viernes, 31 de enero de 2014

Cliff Martinez - Pacto de silencio - "You Have A Full Green Light"


Otra de las bandas sonoras estupendas de la que me había olvidado ( y van...) es la de Cliff Martinez para 'Pacto de silencio' (2013), de Robert Redford. Quizá el olvido se debía al escaso calado que me había dejado la película, cuando, además, toca aspectos de lo más sugerentes. Pero para una obra que saca a la palestra a los activistas radicales en Estados Unidos, 'dormidos' desde los 70, falta precisamente algo más de radicalidad, o de intensidad. Parece envarada la narración, como los rostros de Redford y Julie Christie por tanto botox. Una lástima de oportunidad desaprovechada, por la confrontación entre un pasado combativo y un presente 'adormecido', de concesiones, resignaciones y abandonos.

En rodaje: Daniel Craig y Judi Dench

Daniel Craig y Judi Dench durante el rodaje de las secuencias escocesas en la magnífica 'Skyfall' (2012), de Sam Mendes, o las cloacas del poder (secreto) al descubierto.

Guerras sucias, Jack Ryan: Operación sombra, Lone survivor y Objetivo: la Casa Blanca: Las letrinas y pantallas del rearme patrio

Hay películas que son interesantes, o sobre las que vale la pena hablar, por lo que reflejan más que por sí mismas, es decir, por sus valores cinematográficos. Es el caso de 'Jack Ryan: Operación sombra' (2013), de Kenneth Brannagh, una de esas películas a las que no les falta amplificador promocional. Hay otras que levantan ampollas, pero a las que no parece que se les permita que sean demasiadas, manteniéndolas entre las penumbras mediáticas; es decir, su amplificador promocional es mucho menor. Fue el caso de un muy sugerente documental estrenado el pasado otoño, 'Guerras sucias' (2012), de Rick Rowley, centrado en las investigaciones del periodista británico Jeremy Scahill (ya expuestas en su obra Guerras sucias. El mundo como campo de batalla, editado en Paidós) sobre las guerras encubiertas que organiza Estados Unidos, o su lado oscuro (tirando a turbio pútrido) como las actividades previas de ese comando (Joint Special Operations Command) que realizó la acción, celebrada como hazaña en su país, de matar a Bin Landen. Scahill, y el documental, escarba en las sórdidas sombras de las operaciones encubiertas que dicta y organiza el gobierno estadounidense, en un trayecto con estaciones (de horror) en Afganistan, Yemen o Somalia, allá donde no se venden imagenes sino donde se ocultan. Scahill lo expone en las primeras secuencias: es la narración de lo que se visibiliza, de lo que no visibiliza, y de lo que se oculta a primera vista.
A principios de año se estrenó 'Lone survivor' (2013),de Peter Berg, centrado en el calvario de cuatro soldados estadounidenses en territorio afgano, asediados por un superior número de talibanes. La narración de esta patriótica variante de 'Patos salvajes' (1978), de Andrew McLaglen, finaliza con un homenaje, mediante fotografías, a los reales soldados operativos que inspiraron la película, y que sufren, lejos de su hogar, penalidades que deben ser loadas. No es guerra sucia, sino guerra santa. Como una obra precedente de Berg, aún más siniestra, 'La sombra del reino' (2007), está centrada en un equipo de élite que tiene que matar a un cabecilla de un grupo terrorista, una en Afganistan, la otra en territorio irakí. Que se haga la distinción de que haya habitantes afganos que no apoyan a las talibanes (lo que denuncian, precisamente, en el documental de Rowley), e incluso salven la vida al soldado superviviente, no distrae de la entraña glorificadora de una película capciosa: las muertes de los soldados estadounidenses se muestran en secuencias dilatadas hasta la exasperación, con un rosario de planos que remarcan la épica de una agonía, mientras que los afganos son abatidos de modo indiferenciado sin que duren los planos ni siquiera un segundo.
En 'Jack Ryan: Operación sombra' el enemigo es más bien del pasado, el que lo fue durante décadas, el enemigo por antonomasia del siglo XX, los rusos. Pero la cuestión es rescatar el fantasma de un pasado, un rescate que se hace necesario, como reflejo, para reactivar el rearme patriótico que se está produciendo de modo acusado (equiparable al de los 80): los cuestionamientos de una política económica que han conducido al desastre se intentan contrarrestar, anular, con rearmes patrióticos. Significativamente, el objetivo de la destrucción es Wall Street, un atentado al corazón (dicho con toda la ironía corrosiva) de la economía (o del poder global) estadounidense, por supuesto para hacer aún más manifiesta las (nocivas) intenciones de esta obra no falta la explicita asociación con el atentado de las Torres gemelas. Como en otra adaptación previa de una obra de Tom Clancy, 'Pánico nuclear', el villano, de todos modos, se individualiza, en un empresario, Cherevin (Kenneth Brannagh, al que no le cuesta mucho convertirse en el mejor del reparto). No deja de ser inquietante, y mucho, que se recupere a uno de los novelistas que fueron extensión literaria de los credos políticos y económicos de los gobiernos de Reagan y Bush, y que en su momento álgido de popularidad dispuso del rostro del actor que entonces representaba el héroe americano (Harrison Ford) en dos olvidables obras no por nada, recupera a otra encarnación del héroe íntegro en aquella década de los 90, Kevin Costner). Ahora la jugada también es artera. Se le dota al héroe del rostro del joven actor que ha encarnado ya dos veces a un icono como el capitán Kirk en las dos primeras entregas de la revitalizada saga de Star Trek.
Jugada parecida a la que realizaron en la también tan nociva como siniestra 'Objetivo: La Casa Blanca' (2013), de Antoine Fuqua, en la que escogieron como el hombre que se enfrentaba victorioso a todos los terroristas norcoreanos que asaltan al Olimpo que es la Casa Blanca (Olympus has fallen es el título original) a Gerard Butler, protagonista de la también olvidable '300' (2007) de Zack Snyder. Personaje en el que también resuenan los ecos de otro infausto personaje, el McLane que aún encarna Bruce Willis en la serie de películas de 'La jungla de cristal' (en su última andanza, además, en tierras rusas). Por destacar alguna virtud en cualquiera de estas tres películas, hay que reseñar su trepidante narrativa. En especial, es notoria la fisicidad que extrae Berg del lance bélico, la corporalidad (magullada, quebrada, contusionada) que acentúa, por otro lado, el calvarío agónico de los glorificados soldados estadounidenses. Es notable el dominio de las tensiones que realiza Fuqua, pero de todos modos, se añora al Fuqua con estimulantes cargas de profundidad en sus thrillers 'Día de entrenamiento' (2001) y 'Los amos de Brooklyn' (2009). Y ciertamente, al menos, Brannagh ha dejado de lado las ampulosidades engoladas de 'Frankenstein' (1994) o 'La huella' (2007).
Si la de 'Lone survivor' es una salmodia sobre los sufrimientos que deben padecer lejos del hogar los santos soldados que defienden a la patría, 'Objetivo: la casa blanca' (no he visto, ni ganas, la que realizó Roland Emmerich sobre otro asalto al santo bastión), remarca cómo aún son vulnerables a las depravadas amenazas del exterior. Por supuesto, no hay desarrollo (y menos matizado) a las razones de los asaltantes, como de las del agente traidor (una frasecita crítica sobre la globalización y Wall street, y ya). También tiene su miga que el héroe salvador se afirme en esta acción como una segunda oportunidad (previamente, meses atrás, no pudo evitar, en un fatal accidente en la nieve, que muriera la esposa del presidente) en la que resuena los ecos, de nuevo, de las Torres gemelas (algo así como en aquella ocasión nos sorprendisteis, pero dos veces no; no falta la imagen eco: el avión que realiza el primer ataque contra la Casa Blanca, y que colisiona contra todo un símbolo patrio: el obelisco). Una nada sutil manera de poner en guardia a la población. La amenaza está fuera, y es un hervor que puede saltar en cualquier momento y quemarles la cara.
'Jack Ryan: Operación sombra' acude cual séptimo de caballería con el rostro de uno de sus personajes tipo de héroe patriótico, Jack Ryan (aunque en cierto momento parezca que vaya a transitar los subversivos senderos de las últimas obras de la saga Bond, cuando Ryan se enfrenta a la primera situación en la que mata a alguien y sufre por haberlo hecho). Pero es un espejismo en una montaña rusa (dicho con toda la envenenada ironía) en la que el héroe siempre escoge la adecuada vagoneta para salvar al país de un loco que intenta (oh, como el traidor agente estadounidense de la obra de Fuqua) atacar a Wall Street y lo que representa en la globalización del planeta. Un héroe mundano, como sobrenatural era el de la anterior película de Brannagh, 'Thor' (2011), la anterior película de Brannagh, un director que antes representaba la cultura exquisita y elitista con sus adaptaciones de obras de Shakespeare. Ahora se ve que el célebre 'discurso del día de San Crispín' de su protagonista a sus tropas en su opera primera 'Enrique V' (1989), lo aplica a materias dramáticas más triviales, pero siniestramente actualizado. Guerras santas que ocultan las guerras sucias.
El año pasado se dio una encendida polémica en Estados Unidos alrededor de 'La noche más oscura' (2012), de Kathryn Bigelow (que les da mil vueltas, además, en dominio narrativo), cuando ciertas voces acusadoras plantearon si la película realizaba apología de la tortura como medio necesario. Aquellos cuestionamientos olían a estrategia hábil para desarmar, o al menos amortiguar, los posibles efectos de la película. Y en cierta medida lo lograron. La película se fue desinflando en reconocimientos de premios y críticas, como si fuera una película incómoda. Acusándola de lo que no es, lograban que incluso los que participaban de su planteamiento nada complaciente (condensado en su demoledora secuencia final) la miraran también con cierta vacilación. Meses después nadie dijo nada al respecto con las explicitas,en cuanto sentido, y brutales, secuencias de tortura, para conseguir información, que realiza el personaje de Butler sobre dos asaltantes coreanos. Nada de ambiguedades. Necesarias y punto.
'Guerras sucias' comienza con la indagación, por parte de Scahill de la muerte de tres mujeres (dos embarazadas) y un hombre afganos, que no eran talibanes, a manos de un comando estadounidense (la versión de la prensa estadounidense, y el comunicado de la OTAN, aludían a razones de 'muerte por honor'). Será el comienzo de un hilo que descubrirá otras acciones de ese comando, así como de una lista negra que se va ampliando con el tiempo, desde los tiempos del atentado a las Torres gemelas, en la que hay nombres de supuestos terroristas señalados para ser matados que, significativamente, tiempo después adquirirán notoriedad como terroristas peligrosos (cuando antes eran pacifistas que incluso denunciaban la violencia contra los estadounidenses; pero su condición de guías intelectuales los convirtieron en incómodo peligro). Aviesa manipulación de las informaciones, crueldad de acciones, no sólo en la relación de objetivos estratégicos, sino en el uso de acciones y guerras como ensayos, como si fueran pruebas de laboratorio. Ya sea matar a quien no es ninguna amenaza (una bomba que mató a 35 en Yemen; el periodista que lo denunció fue encarcelado, y en prisión se mantiene por orden expresa de Obama), como apoyar guerras que sirvan de campos de pruebas, como la que tiene lugar desde hace años en Somalia, y que no alcanza difusión mediática porque no conviene.
Es como la dependencia de un laboratorio en el patio trasero, mientras que la pantalla la domina el conflicto en el que hay invertidos unos intereses, la guerra santificada que sirve para mantener una posición de poder, y en la que se utiliza convenientemente una demonización de un enemigo que impida que se mire hacia adentro (irakíes, afganos, norcoreanos). Esa pantalla que alimentan con sus fuegos fatuos propagandisticos (victimistas) las obras de Brannagh, Berg o Fuqua. Mientras, 'Guerras sucias' alienta la fisura que abra un boquete en esa luz cegadora que domina las carteleras y el imaginario colectivo. La amenaza más terrible hoy en día es la de Estados Unidos (muchas acciones, calificadas como terrorismo, son respuestas a agresiones previas estadounidenses). Cierto que a veces el documental de Rowley recurre a formas persuasivas un tanto rudimentarias (imágenes de niños en las secuencias finales, Scahill y un afgano cogidos de la mano, para resaltar las brutalidades que realiza el gobierno estadounidense en todos esos países), pero no dejan de ser necesarias estas miradas que desnudan las bambalinas, con su olor de letrinas, de un sistema de poder que (en)cubre sus mezquindades con pantallas falaces que saben vender, como Jordan Belfort, su engaño como realidad necesaria, mientras realizan, probablemente, gestos obscenos carcajeándose de cómo nos la meten sin que nos demos cuenta.

jueves, 30 de enero de 2014

Sam Shepard y Patti Smith, tempestades de una breve relación

Sam Shepard mantuvieron una breve, tempestuosa y fébril relación entre 1970 y 1971. Se convirtieron en compañeros de delito, empapados de alcohol, y envueltos en incontables peleas, en los bares que transitaban. Sam se había casado un año antes con la actriz O -Lan Johnson, y habían tenido un hijo. Patti declaró que ambas se gustaban, aquello no era la historia de un adulterio en los suburbios. Shepard estimuló a Patti para que propulsara su talento literario. Patti realizó su primera lectura de poesía. Y ambos escribieron juntos una obra que interpretaron ellos mismos durante un mes, 'Cowboy mouth' (1971), que reflejaba su tormentosa relación, que ya derivaba en una intensidad que les superaba, y en violentos enfrentamientos, como cuando Shepard rompió varios dibujos de ella. Sam decidió dar un giro radical a su vida, y salir de aquel caos, y se mudó a Inglaterra con su esposa e hijo. Smith se quedó devastada por la súbita partida del escritor.

Plácidas pausas de rodaje: Sam Shepard y Brooke Adams

Sam Shepard y Brooke Adams durante el rodaje de la hermosa 'Días del cielo' (1978), de Terrence Malick

R.E.M. - Oh My Heart - Jem Cohen


Uno de los vídeos que realizó Jem Cohen para REM. Extraordinario. Qué jugo le saca a los espacios, parece que los descubriera...

Liz Durrett - Stop The Projector -


La canción que acompaña los títulos de crédito finales (en versión instrumental) de 'Museum hours' (2013), de Jem Cohen, que me ha permitido descubrir a este portento de cantante, Liz Durrett

Museum hours

Hay películas con las que la mirada despierta, se estira y contempla cómo se gesta la primera luz del día. La mirada se despliega y hace de la observación danza. Percibe cada elemento del conjunto. La mirada no recorre la superficie, sino que se interroga y se empapa de cada elemento. Y cada elemento se convierte en umbral de lo infinito, la multiplicidad de lo posible. Hay películas que te desnudan, que te hacen sentir el cuerpo como un caudal de sensaciones que permanecían estancas, en posición de apagado, de pausa, de espera. Parece que te resucitan. Hay películas que te gustaría habitar, en las que pasearías por sus planos como si dispusiera de ilimitadas habitaciones, y la mirada no conociera contornos en los que detenerse, ni entre los planos hubiera separaciones, como si fueran las infinitas salas de un museo en la que no dejas de escrutar y observar un sinfinde obras y de rostros que las contemplan. Hay películas que no terminan, hay películas que no pueden terminar. 'Museum hours' (2013), de Jem Cohen, es una de ellas. Es un festín para la mirada, para el cuerpo.
Apertura: Como si fuera la apertura y cierre de un paréntesis, dos planos de una figura femenina de espaldas o tumbada, Anne (Mary Margaret O'Hara), primero en su habitación en Estados Unidos y después en la habitación de hotel en Austria, a donde ha viajado porque su prima ha sido ingresada en un hospital. Entremedias: Planos de espacios, de tránsitos, de pinturas, y su correspondencia real (una pintura con pájaros, pájaros que vuelan). Un plano general de una figura cuyo rostro no se distingue, Johann (Bobby Sommer), mientras su voz nos introduce en su trabajo como guarda del museo, el Kunsthistorisches Art Museum de Viena. Está sentado con una gran puerta de madera detrás, y ante él una cuerda, como si fuera una cerca. Johann se dedica a observar tanto las pinturas como los rostros. No deja de descubrir nuevos detalles en los cuadros, como en los de Brueghel, el viejo. En la nueva observación de una de sus obras se percata de que una de las figuras tiene una sartén en la cabeza, lo que le hace pensar en huevos, y se dedica a observar si hay huevos en los otros cuadros del museo. Cuando descubre uno, reinicia el recorrido. La observación de esos detalles se amplia a la realidad: planos en descampados, de una nota doblada, una colilla o un guante verde. Fragmentos de realidad. Como los rostros.
Aquel rostro de espaldas, el de Anne, cobrará protagonismo en su vida. Establecerán una relación que derivará en amistad: él se convertirá en el apoyo, en la comunicación con los médicos del hospital donde está su prima, de la que nunca vemos el rostro, como si fuera el fuera de campo de lo incierto, de lo que desaparece, y también de lo que puede ser narrado, de lo posible que permite la narración, la música que conjura la desaparición, la transitoriedad, la consciencia de finitud. Aunque no puedan estar seguros de que les escuche, Johann le describe varios cuadros de Rembrandt. Anne le canta una canción, mientras la luz se modifica, varía, como si la misma luz fuera canto, y la música luz. Anne y Johann comparten momentos, vivencias, exploraciones, su pasado y su presente, como si hubieran estado estacionados y se pusieran en movimiento juntos. Miradas juntas. Anne observa, mientras observan unos desnudos en un cuadro, la naturalidad que transmiten, esa que sentía en un novio que tuvo, que portaba su desnudez como un frac. En la siguiente secuencia, la observación se hace música, canto de imaginación: en las salas del museo, hombres y mujeres contemplan desnudos las pinturas. Anne y Johann comentan sobre otro cuadro, de oscuridad que parece un estremecimiento, cómo parece que va a desaparecer, disolverse, como si al cruzar la esquina ya no existiera. En la siguiente secuencia, Anne y Johann navegan por unas cuevas subterraneas, el dominio de la oscuridad, en donde, como en el cuadro, la luz parece intentar luchar para abrir una fisura que evite la desaparición en la negrura. Al salir, reciben la llamada que les comunica que la prima ha muerto.
La obra está dedicada a los trabajos de John Berger. Parece su soberana aplicación. También me recordaba a las texturas y capacidad de observación de los detalles, de los que extraerle una resonancia abstracta, de un autor, precisamente, austríaco, Peter Handke. Palomas en una hondonada que parecen un hervor y que parecen brotar cuando alzan el vuelo; flores y plantas en la blancura de la nieve; un ciego que camina con su bastón en la acera helada; calles y casas que parecen recién construidas, porque cada primavera pintan las casas por los turistas. Detalles, múltiples detalles que brotan con su inmensidad para el ojo despierto que se pregunta y capta lo que aparece ante su mirada. Correspondencias. Rostros que se asemejan al de un cuadro, rostros que se acercan y te hablan en una lengua que no entiendes pero te transmiten un sentimiento de paz.
Una mujer anciana, vestida de negro, asciende un camino, mientras comienza a caer la nieve y parece la imagen de la determinación ante cualquier obstáculo o adversidad. O quizá lo que resalta en la imagen, el centro, sea aquel alto edificio al fondo, o la fila de coches en caravana, en la que resaltan las luces rojas, como un rosario encendido. O quizá sea el mismo camino, el cual quizá sea el principal obstáculo para la anciana. Pero también está el fuera de campo, aquella casa donde se esculpen lápidas, y que nos hace sentir lo efímero de la vida, su condición de tránsito, y recuerda a aquella tienda por la que pasábamos cada día, como un elemento familiar en el paisaje o pantalla de nuestra mirada, en el que quizá no nos percatamos porque era otro elemento que componía el tejido de una pantalla en la que las partes pierden su condición de singularidades, de inmensidades. Y un día la tienda cierra, y su ventana está tapiada, y se convierte en una singularidad que nos hace cambiar el paso, la mirada, y observar a nuestro alrededor cada detalle como una respiración que se alza pletórica pero puede desaparecer en cualquier instante. Hay películas que no terminan, hay películas que no pueden terminar. Prodigiosa. Sublime.

miércoles, 29 de enero de 2014

Sharon Tate, morder o no morder

Shaton Tate, acolmillada o sin acolmillar, en unas imágenes promocionales de 'El baile de los vampiros' (1967), de Roman Polanski

En rodaje: Roman Polanski

Roman Polanski, en busca de la fisura, o cómo crear una fisura... durante el rodaje de 'Repulsión' (1965)

En rodaje: Roman Polanski, Jack Nicholson y Faye Dunaway

Roman Polanski con Jack Nicholson y Faye Dunaway durante el rodaje de 'Chinatown' (1975)

En rodaje: Roman Polanski y Natassja Kinsky

Roman Polanski 'ajusta' la posición de la cabeza de Natassja Kinsky, durante el rodaje de una de sus más grandes obras, 'Tess' (1979)

La Venus de las pieles

'La venus de las pieles' (La Vénus à la fourrure, 2013), de Roman Polanski, es la escenificación de una sublevación. La novela de Leopold Von Sacher-Masoch, 'La venus de las pieles' (1870) comienza con un sueño, un diálogo entre el narrador y Venus, la diosa del amor, en el que él le reprocha su crueldad y asevera que hombre y mujer son enemigos y sus relaciones un pulso de poder y dominación, en el que no cabe ( o no puede ser duradera) la complicidad. Es la abstracta introducción para el posterior relato que Severin, amigo del narrador, hace de su relación con Wanda, de cómo la extorsiona y presiona para que le humille y convierta en su esclavo, una retorcida forma de dominio a la que ella se pliega por amor. Y en la que subyace, como mordaz eco, la afirmación de Venus en el sueño previo: 'Cuanto más fácilmente se entrega la mujer, más frío e imperioso es el hombre. Pero cuanto más cruel e infiel le es, cuanto más juega de una manera criminal, cuanta menos piedad le demuestra, más excita sus deseos, más la ama y la desea. Siempre ha sido así, desde la bella Helena y Dalila, hasta las dos Catalinas y Lola Montes.' La venus de las pieles' de Polanski, adaptación de la obra teatral, del 2010, de David Ives, comienza con la tardía llegada de una actriz, Wanda (Emmanuelle Seigner), aspirante al personaje protagonista de la adaptación teatral que Thomas (magnífico Matthieu Amalric, quien afortunadamente sustituyó al inicialmente previsto Louis Garrel) ha realizado de la novela de Von Sacher-Masoch, y que supondrá su primera experiencia como director.
Dominios: Thomas estaba ya cansado e indignado de los tratamientos que realizaban los directores de su obra (trabajo): era su momento de poder aplicar y ejercer su mirada, su dominio (esa necesidad de afirmar su voz se evidencia también en sus sulfuradas reacciones, como cuando escupe una sarta de desprecios a Wanda por realizar una interpretación de la obra que le parece trivializadora). Cuando llega Wanda, Thomás, al teléfono, está despotricando sobre la inconsistencia de las mujeres que se han presentado a las pruebas; todas le parecían un pálido esbozo de la Mujer, como si ya no hubiera mujeres que estuvieran a la altura de la Idea, más bien niñas sin sustancia. Wanda, en principio, tampoco parece que se ajuste a su idea. Empapada por la lluvia, desaliñada, con maneras más bien vulgares, o nada sofisticadas, exudando una sexualidad más bien rudimentaria (casi la que puede adjudicarse a la prostituta más zafia), y unas manifestaciones que no dicen mucho de su lustre intelectual, incluida consideraciones de la obra como pornográfica (ya que ese es el lugar común sobre el sadomasoquismo; 'de eso va' la novela) parece que es otra muestra que certifica y corrobora los lamentos de Thomas sobre las carencias de la mujer en general. No hay mujeres dignas de la idea de Mujer ( o de la Pasión, de la Belleza o del Amor); como no parecen estar a la altura de sus abstractas aspiraciones (quizá meras justificaciones intelectuales de anhelos menos abstractos).
Pero nada es lo que parece. Y desde luego Wanda no es lo que aparenta. Tras conseguir convencerle de que le deje hacer una prueba, a lo que él se resistía porque tenía prisa (ya transmitiendo ciertas malas maneras, con resabios arrogantes), le sorprende (nunca mejor dicho porque él está de espaldas, 'no la ve venir', adelanto de la demolición que realizará de su 'dominio') cuando ella dice las primeras frases del papel (parece otra, con el cambio de maquillaje y el vestido de épica, como su misma voz no parece la misma). Comienza la seducción de Thomas, o la demolición de su presunción de dominio. De hecho, será ella la que le sugiera que añada al inicio la escena del sueño. Si en la novela son dos personajes masculinos (el narrador en el sueño, Severin en el relato posterior), en este caso es uno, lo que aún evidencia la motivación del juego escénico, o de dominio, que ejerce Severin ( o que proyecta Thomas en la obra), la negación orgullosa de no plegarse a la voluntad y requerimientos de la mujer, del amor. Es su voluntad la que ha de cumplirse. Es magnífico cómo se insinúa, en las conversaciones teléfonicas, cómo es la relación de Thomas con su novia; cómo baja el volumen de su voz, e incluso cómo inclina y encorva su cuerpo; el detalle de que el sonido de su móvil sea la música de 'La cabalgata de las Walkirias'.
Progesivamente cautivado (cautivo), Thomas no insistirá mucho en las interrogantes que realiza al advertir ciertos detalles que contradicen lo que Wanda manifestaba en un principio, como en detalles que revelan un sorprendente conocimiento de la obra o época (por ejemplo, que tenga un batín, para él, confeccionado en Viena en la época en que se escribió la obra), que ya indican que ella no es una mera actriz que se presentaba a una prueba. Hay un juego (escénico) sutil, equiparable, por ejemplo, al que realizaba, como sublevación indignada, el personaje de Michael Caine al de Laurence Olivier por la previa humillación ejercida por éste sobre él, en 'La huella' (1972), de Joseph L Mankiewicz (los autómatas eran el reflejo que ponía en evidencia una representación; aquí los efectos sonoros realistas que acompañan la simulación de acciones). Allí era cuestión de clase, aquí de género sexual. Wanda no deja de cuestionar, y poner en evidencia, los planteamientos intelectuales y vitales de Thomas, su enfoque de la obra, como quien descorre los decorados escénicos (mentales) de sus justificaciones para dejar al descubierto los engranajes de lo real, desentrañando una vida sostenida sobre insatisfacciones y carencias, y los fantasmas (los de la obra) en los que proyecta la necesidad de un dominio que no siente en su vida, pese a sus negaciones y evasivas sobre lo que tanto pone de sí mismo en la adaptación de esa obra.
Wanda realiza una demolición de sus fantasías, cómo en la representación de la obra vehicula su anhelo de dominio de la mujer, supeditada a su dominio escénico (da igual su rol en el juego). Wanda comienza a despojarle, empezando por la cartera, siguiendo por el móvil (lazo de la conexión con su novia, que le espera para una cena; le hace decir que no le espere, sin darle ninguna justificación), y acabando convirtiéndole, tras consiguiente caracterización, en la mujer de la obra, como culmen de una sublevación que denuncia su inconsistencia y presunción. La cámara que había entrado en el teatro en la primera secuencia, ahora abandona el escenario, mientras la pantalla la domina la frase que abría la novela de Von Sachs-Masochs «Dios le castigó, poniéndole en manos de una mujer.» (Libro de Judit, 16, Cap. VII). Su figura, atado cual mártir religioso es la mordaz condena de un arrogante practicante de un credo que anula, supedita y niega a la mujer convirtiéndola en un símbolo, o una fantasía, que le afirme. Porque una cosa son los escenarios (incluidos, los de la mente) y otra lo real. Y a veces lo real se subleva, y convierte al escenario en despojo.

En rodaje: Alain Resnais, Olga Georges-Picot y Claude Rich

Alain Resnais, Olga Georges-Picot y Claude Rich durante el rodaje de la fascinante 'Te amo, te amo' (1968)

En rodaje: Alain Resnais y Sabine Azema

Alain Resnais y Sabine Azema durante el rodaje de la espléndida 'El amor a muerte' (L'amour a mort, 1984).

La pointe courté

Un inspector gubernamental comprueba en el barrio de La punta corta, en Sete, si hay pescadores que faenan sin permiso. Una mujer (Silvia Monfort) viene de París para comprobar si aún tiene sentido faenar en la relación con su esposo (Philippe Noiret). Quizá la punta de su amor sea ya corta, quizá su amor ya esté romo por el desgaste del paso del tiempo, la pasión diluida, quizá porque lo que se amaba era el amor y no al otro. Quizá ambos ya van en direcciones distintas, quizá, incluso, siempre han ido en direcciones distintas y ahora empiezan a verlo. Los dos primeros planos de la bella opera primera de Agnes Varda, 'La punta corta' (la pointe courte, 1955), son dos movimientos de cámara, en una de las callejuelas del barrio, movimientos que son deslizamientos, paso de bailes, como danza es el tanteo e inspección sentimental que se realizan él y ella, ella y él. Hay una mujer del pueblo que dice que 'esos dos hablan mucho, no deben ser felices'. Hablan mucho porque están suspendidos en una intemperie en la que no logran definir qué siente el otro, qué sienten entre ambos. Inspeccionan el interior de la nave de su relación, las vías que han interpuesto (como ese fantasmal vagón en mitad de la nada). Sus rostros no convergen como sus miradas. Hay planos que no sé si Ingmar Bergman vio o no, pero anticipan algunos que fusionan los rostros de las protagonistas en 'Persona' (1969): ella de perfil mirando hacia la izquierda, él, mirando hacia cámara, vemos sólo la mitad de su rostro, y a la inversa. Ella y él, él y ella. Ambos presentados de espaldas, como si hubieran extraviado el rostro del otro, como si hubieran extraviado su propia mirada hacia el otro.
Sus diálogos, de frases sentenciosas, más literarios que realistas, la ruptura de raccords, la abstracción de ciertos encuadres, también parecen anticipos de las conversaciones sentimentales de las dos primeras obras de Alain Resnais, 'Hiroshima, mon amour' (1959) y 'El año pasado en Marienbad' (1961). El enlace, en este caso, sí es manifiesto: Resnais realizó el montaje de esta obra. La narración combina sus conversaciones, como episodios o fases de una lid, en el que subyace el anhelo de que su relación sobreviva, con los percances de la vida diaria en el pueblo, la vida de un colectivo, reflejo de vidas que luchan por mantenerse sobre la superficie (alternancia narrativa, cada diez minutos, inspirada en 'Las palmeras salvajes', de William Faulkner). A veces, no se puede, y se llora la muerte de un niño, o tienes que asumir que pasarás unos días en la cárcel por pescar sin permiso. O das un paso que modifica tu vida, cuando decides casarte. Vidas que empiezan, vidas que finalizan, vidas que sufren interrupciones, como la misma relación entre él y ella, entre ella y él, en una interrupción de su relación en la que dirimen y comprueban cuál es el estado de la misma, de sus sentimientos.
Cinco días tendrá que estar en la cárcel el pescador, cinco días llevaban sin verse ambos, desde que él había decidido no realizar un viaje con ella. Cinco días que para ella habían sido como si la hubieran enviado a prisión. Porque ella se pregunta si es que él ya no desea continuar el viaje de la relación. Y le pone contra las cuerdas, o las redes. Las tensa para ver cómo reacciona él. Si se escurre, si se fuga, si abandona, si se resiste. Sus palabras, como redes, sacan a la superficie sus emociones, aposentadas en el limo del fondo, donde la luz parecía ya no llegar. Sus miradas se reaniman, sus emociones se esclarecen. No era el amor lo que se amaba, un temor que les había anegado por la distancia en la que parecían haberse sumido. Ahora su nave vuelve a surcar las aguas, y vuelven a faenar en lo que sus ya convergentes miradas gestan. Como las aguas del canal reflejadas en el techo.
La obra de Agnes Varda también ha permanecido sumida con respecto a la superficie de los reconocimientos (o de las míticas cinéfilas, también conocidas como fetichismos sacramentales). Se ha señalado que esta obra es antecedente de la Nouvelle Vague (algo que también podría decirse de algunas obras de Jean Pierre Melville), ya sea por su escaso presupuesto y el uso de localizaciones exteriores, pero mientras que las primeras obras de Truffaut o Godard (consideradas el oficial pistoletazo inaugural de la Nouvelle Vague), o incluso la hermosa 'Hiroshima, mon amour' (1959), se convirtieron en icónicas, pocos se acuerdan de esta, o de su segunda obra de ficción, también magnífica, 'Cleo, de 5 a 7' (1961). Y su punta de inventiva no es que desmerezca con respecto a las citadas, sino que incluso quizá sea menos corta que algunas de ellas. Habrá que rescatar de una vez por todas de las sombras del segundo plano (desenfocado) a una gran cineasta que ha parido obras de la envergadura de, por ejemplo, 'Daguerrotipos' (1975), 'Sin techo ni ley' (1983), 'Los espigadores y la espigadora' (2000) o 'Las playas de Agnes' (2008).

lunes, 27 de enero de 2014

Leslie Caron, 1948

Leslie Caron, fotografiada por Clifford Coffin, para Vogue, en 1948

Charles Chaplin, 1915

Charles Chaplin, fotografiado en los Estudios Witzel, en 1915