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lunes, 13 de mayo de 2013
Terciopelo azul
A David Lynch le atrae penetrar en las hendiduras, en las oscuridades que son perforaciones, fracturas, fisuras. Así comenzaba ‘Cabeza borradora’ (Eraserhead, 1975), el vómito mental de una repulsión, la vertiente desesperada de la paternidad, la que siente que su mente se quiebra, enajenada por la tortuosa abducción en la que se convierte el cuidado de la criatura recién nacida (que surgió por otra hendidura). El bebé puede ser como un Alien, cuyos berridos incansables se convierten en ácido para la mente, para los nervios. La paternidad puede convertirse en un desafío, el de no convertirse en un monstruo al lidiar con la monstruosidad de una material carnal aun sin identidad, sin voz, que es pura visceralidad, antes de que los lamentos, los chantajes emocionales, los convirtamos en elaboradas estrategias.
Las texturas sonoras son como el canto de sirena de un abismo que aspira a devorarte, a convertirte en otra masa carnal cuya maquinaria mental revienta y retorna a lo primigenio, al grito de esa bestia que nos alienta camuflada entre las máscaras de la civilización, de los hábitos, de los espacios familiares, de los repertorios. En ‘Cabeza borradora’ los decorados son espacios de un universo vaciado, derruido, escombrado, agreste como el acero y la piedra. El escenario de una mente en cortocircuito. El radiador y el vello, la máquina y lo orgánico, nuestros engranajes. ‘Cabeza borradora’ es una comedia grotesca, el extrañamiento que mira, ya desde el inicio, desde el propio abismo.
En ‘Terciopelo azul’ (Blue velvet’ (1986) la cámara penetra en el interior de una oreja. Como si entrara en la mente de Jeffrey (Kyle McLachlan) aunque la oreja no es suya sino la oreja cortada que ha encontrado en un descampado. Entrar en esa oreja es penetrar en el césped y encontrar una muchedumbre de insectos batallando. A la imagen de los insectos le sucede la imagen que oculta la putrefacción, los golpes, la violencia, los accidentes: el cartel publicitario. La imagen. Vivimos en la imagen, buscamos la imagen de seguridad. Unos bomberos que nos saludan, unas flores de vivaces colores ante una valla de impoluto blanco y un resplandeciente cielo azul. Como el telón de un teatro, como un trozo de terciopelo que oculta la carne desgarrada, tumescente, herida. En la pantalla de la televisión una mano porta una pistola. Un hombre riega el jardín, una imagen plácida. Sufre un súbito ataque. Un perro intenta capturar el chorro del agua. No se puede morder a la vida, capturarla, se nos escapa, es imprevisible. Hoy estás regando, mañana postrado en la cama de un hospital rodeado de aparatos, inmovilizado.
Un corte de tu oreja: creces, te haces adulto. Dejas la infancia. Se dice que no cruces sin mirar porque un coche te puede atropellar. Pero a veces tienta cruzar, internarte en las aguas profundas donde te han dicho que no nades, porque son peligrosas, imprevisibles, inciertas. Cruzas, te sumerges, y la vida te atropella. Jeffrey lo hace, quiere aventura, quiere crecer, quiere tener experiencias, quiere sentir el deseo, realizarlo, materializarlo. Desciende de la luz de su infancia, de su dormitorio hacia las sombras, hacia la oscuridad, hacia el abismo. En la pantalla de la televisión unas piernas ascienden las escaleras. La vida es una extraña ficción. Entra en el turbulento espacio del deseo, en la materia oscura.
Entra en la oreja cortada. Entra en el hogar del policía que lleva el caso de la oreja cortada. La primera imagen de su interior es la fotografía de Sandy (Laura Dern) la hija, como si el deseo se invocara, se quisiera hacer la imagen carne. Cuando sale de la casa, escucha una voz que le alude, y de las sombras surge la imagen hecha cuerpo, Sandy, su cómplice en una aventura, una investigación, que es iniciación a la vida, entrada en la vida adulta, en las aguas profundas : Deep waters se llaman los apartamentos donde vive Dorothy (Isabella Rosellini) la mujer del hombre que parece haber perdido la oreja.
Padre ausente, como su padre fue quien sufrió el accidente regando. La fundación de sentido se quiebra, se accidenta. ¿De dónde proviene el viento que agita la llama de la vela o las cortinas en el apartamento de Dorothy? El niño parece haber sido secuestrado, como la niñez de Jeffrey empieza a perderla cuando quiere rescatarla. Porque entra en la oscuridad, donde es golpeado, y donde golpea, donde la carne se muerde, se magulla, se azota, se desea, y la mente se precipita donde el sentido se desvanece entre rugidos y luces que se queman y funden. La luz parece fundirse la primera vez que sale de esos apartamentos, tras su primera toma de contacto con la naturaleza siniestra que anida en lo adulto, en el deseo, en el ciego instinto. Muerdes el terciopelo azul, muerdes el telón, y sientes la carne sangrar, gritar. Jeffrey lleva a Sandy al hogar, y aparece tras ellos Dorothy con el gesto enajenado, con el desnudo cuerpo rebosante de magulladuras. Como el gesto transido tras una dosis abrumadora de sexo.
El cuerpo ha desterrado los corsés de la imagen, del maquillaje del saludo de un bombero donde habitan los pájaros de plastilina. Cuando acaba con su otro padre, Frank (Dennis Hopper), el hombre que había secuestrado al hijo de Dorothy, el mago de Oz siniestro que había secuestrado su voluntad a base de golpes y oscuridad, la luz vuelve a fundirse, como si un proyector se quemara, porque una película se ha quemado para que empiece otra, para dar luz a otra, como refrenda el beso de vibrante carnalidad entre Jeffrey y Sandy, beso que es mordisco, un devorar mutuo de entrañas, celebración de la carne. Hágase la luz, Hágase la carne. Antes de que lleguen los pájaros de plastilina y vuelva a correrse el telón.
Antes de que la cámara penetre en la carne palpitante de la mente fracturada de los celos, de quien no sabe amar sino que es engullido por la oscuridad, aquella en la que en el rostro de quien amas sólo ves otros rostros que vulneran tu berrido, el del bebé que sigue necesitando ser el centro del mundo, aunque los engranajes se cortocircuiten y se vomite la incapacidad de saber ver al otro, que nunca podrá ser de uno. La vida es una extraña ficción que puede convertirse en una carretera perdida.
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