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martes, 30 de septiembre de 2014

Las arenas del Kalahari

No es el ser humano la criatura viviente que más utiliza su capacidad cerebral sino el delfín. En 'Las arenas del Kalahari' (Sands of the Kalahari, 1965), de Cy Endfield, quien adapta junto a su autor, William Mulvihill, la novela de mismo título, no aparecen delfines sino babuinos. Y hay algún humano, como es el caso de O'Brien (Stuart Whitman, en un papel que rechazó Richard Burton, porque no le apetecía rodar en el desierto), que hará todo lo posible para demostrar quién es el más fuerte del territorio. No demostrará que tiene más cerebro pero sí que es la criatura más bestia. O demostrará que el ser humano puede ser la criatura con más potencialidad creadora pero también más destructiva y cruel. Como otros humanos que consideran a los animales pasajeros de segunda categoría en el imperio terráqueo que domina, hará la correspondiente purga, no sólo por cuestiones de subsistencia, para eliminar rivales que puedan privarles del escaso alimento que se puede encontrar en el desierto, sino como declaración de poder, remarcada en el mismo virulento desprecio que muestra. Posteriormente, la siguiente fase, tras haber demostrado cuál es la especie más poderosa, tocará realizar parecida labor pero entre los de la misma especie. Hay que eliminar rivales que pretendan aspirar a la hembra, Grace (Susanah York), y habrá menos con los que repartir los alimentos que cacen (es muy elocuente las muestras de entusiasmo carnívoro de todos cuando por fin comen carne, tras matar un antílope). 'Las arenas del Kalahari', como la también estupenda 'El vuelo del Fénix' que se estrenó el mismo año, se centra en los supervivientes de un accidente de aviación (en este caso, la causa es la colisión contra una nube de langostas; ya todo un signo anticipatorio de ese enfrentamiento de los humanos con su animalidad, con la naturaleza en estado bruto, y la demolición de la prepotencia de creerse inmune e imbatible). Cinco hombres y una mujer que se encuentran en un entorno hostil, en el que se hace difícil la supervivencia, el desierto.
Quien tiene más conocimientos, por lo tanto más capacidad de desenvolverse en un entorno ajeno al hábito, es quien toma, en principio, la posición de mando, el rey de la manada, el piloto, Sturdevan (Nigel Davenport). Y, acorde a una extendida tendencia humana, intentará aprovecharse de su posición de poder, sea intentando aprovecharse sexualmente de la hembra del grupo (si no culmina, para su frustración, es porque ella ni muestra interés ni tampoco forcejea para impedírselo; el hecho que llore no motiva ni siquiera el estímulo de doblegar la voluntad ajena), o sea eligiéndose como el más apto para intentar realizar una incursión en el desierto para alcanzar, después de varios días de travesía, alguna población. Es quien mejor conoce el entorno, pero no parece parte de ese entorno. En cambio, en las primeras secuencias hay quien comenta que 'O'Brien es quien mejor parece haberse adaptado al entorno, como si fuera otra emanación del mismo. No parece alguien fuera de lugar. A O'Brien no le cuesta sacar de sí mismo a la bestia disimulada bajo las vestimentas del hombre civilizado, el hombre que disfruta disparando a otra criatura viva, o que remarca su poder porque la vida se reduce a la competición, a apuntalar quien domina, quién es el más fuerte. No tiene escrúpulo alguno, primero, en disparar sobre los babuinos, o después en desembarazarse de sus rivales masculinos, menos resolutivos o porque rondan la vejez, como Bondrachai (Theodore Bikel) o Grimmelman (Harry Andrews), obligándoles a que se aventuren en el desierto o incluso provocando su muerte.
Quien se mostraba menos capaz o competitivo, por haber resultado herido en el accidente, Bain (Stanley Baker), aparte de no dejarse arrebatar, dominar, por el instinto o pulsión de dominio y mostrar otra relación con su entorno (desde admiración o asombro por muestras de la naturaleza o por saber contenerse con respecto a Grace: el estupendo plano en el que se deja llevar por el impulso de la atracción y la coge entre sus brazos, pero en su mirada, directa a los ojos, mirada que busca la otra mirada, se percibe cómo no se relaciona con, o no busca a, un cuerpo, sino con otra voluntad; no se deja llevar por su alacrán interior, no la considera parte del paisaje como Studervan u O'Brien -que la miran desde su altura-, sino otra voluntad, alguien a su misma altura, por lo que se aleja como gesto declarativo de respeto), es quien tendrá la capacidad resolutiva para enfrentarse a O'Brien (sabe que el cetro del poder es el rifle, pero el uso que haga de esa posesión no será con la misma finalidad, el dominio, sino la defensa y la neutralización). La circunstancia de O'Brien cautivo en el hoyo, donde en las primeras secuencias había advertido la osamenta de algún animal, se puede ver como antecedente de la del personaje de Hugh Jackman en 'Prisioneros' (2013), de Denis Villeneuve, también cazador cazado.
Cy Endfield había realizado aproximaciones muy poderosas a la entraña de la violencia. En 'The sound of the fury' (1950), resultaba aún más descarnado que Fritz Lang con respecto a los sucesos que inspiraron a este 'Furia' (1937). Resultaban tan desazonadoras como sobrecogedoras las secuencias finales de la turbamulta hecha una bestia colectiva irrumpiendo en la cárcel para linchar a los dos detenidos. Esa bestia también se retrata en esa espléndida variante de 'El salario del miedo' (1952), de HG Clouzot que era 'Ruta infernal' (1957), a través de la tensa competitividad entre camioneros ( y por extensión de las inescrupulosas dinámicas empresariales). En 'Zulú', tras finalizar la batalla, la ardua resistencia de los británicos ante el asedio de los zulúes, y recibir el homenajeador reconocimiento de estos, los dos oficiales al cargo, encarnados por Stanley Baker y Michael Caine, reconocen que sus sentimientos son los del asco y la vergüenza.
En 'Las arenas de Kalahari' el trayecto de Sturdevan se invierte, de la prepotencia y arrogancia a la asunción de la indefensión y desamparo, ejemplificado en el encuentro con el burro, en el que establece una alianza de mutuo apoyo para superar su extravío. La conclusión podría considerarse una especie de precuela de 'El planeta de los simios' (1968), de Franklin J Schaffner, o antecedente de una de las mejores secuencias de '2001. Odisea del espacio' (1968), de Stanley Kubrick, las peleas entre los simios por la posición del poder (en donde el hueso adquiría la misma resonancia simbólica que aquí el fusil). 'Las arenas del Kalahari' culmina con la bestia humana enfrentándose en un entorno primitivo a otras criaturas que considera inferiores, los babuinos. En cierto momento, ya no se podrá beneficiar de la posesión ventajosa de su rifle sino que tendrá que recurrir a sus mismas armas, los puños, los dientes. No dispone de hueso a mano, como en la de Kubrick, pero sí de alguna oportuna piedra. En una de las secuencias iniciales, la cámara encuadra desde las alturas desde las que un babuino contempla los movimientos y las maniobras de las figuras humanas, meros puntos insignificantes en la inmensidad del paisaje. En el último plano, también un plano general desde las alturas, O'Brien es ya incluso un punto indiscernible en la distancia, una figura postrada, ya oculta por lo que despreciaba. Los babuinos eran más. La prepotente bestia humana que no sentía ni asco ni vergüenza se convertirá en parte de ese entorno del que parecía una emanación. Será ya otra osamenta.
Los primeros acordes del tema principal compuesto por Johnny Dankworth también anticipan los extrañamientos sonoros de la extraordinaria banda sonora de Jerry Goldsmith para 'El planeta de los simios'

lunes, 29 de septiembre de 2014

El hombre más buscado

El hombre más buscado es un vacío. Tras la imagen del oleaje contra un muro de piedra que acompaña los títulos de crédito de 'El hombre más buscado' (A most wanted man, 2014), de Anton Corbijn, en un encuadre vacío irrumpe una presencia, las manos de Karpov (Grigoriy Dobrygin), un emigrante ilegal checheno que asciende unas escalerillas en el puerto de Hamburgo. Asciende de los abismos en los que no crecen medallas ni honores sino cicatrices. Aparece como una presencia que se convertirá en incógnita, en pantalla de especulaciones. Los servicios secretos alemanes y estadounidenses se preguntarán cuál será su propósito. Intentan dotarlo de sentido. Aunque hay para quienes las preguntas ya contienen las respuestas, impuestas por las proyecciones de unos temores y unas necesidades. Por eso cubren ese vacío con posibles tramas preestablecidas. En el campo de las probabilidades, apuestan por la certeza de su condición de amenaza. En el último plano, una presencia desaparece del encuadre, desciende del coche, y desaparece. Queda el vacío. O se evidencia qué es lo que había más allá de los trasiegos de mareas de miedos, suspicacias y especulaciones variadas que ante todo apuntalan un muro que hay quienes siguen necesitando que se mantenga. En cambio, hay quien no tiene esa misma actitud, alguien para quien las preguntas sí buscan respuestas que abran incluso otras preguntas y que no apuntalen muros sino que los derriben. Ese es el caso de Bachmann (Philip Seymour Hoffman), agente del espionaje alemán, esa figura que desaparece del encuadre en el último plano como quien abandonara el escenario y optara para desvanecerse de modo definitivo, por impotencia, en los márgenes.
Es un hombre que transpira fatiga (como Leamas, Richard Burton, en otra estupenda adaptación de una obra de John LeCarré, 'El espía que surgió del frío, 1965, de Martin Ritt). Es un hombre exhausto, baqueteado por una sucesión de decepciones y los estragos de las pérdidas, como las que sufrió cuando estaba destinado en Palestina, a causa de una torpe intervención de un agente estadounidense. Es alguien ya en trance de convertirse en espectro, como sugiere un trabajo cromático de brillos mortecinos, fúnebres, o esa es su paradoja, que evoca al trabajo de Robby Muller en 'El amigo americano' (1977), de Wim Wenders. También lo eran ya, espectros ya en los márgenes, o en el filo de un precipicio vital, los protagonistas de las obras previas de Corbijn, 'Control' (2008) y 'El americano' (2011). Bachmann es alguien que se preocupa por ayudar a ese emigrante checheno desde que recibe su llamada. Se pregunta cuáles serán sus intenciones, pero no infiere, como el responsable de los servicios de seguridad alemana, que será una amenaza. Intenta desentrañar unas apariencias, no modela la realidad con sus prevenciones. Es un hombre, incluso, que se pregunta por qué sigue realizando su labor, para qué. Entre personajes que no dudan sino que se relacionan consigo mismos y con la realidad como con un muro, porque habitan la inmovilidad de sus valores y percepciones, es alguien que abre hendiduras con sus interrogantes en la realidad y en sí mismo.
Para la agente estadounidense, Sullivan (Robin Wright) su función es la de conseguir un mundo más seguro. Cuando Bachmann da la misma respuesta sobre cuáles son sus propósitos en el caso, la sombra que desencaja el rostro de Sullivan evidencia que sabe que él bien sabe que es una frase de cartel publicitario que disimula un vacío. Un vacío que necesita de unas pantallas convenientes, chivos expiatorios provisionales, sin pretensión de indagar en las raíces, hasta el fondo, ya que ante todo hay que mantener la situación de amenaza que necesitan. El vacío necesita de ficciones. Necesitan que persista la presencia agresora en el fuera de campo que amenaza el vacío, la mano que asciende unas escalerillas desde el tercer mundo como una intrusión que pretende desestabilizar el escenario privilegiado. Necesitan la presencia constante de lo que denominan terrorismo. Es el enemigo necesario, como otros, con otros nombres, otras nacionalidades, había décadas atrás, aunque fuera, sustancialmente, parecido escenario o muro con semejante dramaturgia. Bachmann sabe que nadie se pregunta sobre los actos que provocaron las reacciones en aquellos que ahora se consideran amenaza en el Extremo Oriente.
Bachmann busca el hilo que desentrañe los bastidores de un laberinto, pero eso implicaría para los poderes fácticos desactivar una bomba de relojería que resulta muy útil como latente amenaza. Una víctoria provisional supone oxígeno para preservar el muro. No importa cuánto haya de cierto o de ficticio. Las ficciones que configuran su propio vacío interfieren en las vidas ajenas de modo arrogante y obsceno, con armas que irrumpen en un domicilio, o mediante cámaras de vigilancia en la que se viola una intimidad porque los hay que necesitan que aquella mano que ascendía por una escalerilla adquiera, cuando ocupe y rellene el vacío, la condición de amenaza. Esa es su función en la ficción. No importan sus cicatrices, las llagas aún abiertas de la dolorosa relación con su padre, lo que siente o lo que anhela. No importa que se desvelen las incógnitas. Importa el relato en el que se convierte en un pliegue conveniente. Es una ola que se bate contra un muro para apuntalarlo de modo más firme. Un parpadeo efímero en la pantalla en la que fue por un momento protagonista. Bachmann abandona el vacío en el que fue él mismo instrumento, un vacío en el que pronto irrumpirán otros oportunos sustitutos y otros adecuados peones para mantener la función del oleaje contra el muro.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Sonia, la gueparda, los elefantitos y los trucos del entrenador de animales en Hatari

Sonia era el nombre de la gueparda, natural de Namibia, que intervino en 'Hatari' (1962), de Howard Hawks. Jan Oelofse, que había capturado a algunos de los animales utilizados, fue el entrenador a cargo de Sonia y de los pequeños elefantes. Con respecto a la escena en la que Sonia entra cuando Elsa Martinelli se está tomando un baño, Oelofse estaba tumbado tras la bañera (que le daba, según remarcaba con humor, cierta privilegiada perspectiva sobre las nalgas de la actriz). Desde su posición llamaba a la gueparda para que entrara. Habían puesto yema de huevo y material que oliera como sangre en las piernas de la actriz, el cual se suponía que era jabón, y así consiguiera atraer a Sonia para que las lamiera. Aunque también estaba al cargo de otros 42 animales, su principal responsabilidad eran los elefantes, los cuales, como Sonia, sólo le obedecían a él (y con quienes durmió incluso algunas noches en la misma jaula). En la secuencia final, cuando los elefantes corren por las calles de la ciudad lo hacían detrás de Oelofse que corría delante, obviamente, fuera de encuadre. También dobló a John Wayne en algunas de las secuencias de caza.

Black coal

Entre el substrato simbólico del título inglés, 'Black coal, thin ice' (Negro carbón, delgado hielo) y del título original chino, 'Bai ir yan huo' (Fuegos artificiales a la luz del día), subyace, según el director, Diao Yinan, la entraña de 'Black coal' (2014), ganadora del Oso de oro en la última edición del Festival de Berlín, el forcejeo irresuelto entre la realidad y la fantasía, entre la descarnada y quebradiza condición de la primera y las torpes proyecciones y vanos autoengaños de la segunda, de cuya colisión derivan las enajenaciones que pueden materializarse en cuerpos despedazados o danzas ensimismadas. Todo es cuestión de saber realizar las transiciones. En las primeras secuencias, a un plano de una mano mutilada sucede el de las dos manos entrelazadas de dos amantes. La primera pertenece a un cadáver que se ha encontrado en una cinta corredera que traslada carbón. Las segundas al policía encargado del caso, Zhang (Liao Fan), con la que, tras ese encuentro, dejará de ser su pareja. La fragmentación de la planificación de su encuentro sexual se corresponde con la de los trozos del cadáver que aparecen distribuidos misteriosamente en distintos puntos geográficos. Un cuerpo despedazado, y una relación despedazada que concluye con una violenta discusión en la estación del tren: el despecho se torna agresividad; Zhang la intenta la intenta retener con el desesperado e impotente gesto de avasallarla. Pedazos de un cadáver desperdigados y trasladados en trenes de carga. Un amor despedazado que se aleja en un tren.
Ambos procesos, la investigación policial y el trayecto emocional de Zhang se irán cohesionando, resolviendo, entrelazados, a través de una narración elíptica, cortante como el hielo, áspera como el carbón, de una rara y excepcional precisión, entre escenarios que supuran sordidez, enrarecimiento, con un luz desteñida, amortiguada, degradada, como si fuera la transposición del interior de Zhang, de su precipitación en una caída libre. A la herida de la ruptura sentimental, se une la herida física resultante de un tiroteo en una peluquería. Se abandona, como si desistiera de recuperarse. Pierde el paso, figura tambaleante, a la deriva. Pasa el tiempo, cinco años. A la salida de un túnel, un cuerpo yace en la nieve junto a una motocicleta. Es Zhang, ebrio, convertido en un espectro en vida, inflado, con kilos de más, abotargado, ahora un guarda de seguridad que prosigue su caída en el vacío que despedaza progresivamente su interior, ya sin luz, inmerso bajo el hielo que se ha quebrado bajo sus pies. Sus emociones han quedado seccionadas, como si el filo de unos patines hubiera seccionado su lazo con la vida, y hubiera quedado convertido en una figura encorvada, de hilos rotos. Porque, como apunta su amigo y antiguo compañero de lides policíales, Wang (Yu Ailei), '¿quién gana en esta vida?'.
Pero Zhang, cuando vuelven a producirse unos crímenes parecidos a aquellos del pasado, recupera su impulso vital, su ánimo de ganar. Y ese impulso se proyectará doblemente como si así contrarrestara el fracaso de aquel despedazamiento emocional, aquella ruptura que sintió como abandono. Porque en Wu (Gwei Lun-Mei), la viuda de aquel muerto despedazado hace cinco años, también relacionada con este nuevo crimen, comenzará a tener no sólo interés como posible pista para descubrir al asesino, sino algo más. Una combinación que se enturbia, irónico ya que ella trabaja en una lavandería, como si se confundieran aquella mujer del pasado en esta. Sigue a una mujer del presente, pero quizá persigue a su pasado. Se convierte en su sombra, porque de algún modo ella es la sombra de una herida sin cerrar del pasado. Como si quizá con esta restituyera aquel fracaso, o persiguiera, y alcanzara, la necesidad larvada de un desquite. Quizá Zhang aún vive congelado bajo el hielo del pasado. Subidos a una noria observan el lugar donde se vio al fallecido acompañado de la posible autora del crimen, un lugar que se llama 'Fuegos artificiales a la luz del día'. Sospecha de ella, pero se besan. Puede que Zhang no haya bajado de esa noria desde hace cinco años. El proceso de la investigación y los sentimientos se enmarañan, e incluso entran en contradicción. Y las opciones se toman. Zhang opta por el desquite, por los fuegos artificiales, en vez de por la frágil condición de lo real, ese delgado hielo quebradizo donde se producen los crímenes de los sentimientos, los abandonos, las rupturas. No elige el rostro del dolor que abre heridas pero sumerge en la vida, aun de modo incierto, sino la pirotecnia que le hace sentir el espejismo de que controla la vida, cuando no es sino un baile ensimismado solitario. No baila con nadie, no ama a nadie. Quedan los fuegos artificiales que creen borrar las lágrimas. Esta excelente obra se estrena el próximo 3 de octubre

sábado, 27 de septiembre de 2014

Plácidas pausas de rodaje: David Lean, Peter O'Toole y Jack Hawkins

David Lean, Peter O'Toole y Jack Hawkins, durante el rodaje de 'Lawrence de Arabia' (1962)

Plácidas pausas de rodaje: John Ford, Ann Massey, Jack Hawkins, Anna Lee y John Wayne

John Ford, Ann Massey, Jack Hawkins, Anna Lee y John Wayne (de visita), durante el rodaje de 'Un crimen por hora' (Gideon's day, 1958), o las conexiones de John Ford con la Ealing.

Objetivo: Banco de Inglaterra

Podría verse 'Objetivo: Banco de Inglaterra' (The league of gentlemen, 1960), de Basil Dearden, adaptación de la novela de John Boland, como antecedente, en cierto aspecto, de 'Doce del patíbulo' (1967), una de las obras más célebres, pero menos estimulantes, de Robert Aldrich. Hyde (Jack Hawkins) plantea el atraco a un banco como una operación militar, y para ello recluta a siete ex militares cuyo pasado no es precisamente resplandeciente (desde provocar muertes de compañeros por esta bebido mientras desactiva una bomba a vender información al enemigo, los rusos, pasando por flirteos con organizaciones fascistas, actividades en el mercado negro o ser expulsado por acciones calificadas como indecentes o por asesinar a unos sospechosos de pertenecer a la organización nacional de combatientes chipriotas que luchaban por la expulsión de las tropas británicas y por su autoderminación). Por otra parte, y causa de que no tenga dudas Hyde de que aceptarán su propuesta, su presente está definido por la precariedad material.
Race (Nigel Patrick), que tantea con las timbas a una suerte que le niega el saludo, no tiene ni para pagar el alquiler. Mycroft (Roger Livesey), que se dedica a sacar unos cuartos con timos en los que se hace pasar por sacerdote, tiene que salir por piernas de la habitación de alquiler al saber que unos policías le buscan. Rutland Smith (Terence Alexander) ejerce más bien de sirviente de su esposa, haciendo tragaderas de los amantes que se trae. Porthill (Bryan Forbes) también pertenece al sector servicios, en su caso como gigolo de mujeres maduras, y lo lleva con más desapego porque no tiene reparos en jugar con la doblez y disfrutar, a costa de su dinero, del placer con otras mujeres que sí son de su gusto. Lexy mantiene a flote su taller gracias a los ingresos que le reporta trucar maquinas de juego. Mosley (Kieron Moore), dueño de un gimnasio, tiene que hacer frente a presiones chantajeadoras por su condición homosexual y Weaver (Norman Bird), reflejado, o condensado, en una magnífica secuencia, mientras malvive arreglando relojes, soporta estoicamente, sin emitir palabra alguna, la estridente cháchara de su esposa y los trastornos seniles de un abuelo que no deja de ver la televisión con desorbitado volumen.
'Objetivo: Banco de Inglaterra' fue en principio un proyecto de Carl Foreman, con la idea de proponer el papel protagonista a Cary Grant. Encargó la redacción del guión a Forbes, pero no le pareció que fuera un guión a la altura de una estrella como Grant. Forbes fundaría la productora Allied film makers junto a Jack Hawkins, Richard Attenborough, Basil Dearden y el productor desde 1949 de las obras previas de este, Michael Relph, y, tras obtener los derechos, realizarían la película, que fue un notable éxito. Si la obra de Aldrich se extravía al derivar su corrosivo cuestionamiento de la institución militar en las rudimentarias convenciones de las hazañas bélicas (estuvo mucho más entonado en la magnífica 'Comando en el mar de la China', 1970), Dearden es eficaz a la hora de reflejar, a través de estos personajes desubicados, la sórdida necrosis de una sociedad. Ya resulta elocuentemente mordaz en la nocturna secuencia de presentación: Hyde surge, impecablemente vestido, de una alcantarilla en una silenciosa y solitaria calle. Hyde es alguien resentido, que acaba de ser jubilado del ejercito después de dedicar su vida al mismo. Como apunta, todos y cada uno de ellos han sido instruidos para ser funcionales en situación de guerra. Pero fuera de la misma se convierten en seres inútiles, espectros, residuos marginales que no encuentran su lugar. E incluso, si han sido íntegros, como Hyde, son retirados como si fueran apartados en un rincón oscuro, sin más. Hay una secuencia, que también parece precedente de otra de Doce de patíbulo, en la que por un momento parecieran reconfigurar sus vidas deshilachadas: la secuencia en la que unos sustraen las armas de un puesto militar mientras otros distraen su atención haciéndose pasar por altos oficiales que inspeccionan su comida y atienden las quejas de los soldados.
Hay una escisión enfermiza en esa sociedad, ironizado por Race en su alusión a Jekyll, del que es doble siniestro Hyde en la obra de Robert L Stevenson, 'El extraño caso del doctor Jekyll y Mr Hyde'. Al fin y al cabo, Hyde, con su idea del atraco, refleja una insatisfacción y frustración (¿A qué ha servido y consagrado su vida y para qué?), correspondida con sus particulares reflejos siniestros, siete militares que encarnan la vertiente turbia del Orden. Coherente al respecto, la obra, visualmente, parece más bien manchada; es un blanco y negro que asemeja una sórdida espesura, en la que hubiera que despejar las costras. En la impecable secuencia del atraco se utilizan bombas de humo, pero pareciera que ese humo está presente como una cortina infecciosa ambiental durante toda la narración, porque es parte de ese insalubre medio ambiente social, también evidenciado en otras obras estimulantes obras de Dearden de ese periodo que exploran las supuraciones de la impostura de un Orden, a través de la delincuencia juvenil, en 'Barrio peligroso' (1958), el racismo en 'Crimen al atardecer' (1959) o la homofobia en la excelente 'Víctima' (1961). Aún así, el humor se conjuga hábilmente con esa sordidez, ya contenido en la ironía del mismo título original. Una liga de caballeros (League of gentlemen) que son más bien desechos en las alcantarillas de la sociedad.
PD 1: 'Objetivo: Banco de Inglaterra´ocupa un lugar especial en mi memoria cinéfila. Fue una de las primeras películas que recuerdo haber visto de niño, con cierto encanto de aire clandestino, cuando, ya en la cama, mis padres, silenciosamente, para no despertar a mi hermano, me llamaban para ver, sentado el suelo y cubierto con una manta, alguna de aquellas películas en blanco y negro que me asombraban. Es una de las que más huella me dejó entonces. PD 2: Oliver Reed que había debutado en 1958, sin acreditar, en una de sus fugaces primeras interpretaciones

viernes, 26 de septiembre de 2014

John Ford y su padre

John Ford (John Martin Fenney) con su padre, John A Fenney

Nubes de verano y Mujeres en el parque

Una pareja que parece en un verano permanente tras once años de relación en la que otros dos, que desean a uno y otra, interfieren, intentan abrir brecha, interponer nubes. Una pareja rota, en proceso de separación, a cuyo responsable de abrir brecha e interponer nubes de borrasca irreparables, él, no logra entender su hija. 'Nubes de verano' (2004) y 'Mujeres en el parque' (2008), son dos obras de Felipe Vega (del que se hace necesario recuperar las también estupendas 'Mientras haya luz', 1987, 'Un paraguas para tres', 1992, o la tanneriana 'El techo del mundo', 1994), cuyos guiones escribe junto a Manuel Hidalgo (como en la previa 'Grandes ocasiones', 1998), que concluyen con rostros en silencio que se miran o no se miran, pero entre los que las brechas parecen insalvables o comienzan a abrirse de modo inevitable.
1. En las secuencias iniciales de 'Nubes de verano', un perro, a punto de ser atropellado. En las finales, desaparece, quizá se pierde. El hijo lo contempla correr en el campo, pero no dice nada a sus padres. Sabe que algo también se ha perdido entre ellos. En las primeras secuencias, Ana (Natalia Millán) y Daniel (Roberto Enriquez) llegan en coche al pueblo de veraneo. En las secuencias finales lo abandonan, ella llorando, y él con las gafas oscuras. El dolor de lo no compartido, de lo negado, la negación de lo que se ha advertido pero no se ha compartido. Quizás. El coche se aleja. Distancias, como las que se han abierto entre ambos. Natalia y Daniel viven una relación en la que no se aprecian o detectan fisuras. Armonía, complicidad con vivaces brotes de pasión. El anticuario Robert (David Selvas) se encapricha con Natalia, y propone a su prima Marta (Irene Montalá), a la que sabe que le gusta Daniel, que se apoyen para seducir a uno y otra. Marta se muestra más reticente, o vacilante. Participa del juego, sin dejar de forcejear con sus escrúpulos, mientras que Robert es de piñón fijo. Y parece que consigue su objetivo, aunque hay una elipsis, tras que comiencen los primeros escarceos amorosos, que abona cierta duda, y abre interrogantes sobre la confianza de la pareja. La firmeza de la relación si tenía sus fisuras no perceptibles a primera vista. La elipsis es como ese agujero que se abre entre ambos, entre lo incierto y los indicios que delatan los gestos nerviosos o las miradas temblorosas.
Robert piensa que no hay relación que no se deteriore tarde o temprano, sobre todo cuando comienzan a marchitarse los brotes pasionales, y aún más si no eres capaz de armonizar los mutuos aburrimientos. Se empecina en demostrar que Robert y Natalia no pueden ser una excepción. E introduce una absurda e innecesaria nube que daña, en un incierto grado (ese que oscila entre unas gafas oscuras y unas lágrimas), una rara armonía. 'Nubes de verano' es una estimulante obra de afiliación rohmeriana que enlaza con la afinidad de la obra del cineasta francés con la de Alfred Hitchcock a través de esa proposición que recuerda al intercambio de 'Extraños en un tren' (1951), de Alfred Hitchcock, aunque con un planteamiento cercano al de la pareja que formaban el vizconde de Valmont y la marquesa Merteuil en 'Las amistades peligrosas' de Choderlos de Laclos. Las certidumbres se desmoronan. Las proposiciones encuentran sus flecos, contradicciones imprevistas. Un cielo despejado parece ser siempre vulnerable a la intrusión de una oscura nube.
2. 'Mujeres en el parque' (2008) se inicia con la perspectiva de aquel a quien no se entiende, Daniel (Adolfo Fernández). Duda si intervenir en la tensa discusión que mantiene una pareja en el autobús en el que viaja. La intervención puede ser interferencia, hay unos frágiles límites entre ambos conceptos, o más bien es reveladora la vacilación en Daniel, como se irá evidenciando a lo largo del relato. Duda pero les sigue hasta un parque, en el que la discusión prosigue y concluye tras dos bofetadas. Daniel mira desde la distancia a esa otra pareja, y en cierta manera, de ahí el título en plural, es como si en cierto modo se viera a sí mismo, mujeres y relaciones desde y entre la distancia. En cierto modo ha vivido en una cómoda distancia. Esta secuencia inicial concluye con la voz de su hija, Mónica (excelente Barbara Lennie) superpuesta a su rostro. Una afirmación, la de no entender a su padre, sobre un rostro que es huidizo enigma, o quizá vacío, o la inconsistencia de unas emociones desafinadas. Daniel es músico, pero en el terreno sentimental predomina la estridencia de un silencio que no sabe articularse, quizá porque haya poco que articular. Es alguien metódico (reflejado en su forma de anotar las procesos del divorcio), pero borroso, probablemente, hasta para sí mismo.
Desde la perspectiva de quien configura su vida, como es el caso de Mónica, la figura de su padre representa la intrusión de la inestabilidad, la perspectiva de un futuro que puede desmoronarse cuando menos lo esperes. En las fisuras que se abren en esa pétrea figura que resulta difícil entender, entre las dos mujeres en su vida, aquella de la que se ha separado, Ana (Blanca Apilánez) y aquella que irrumpe desde la perspectiva de Mónica como una intrigante incógnita en la vida de su padre, Clara (Emma Vliarasau), se insinúan los escombros no sólo de unos adultos que no han logrado consolidar un presente consistente sino el de toda una generación, la que gestó su realidad, y la de un país, en la transición. Las coletillas de que eran otros tiempos, y otros tipos de relaciones, no dejan de evidenciar una incapacidad para crear una realidad con música que no desafinara. Un fracaso, unas esquirlas de una fractura que revientan, en la perspectiva de quien no entendía, como los restos de un naufragio, ese que grita pesadumbre en las miradas, desde la distancia, de los que instituyeron una mentira, Daniel y Ana. Distancias que se ocultaron, realidad que se dejó hacer distancia, por incapacidad tanto de articular como de intervenir. Daniel nunca intervino, nunca se implicó, dejó que la realidad le hiciera la cama. Como si viviera en una permanente transición. Y la inercia se hizo rostros que no se entienden, rostros que cuando les entiendes se hacen abismo.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Plácidas pausas de rodaje: Michael Powell, Laurence Olivier, Anton Walbrook y Leslie Howard

Michael Powell con tres de los protagonistas de 'Los invasores' (1941), Laurence Olivier, Anton Walbrook y Leslie Howard.

En rodaje: Michael Powell

Michael Powell, durante el rodaje de la admirable 'The small back room' (1949). en la que pende la amenaza de unas enigmáticas bombas, en forma de termo, lanzadas por los alemanes en territorio británico, que aún los militares y científicos británicos no saben cómo desactivar. Uno de esos expertos en explosivos, Rice (David Farrar), que trabaja en ‘The small back room’ (la pequeña habitación de atrás), un departamento de investigación, es también una auténtica bomba ambulante en constante riesgo de explotar que él mismo no logra desactivar (no es buen ‘artificiero’ de sus propias emociones)

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Little Joan Fontaine

Cuando aún no sospechaba que cierta noche soñaría que volvía a Manderley y que sería una desconocida que escribiría una carta a un músico que hacía mucho tiempo que había dejado de soñar

martes, 23 de septiembre de 2014

La entrega

'La entrega' (The drop, 2013), del cineasta belga Michael R Roskam parece un ajuste de cuentas con una recurrente, y cansina, convención en innumerables thrillers o películas de terror en las que la mascota es siempre la primera víctima de un acecho o asedio sistemático a un personaje o varios (generalmente, una familia). De hecho, el relato breve adaptado por el propio autor, Dennis Lehane, se titula 'Animal rescue' (Rescate animal). Uno de los escasos puntos de interés de 'El protector' (2013), de Gary Fleder, estrenada este verano, era precisamente aquel en el que intentaba romper las expectativas frente a esa convención. La elipsis tras el encuentro entre el villano y gato del protagonista no deparaba el posterior descubrimiento del cadáver del felino sino la demorada revelación de que lo había 'adoptado'. En 'La entrega', que, con respecto a otras adaptaciones de obras de Lehane, está más cerca de la eficaz sobriedad de 'Adiós pequeña adiós' (2008), de Ben Affleck que de la complejidad con corrosivas resonancias sociales de 'Mystic river' (2003) o 'Shutter island' (2010), Bob (Tom Hardy) adopta un cachorrillo, pero irrumpe la amenazadora figura de Eddie (Matthias Schoenaerts), que fue pareja de la mujer a quien Bob ha comprado el perro, Nadia (Noomi Rapace). Eddie ha cultivado la imagen de peligroso, alardeando incluso de la autoría un asesinato no resuelto. Alardea, de hecho, ante Bob de que él es aquel a quien no ves venir, como si fuera una representación, y eso le otorgara una condición tanto mítica como abstracta que acrecentara su amenaza. Se presenta como alguien imprevisible, una figura de violencia latente y acechante, que no sabes cómo reaccionará en ningún momento. Como buen publicista de sí mismo, intenta consolidar su poder en la institución de esa imagen.
Esa imprevisibilidad, esa violencia acechante, también la cultiva Chovka (Michael Oronov) el gangster checheno para el que sirve de tapadera, para recibir unas entregas de 'dinero sucio', el bar en el que trabaja Bob, del que es dueño su primo, Marv (James Gandolfini). Sus apariciones alientan lo incierto, sobre el que cimenta eficazmente su poder. Intentar hacerte tu lugar, autoafirmarte, puede situarte en situación delicada, oscilante. La arrogancia puede propiciar que te confíes, como un exceso de ambición nublar el juicio, y arriesgar demasiado en la apuesta. Puedes dar demasiado la nota, y descubrir que lo tuyo era un farol. Puede ser un reloj parado que te delata, o ponerte medallas en ciertas autorías criminales. Querer jugársela a quien es imprevisible con la violencia que utiliza como amenaza puede derivar en que tomes constancia de que esa violencia se ejerce sin vacilaciones de modo implacable. No era un farol. Pero también puedes ser un hábil jugador, alguien que se mantiene en una posición discreta, sin alardes, alguien a quien no se le ve venir, alguien que prefiere los segundos planos para sorprender a quien se hace notar demasiado en primer plano. A veces el perro quizás no muere. Y quien parece víctima propiciatoria puede que no carezca de la necesaria resolucíón para descerrajar de un tiro a quien piensa que todos se van a doblegar a su suspensa amenaza, porque sabe que si cedes un poco no dejarán de avasallarte, ni tiene reparos en golpear a una indefensa criatura. Porque, además, quien pretende ser imprevisible no preveé, precisamente, que alguien sea capaz de dar todo o hacer cualquier cosa por algo que él desprecia, un cachorrillo. Esa es la lección del rescate animal. O quizás, simplemente, una bienvenida justicia poética en una obra modulada con estimable concisión, a la que quizá le falte un punto, o varios, de turbiedad o soterrada tensión para que cale en las entrañas.

lunes, 22 de septiembre de 2014

El hombre que se quiso matar

Te preparas concienzudamente durante años. Dominas la materia como pocos. Se puede decir que no hay nadie más capacitado que tú para conseguir ese puesto de trabajo. Pero los cimientos de la realidad no son como pensabas. Puedes convertirte en experto del cemento armado, pero la realidad se constituye con su particular cemento armado en el que son importantes componentes la suerte y la influencia ( o mejor dicho, tener enchufes o el pertinente contacto). Sea en 1929, cuando Wenceslao Fernández Florez escribió la novela, en 1942 cuando Rafael Gil dirigió la adaptación de 'El hombre que se quiso matar', protagonizada por Antonio Casal, en 1970, cuando realizó una nueva versión protagonizada por Tony Leblanc, o en nuestros días, esa ecuación no ha prescrito. En la adaptación realizada por Fernando Fernán Gómez de 'El malvado Carabel' (1955), una de las tres sobre esta otra obra de Fernández Florez, el protagonista toma constancia de que tiene que saber mentir adecuadamente para no sólo medrar sino incluso mantener el puesto de trabajo. Se convierte, incluso, en un peculiar antecedente de un superhéroe con su traje de enmascarado. Federico (Casal) ya que no ha conseguido ese puesto para el que se había preparado como nadie, y ya que, por añadidura, o más inri (para acentuar el calvario), recibe la reprimenda de su novia desde hace siete años, quien no sólo le califica de inútil por no cumplir las promesas de establecer los necesarios cimientos de vida para proyectar su vida en común (o sea, marital), sino que incluso le abandona por fiasco, decide quitarse de en medio (más bien, de los márgenes a los que se ve arrojado), o sea matarse.
Federico prueba varias opciones, como ponerse en las vías del tranvía o del tren pero no son muy efectivas (es particularmente ingeniosa la segunda: el tren lleva una especie de recogedor para evitar atropellar algún animal que cruce las vías y es donde acaba él cual animal abandonado, en su caso, por la inconsistente trama de una sociedad que no reconoce el talento ni las capacidades). Hasta que recibe el oportuno consejo de un amigo. Si dices que te vas a matar en cuatro días, probablemente lograrás realizar durante esos días todo lo que desees, porque no tienes nada que perder, y además todos te considerarán como un extraviado capaz de todo. Durante esos días puede expresar lo que no se hace normalmente, sin ninguna cortapisa ni miedo. Protestar ante los engaños sobre los que está tramada la realidad cotidiana, como el que ejercen en los comercios o, en concreto, en los bares. O el maltrato que recibe el trabajador, como es el caso del escuchimizado periodista que le entrevista y que le reconoce que está desgañitado de tanto trabajar y poco comer. Puede decir a los ricos empresarios lo que sea porque al fin y al cabo es alguien que no puede aprovecharse de ellos es decir, los empresarios le pueden ofrecer el privilegio que sea porque no se beneficiará de ello, ya que se va a matar. O a los que sin ningún escrúpulo se aprovechan de la desgracia ajena como el empresario que le paga para que cuando se suicide lo haga portando publicidad de su vermut, aunque, como Federico apunta, parezca más bien una sota de bastos.
Fernández Florez se muestra tan corrosivo como en 'El malvado Carabel' sobre las tendencias humanas como ser social que transcienden el hecho de si es una dictadura o una (aparente) democracia, como hoy en día. Su vitriolo no ha caducado para nada con el paso de las décadas. Algo que también desentrañó con mordacidad en 'El destino se disculpa' (1945), de Jose Luís Saenz de Heredia, en la que se señala que, más allá de si hay un destino o todo es fortuito, la inconsistencia humana siempre abrirá un boquete entre propósitos y resultados, como las hay entre capacidades y resultados, como se apunta en 'El hombre que se quiso matar'. Federico toma consciencia de que en cuanto dejas de valorar la vida consigues lo que quieres. Si aprecias la vida más bien te encontrarás con unas cuantas decepciones ya que no es el rigor y la coherencia lo que predomine en la naturaleza humana.