansiedad que le corroe en su fuero interno, porque no se siente ni en un escenario ni en otro. ¿Quién es, entonces? ¿Sobre qué se sostiene entre centrifugados vitales?. Las incógnitas se despliegan en la narración de la extraordinaria 'Cure' (1997), de Kiyoshi Kurosawa. Y las incógnitas también enfrentan a un vacío, a la intercambiabilidad en la que uno es todos y es nada y es cualquiera. 'Cure' entrecruza el thriller con el fantástico. Nos sumerge en una cautivadora atmósfera que nos hace progresivamente perder pie.
Katabe investiga unos crímenes cuya conexión es una equis que rasga la piel del cuello. La equis de la falta de identidad. La falta de voz. No se halla ninguna otra conexión entre los asesinos. Tampoco logra entreverse una motivación. Todos eran personajes calificadas como normales, sin antecedentes violentos, fueran médicos, profesores o policías. Una voz que sólo realiza preguntas, una voz que representa, y es, el vacío, por cuanto es nadie y es todos, ya fuera de sí mismo y por eso es capaz de ver y sentir a los demás, es la inductora que determinan que se vean impulsados a matar. Es la voz sugestionadora, hipnótica, aplicando las teorias de Franz Mesmer, la voz de Mamiya (Masato Hagiwara), un vagabundo que se declara sin memoria ni identidad. Una equis ambulante que parece que no sabe dónde está, ni en qué día, ni quién es. Siempre pregunta a sus víctimas, '¿Quién eres?'. El fuego y el agua se convierten en elementos que encienden y hacen fluir, como si derribara barreras del interior, como si dieran rienda suelta a represión emocional latente en cada uno, fruto de sus frustraciones, o quién sabe qué, y que desembocan en un anhelo de matar.
Entre ambos, policía y asesino, se crea tanto un pulso como una desestabilizadora conexión. Como si fueran anverso y reverso. O quizás el segundo es el fantasma del primero, de esa disolución vital en la que no es ni en un escenario ni en el otro, como si hubiera perdido la conexión con lo real. ¿A dónde se dirige en ese autobús en el que no hay, por dos veces, ningún otro pasajero, y en cuyo paisaje exterior sólo se distinguen nubes? ¿Por qué no encuentran en la tintorería la prenda que dejó aquel día en que otro cliente, un ejecutivo con su uniforme de traje y corbata, hablaba consigo mismo, expresando, descargando, su desprecio, su hartazgo, por otros compañeros? ¿Por qué tiene visiones con respecto a su esposa, ahorcada, visiones que sabe que ha tenido ese enigmático hombre que sólo realiza preguntas? ¿Qué preguntas no ha sabido contestar en sí mismo?.
El mesmerismo tenía un planteamiento terapeutico. Nada que ver con la hipnosis moderna a través de la cual se puede manipular o inducir al sujeto. El recurso del magnetismo animal, o sugestión, tenía un propósito curativo. Esa cura, de ahí el título, está planteada en la película con un sentido corrosivo, mordaz. La cura desvela un vacío, o enfrenta a él. Enfrenta a nuestra condición de mentes maleables y manipulables, de protésicas identidades, de entidades huecas, desprovistas, carentes, (y por ello, insatisfechas), sostenidas sobre frágiles construcciones ilusorias, máscaras sociales, sobre el cemento de las rutinas y las inercias (espejismo de identidad, su grado cero, el que revela la intercambiabilidad), y por ello tan facilmente resquebrajables. 'Fantasmas en vida', fruto de una sociedad que nos disuelve mientras nos petrifica en identidades según los escenarios, y propicia la incomunicación y el aislamiento. Como el mismo Kurosawa declara: 'Creo que la identidad es algo con lo que la sociedad ejerce una gran presión sobre el individuo, coartando su libertad. Y mi pregunta era que si se destrozara ese concepto las consecuencias serían temibles o por el contrario, se trataba de una forma de liberar el alma. Esa cuestión fue la base de esta película (...) Es necesario el reconocimiento del Otro para poder dar ese paso que transforme nuestra atrofiada sociedad. Kurosawa, gracias a su portentosa creación de atmósferas, de rugosa, siniestra y lírica sensorialidad (con un fabuloso diseño sonoro), hace del tiempo un espacio, y de la realidad un deslizamiento donde lo inasible y lo incierto dominan la percepción, haciéndonos cuestionar nuestra condición y nuestra forma de sentir, percibir, interpretar y habitar el mundo, o ese concepto tan movedizo y quebradizo llamado realidad.