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domingo, 27 de enero de 2013

Amargo silencio

 photo the-angry-silence1_opt_zps4d831441.jpg ‘No soporto a los lobos solitarios, da igual en qué bando estén’ dice Martindale (Laurence Naismith), el dueño de la fábrica, mientras observa, a través de la ventana, cómo uno de los obreros, Tom (Richard Attenborough), cruza la valla de entrada, tras superar al grupo de obreros en huelga apostados en la entrada. Es el único esquirol que se mantiene firme, el único, de los que en principio no estaban de acuerdo con la huelga, que no se deja arredrar por la presión social, silenciosa, de desprecio, o la violencia (destrozos de sus propiedades) de algunos de los obreros que realizan la huelga. ‘El amargo silencio’ (The angry silence, 1960), de Guy Green, es una película incómoda, que abre ángulos poco complacientes que son hendiduras que sangran. Al menos, ‘El hombre vestido de blanco’ (1953), de Alexander MacKendrick, con la que se pueden establecer sugerentes asociaciones, te dejaba con una sonrisa, aunque, en parte helada, porque poco empezabas a percatarte de que te acababan de arrojar una buena ración de ácido. El Inventor que encarnaba Alec Guinness se convertía en una figura incómoda que ponía en peligro todo un sistema, por eso era perseguido por todos, fuera los empresarios o los trabajadores.  photo angrysilence35jw1_opt_zps087c3f87.jpg Tom también se convierte en una figura molesta, que no beneficia a los intereses ni de unos ni de otros: Martindale sugiere su despido como solución, y Connolly (Bernard Lee), el capataz, llega a exigirlo, pero otro hombre ‘en medio’, el jefe de personal, Davis (Geoffrey Keen), no se deja arrastrar por las conveniencias ni arrebatos viscerales de uno y otro: sabe que es una medida injusta, un chivo expiatorio que paga el no entendimiento entre ambas partes. Green establece asociaciones o equivalencias a través de brillantes transiciones de montaje, como en ‘M’ (1931), de Fritz Lang, a través de encadenamiento de diálogos de los trabajadores con otros de los directivos de la empresa. En ‘M’ también los dos bandos, delincuentes y trabajadores, acababan persiguiendo al infanticida. Green había realizado una espléndida obra bélica con ‘Comando de la muerte’ (1958). Esta es otra guerra, que se desvía hacia quien se queda en medio. Hay una secuencia inicial en la que la chaqueta de una secretaria se queda enganchada a una máquina, y está a punto de tener consecuencias fatales. Tom también se queda ‘enganchado’, pero las consecuencias son más graves: En primer lugar, porque también afecta a su familia, a su esposa, Anna (excelente Pier Angeli), y sus dos hijos pequeños ( uno de los cuales es cruelmente humillado, como descubre una desesperada Anna), y por supuesto, al final, él.  photo images_opt_zps8d3d3c78.jpg En el desolador paisaje humano destacan personajes, como los jóvenes, comandados por Travers (Alfred Burke), que abomban su pecho para demostrar que son más machos e importantes que nadie (entre ellos, Oliver Reed), aunque no sepan realmente por qué están de huelga y para qué, van donde las corrientes les lleva, y su única manera de actuar (o reaccionar), es con la violencia. Y está, al contrario, quien prefiere meter la cabeza bajo tierra, porque no quiere problemas, como es el caso del mejor amigo de Tom, Joe (Michael Craig), quien, en buen apunte previo de guión (de Bryan Forbes) no se compromete en ningún aspecto de su vida, como demuestra en su cita con una de las secretarias de la fábrica, prefiriendo ir de refilón, sin que se le note mucho, como si estuviera de paso.Green narra con percutante vigor, con la aspereza de quien deja en evidencia las miserias de todos. Aquí no nos encontramos las autocomplacencias maniqueas que empañaban obras en ‘La huelga’ (1924), de Serguei Eisenstein o a Aleksandr Dovjenko en ‘La tierra’ (1930, de Dovjenko. Ciegos hay en todos los bandos, y cuando una masa se une, aún más ciega puede llegar a ser, y la miseria brota en sus actos, por pasiva o por activa.  photo tortura_del_silenzio_richard_attenborough_guy_green_005_jpg_rcuu_opt_zps6cae2286.jpg El final es demoledor, reflejo de esa fustigante conciencia de los jóvenes airados del ‘Free cinema’ (aunque Green no fuera parte de ese ‘movimiento’ o generación, como Reisz, Anderson o Richardson). Es una buena bofetada que recuerda que si las revoluciones fracasan, cuando se quiere mejorar las condiciones de vida o derrocar a un opresor, es porque los sublevados incurren en parecidas o semejantes iniquidades o mezquindades, como bien apuntala el feroz picado sobre la masa de obreros, que se han quedado en silencio tras una buena reprimenda del que hasta entonces se había amordazado por miedo, que clausura esta espléndida obra.  photo the-angry-silence_opt_zps3f493a7f.jpg

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