jueves, 31 de enero de 2013
Rebelde sin causa - Imágenes de un rodaje (y II)
Plácidas pausas de rodaje: Nicholas Ray y Gloria Grahame
Rex Ingram, genio y gigante, Dios y Lucifer
Rex Ingram es especialmente recordado como el genio de la botella en 'El ladrón de Bagdad' (1940), de Powell, Berger y Whelan. Comenzó su carrera cinematográfica en 1918 como extra interpretando a un nativo africano en 'Tarzan de los monos' de Scott Sidney, En su primer papel de cierta enjundia interpretó a Dios en 'The green pastures' (1936), de Marc Connelly y William Keighley, con un reparto de actores negros (o afroamericanos) primordialmente, como lo era el de 'Cabin in the sky' (1943), el musical dirigido por Vincente Minelli, en el que interpretaba a Lucifer. Fue también un gigante en 'Las mil y una noches' (1945), de Alfred E Green. Pero también interpretó 'humanos', como a Jim en 'Las aventuras de Huckleberry Finn' (1939), de Richard Thorpe, o sus papeles en la notable 'El asunto del día' (1942), de George Stevens, en la ugestiva 'Sahara' (1943), de Zoltan Korda, junto a Humphrey Bogart, o 'Deep water' (1944), de Henry King, junto a Dana Andrews. Su carrera se resintió cuando fue condenado a dieciocho meses de carcel (de los que cumplió diez) por llevar en coche a una adolescente hasta Nueva York ('con propósito inmoral', según la acusación). Posteriormente participaría en dos esplendidas obras, 'El pequeño acre de Dios' (1958), de Anthony Mann, y como predicador de congregación negra, en 'El fuego y la palabra' (1960), de Richard Brooks, y la muy sugerente 'La noche deseada' (1967), de Otto Preminger. Intervino en varias series de televisión, entre ellas, 'El show de Bill Cosby', tras cuya grabación falleció, en 1969.
miércoles, 30 de enero de 2013
Gregory Peck, Sofia Loren y el leoncito
Montogmery Clift, el ave exótica y el sentido de la existencia
Montgomery Clift, durante el rodaje de 'De repente, el último verano' (1959), de Joseph L Mankiewicz, se pregunta sobre el sentido de la existencia, mientras intenta identificar al ave sobre la rama, quizás intentando evocar a quién se parece, o quizás preguntándose por qué el ave no es él, y él no es el ave, y por qué ha tenido la suerte el ave de no padecer las decepciones, adversidades y contrariedades que él ha sufrido, de no preocuparse, de no tener expectativas. O quizá simplemente maldice los gases que sufre porque va a ser un rodaje más complicado y esforzado que de costumbre, y tendrá que aguantar más broncas por olvidarse del texto y repetir una quincuagésima toma.
Danny Kaye y el saxofón sinuoso
En rodaje: Katharine Hepburn y Howard Hawks
Katharine Hepburn presta a ensayar su golpe ante la atenta mirada de su cocker spaniel (por si hay suerte y puede darse una carrera de un kilómetro en busca de la pelota), durante el rodaje de 'La fiera de mi niña' (Bringing up baby, 1938), de Howard Hawks, quien cruza el campo (del encuadre) tras ella.
Plácidas pausas de rodaje: Cary Grant y Katharine Hepburn
martes, 29 de enero de 2013
París, Texas: Imágenes de un rodaje (y II)
E.G Marshal, el cuadriculado jurado nº 4 y las marcas de las gafas
E.G Marshall siempre será el memorable jurado nº 4 de Doce hombres sin piedad (1957), de Sidney Lumet, la encarnación de la mente cuadriculada, que no pierde la compostura, y que incluso parece que no suda como el resto de los mortales. Su expresión es todo un mundo, o toda una fisura abierta en su rígidamente pautada mente, cuando le hacen ver que aquella mujer podía no ser un testigo fiable ya que no podían estar seguros de si llevaba las gafas puestas cuando se produjo el crimen. Su universo se resquebraja por las señales que unas gafas dejan en el puente de la nariz. Este actor de origen noruego había dado sus primeros pasos en el cine con papeles no acreditados en varias excelentes películas de Henry Hathaway, La casa de la calle 92 (1945), 13 Rue Madeleine (1946) y Yo creo en ti (1948), en la que interpretaba al nuevo marido de la que fue esposa del personaje injustamente encarcelado que interpreta Richard Conte. En 1948 fue uno de los primeros 46 alumnos del Actor's studio, junto a Marlon Brando o Montgomery Clift, entre otros. Casi siempre interpretó personajes autoritarios o que detentaban posiciones de poder, como un gobernador en Los bucaneros (1958), de Anthony Quinn, el fiscal de Impulso criminal (1959), de Richard Fleischer, un coronel en Ciudad sin piedad (1961), de Gottfried Reinhardt, el potentado, padre del personaje de Jane Fonda, en la esplendida La jauría humana (1966), de Arthur Penn, un general en la notable El puente de Remagen (1969), de John Guillermin, el patriarca de Interiores (1978), de Woody Allen, el presidente de los Estados Unidos en Superman II (1980), de Richard Lester, un empresario abusivo en Creepshow (1982), de George A Romero, el fiscal general de Estados Unidos en Nixon (1995), de Oliver Stone, o un senador en Power (1986), de Sidney Lumet y en la espléndida Poder absoluto (1997), de Clint Eastwood. Fue protagonista de varias series: Los defensores (1961-65) y Los nuevos médicos (1969-73). En teatro interpretó exitosamente Esperando a Godot, The iceman cometh o en 1972 Macbeth.
En rodaje: Orson Welles y Stanley Cortez
En rodaje: Richard Fleischer y Tony Curtis
lunes, 28 de enero de 2013
Alec Guinness, 13 años
Alec Guinness, con 13 años, en 1927. Un año después, el futuro actor conocería su real apellido, Guinness. Hasta entonces era Alec Stiven, el apellido del hombre con el que su madre, Agnes, se había casado cuando él tenía cinco años. El matrimonio sólo duró tres años. No le entristeció mucho, ya que tenía escaso aprecio o cariño a su padrastro.
John Bryan - Diseño artístico Oliver Twist y David Copperfield
Dibujos de John Bryan de los decorados que diseñó para 'Cadenas rotas'' (1946), y 'Oliver Twist' (1948), ambas de David Lean. Fue asistente de William Cameron Menzies y se encargó de la dirección artística, entre otras, de 'Cesar y Cleopatra' (1945), de Gabriel Pascal, 'Amigos apasionados' (1949), de Lean, 'Pandora y el holandés errante' (1951), de Albert Lewin o 'Becket' (1963), de Peter Glenville
Oliver Twist
Una rama espinosa se perfila sombría, como si una herida rasgara el encapotado cielo, el agua de un arroyuelo fluye como si sangraran las tinieblas. Y la herida se hace cuerpo, una figura de mujer se entrevé en el tenebroso horizonte, donde las líneas del cielo y la tierra se encuentran, o colisionan. O atrapan, como un cepo. La mujer que se arrastra, embarazada, al fin y al cabo, no es sino otro reflejo, que se esconde, de una herida abierta que se niega, la de una sociedad tramada sobre la hipocresía y las desigualdades, por riqueza, por condición. La mujer da a luz en un orfanato, donde acogen ese despojo que no podía encontrar su espacio, donde se supone que habita la luz. Al bebé le dan un nombre: Oliver Twist (John Howard Davies). El comienzo de ‘Oliver Twist’ (1948), es tan sorprendente, tan pletórico de sugerencias, de ingenio visual, como el de la anterior adaptación que David Lean realizó de una novela de Charles Dickens, ‘Cadenas rotas’ (1946); en esta ocasión la adaptación la realiza junto a Stanley Haynes, y vuelve a colaborar con un mismo equipo, para dar a luz otros de lo más asombrosos diseños visuales que ha dado el cine, con Guy Green en la dirección de fotografía y John Bryan en la dirección artística, y un portentoso trabajo de montaje, de nuevo junto a John Harris (hay que recordar que David Lean trabajó previamente como montador, para Michael Powell) ; además, de nuevo a cargo de la producción Ronald Neame y Anthony Havelock-Allan.
Hay una secuencia en que parece descubrir la luz. El amanecer tras la secuencia nocturna en que Sykes (Robert Newton) ha acabado con la vida de Nancy (Kay Walsh, entonces esposa de Lean, que había colaborado como coguionista en ‘Grandes esperanzas’). Hasta entonces parecía que viviéramos en un mundo abigarrado, en el que los edificios parecen cernirse sobre los personajes, en el que los interiores parecieran hacinados, abarrotados, entre seres humanos y objetos, unos y otros indistintos, callejones que parecen comprimidos; los hay sorprendentes como ese puente elevado que cruzan de un edificio a otro Fagin y sus compinches, con el ‘otro mundo’, el de la clase privilegiada, la cúpula, al fondo del encuadre, ‘distante’. La muerte del personaje que ha intentado liberar a Oliver de esa celda de podredumbre moral, que rigen Sykes y Fagin (Alec Guinness), pareciera liberar la luz; la muerte de otra mujer se convierte en la herida que recompusiera un cielo, una vida, un escenario; Sykes cierra las cortinillas de la ventana, como ella hizo cuando escucha, en el cuarto trasero del pub, los tratos de Fagin y Monks (Ralph Truman), el pariente que quiere quedarse con la herencia destinada a Oliver.
No es que el montaje se subordinara a lo escénico (como ciertas obras ubicadas en tiempos pretéritos en las que los personajes parecen atildados visitantes de un museo), pero, aun siendo notable, el trabajo de dirección artística, y de montaje de la adaptación realizada por Roman Polanski en 2005, era más ortodoxo. Los decorados eran los espacios en los que transitaban los personajes. El montaje era el relato fluido de los acontecimientos . En ‘Oliver Twist’ el decorado se convierte en otro personaje, del que los personajes parecen emanaciones, como extensiones de su carne, y a la inversa. El montaje, por otro lado, rastrea los surcos de las entrañas de unas tinieblas que parecen regir una época oscurantista, las de un conjunto, las de los personajes, como esquirlas de ese extravío, como fisuras de un escenario cuyo telón ha sido desgarrado: el plano subjetivo que culmina la huida de Oliver, perseguido por varios ciudadanos, cuando el puño de un hombre se estrella contra su rostro (contra la cámara), la imagen se desvanece cuando Nancy se desmaya, o se desequilibra, como el sonido se distorsiona, cuando Sykes asimila que ha matado a Nancy ( acompasado a los temblores de su perro que lo mira desde un rincón; sobrecogedor el plano, en la escena del asesinato, en el que perro escarba en la pared como si quisiera fugarse de un horror insoportable).
En esta admirable obra de Lean, la luz, los decorados, la misma interacción de los planos, pareciera que se descubrieran por primera vez, con la febrilidad de quien descubre los senderos de lo posible. La secuencia del desenlace, el acoso a la casa donde están ocultos Sykes y Fagin, y la huida final por los tejados, es sencillamente asombrosa: cómo conjuga distintas acciones: La vociferante masa intentando echar abajo la puerta; Fagin retrocediendo en las escaleras del rellano; los niños poniendo barricadas en la puerta del piso; Sykes arrastrando a Oliver en su fuga. El cine parecía aún nacer: es como un Hágase la luz: por supuesto, el último plano rebosa luminosidad: de la oscuridad inicial de la madre errante, ‘proscrita’ en el exilio de las tinieblas, al hogar alcanzado. No es de extrañar que Lean realizara uno de las elipsis más asombrosas, y que condensa el mismo cine: Lawrence soplando una cerilla; el siguiente plano es el sol ascendiendo en el desierto. La ‘pantalla’ se anima con la luz.