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jueves, 19 de mayo de 2011

Tokio blues

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Cuando se da la coincidencia de que te ha entusiasmado la novela que se adapta, de Haruki Murakami, como te han cautivados las obras precedentes vistas del cineasta vietnamita, Tran Anh Hung, las magníficas 'El olor de la papaya verde' (1993), 'Cyclo' (1995) y 'Pleno verano' (2000), piensas, por un lado, que el resultado de esa confluencia, en 'Tokio blues' (2010), tiene que ser fascinante, aunque, por otro, piensas cómo lograrán conjugarse dos mundos expresivos tan poderosos, tan singulares, Y si eso puede derivar en algún tipo de colisión o cortocircuito. No sólo no se ha dado lo segundo, sino que ha superado cualquier expectativa con respecto a lo primero ante una obra tan asombrosa como sublime, que incluso, supera en intensidad, de un desgarro arrobador, a la obra de Murakami, cuya sustancia no desaparece sino que se transfigura a través de la propia mirada de Hung, dando como resultado una bellísima alquimía. Cualquier adjetivo realmente sería insuficiente para expresar la emoción que me deparó, y a la vez los adjetivos serían los que lograrían condensar, dar cuerpo, a la impresionista narrativa, a la musicalidad de emociones (que sea una obra de dos horas y que el guión contuviera cuarenta páginas puede dar una idea de que está hilada sobre una atmósfera emocional, sobre la captación de momentos o estados de ánimo). Hay quien la ha calificado de aburrida y desesperante, de cursi y vacua, e incluso de obra sin corazón ( un mero envoltorio visual de impecable caligrafía). Lo que vuelve a corroborar cuando menos que con una obra conectas o no, y cómo pueden ser tan extremadamente diferentes las impresiones ( o la forma de vivir y sentir una película). A mí me sobrecogió hasta el tuétano, me conmocionó.
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Ante una obra que es ante todo fluir ( o fluir en sus nervaturas, en su sentido de la duración), resulta más arduo el articular palabras que logren aproximarse a la experiencia de lo sentido a través de un hilo de pensamientos (de reflexiones). Es como querer realizar una cartografía precisa tras aún sentir en tus entrañas los efectos de la resaca de las corrientes en las que has estado sumergido. Algo parecido me ocurrió con respecto a otras de las grandes obras estrenadas este año, 'Nunca me abandones' (2010), de Mark Romanek. 'Tokio blues' se va densificando progresivamente. En su primer tramo, la narrativa resulta ingrávida, como si fueran fragmentos deshilachados que reflejan el no sentirse participe de la vida del protagonista, Tori, como si la vida fueran más bien páginas de un libro, como si fuera a la deriva sin hallar raíz, fluctuante, indefinido, hasta que en una secuencia crucial, la que da cuerpo a la raíz de un dolor, el de la pérdida, transfigura la narración, empezando a adquirir peso (que se convierte en opresión). Al mismo tiempo se modifican las composiciones de la banda sonora (un portento obra de Jonny Greenwood). Si durante ese primer tramo, en la que primaban las guitarras, incidiendo en esa atmósfera ingrávida, leve, a partir de este momento primará la sección de cuerda de la orquesta, con una intensidad que rasga, haciendo cuerpo de la desesperación. Si la novela partía desde el futuro, por tanto era evocación (el protagonista tiene ya 37 años), en la película se inicia con la sucesión de fragmentos de la relación de Tori (Kenichi Matsuyama) con su amigo Kazuki y la novia de éste, Naoki (Rinko Kikuchi), en los que aparentemente nada parece ocurrir, pero que culmina con el suicidio de Kazuki (aun puntados con la voz evocativa de Tori, como en resto del relato). El contraste entre la liviandad, o trivialidad, de las acciones (ambos juegan como si fueran dos espadachines, se bañan en la piscina, juegan al billar) y la gravedad trágica de la acción de Kazuki alienta tanto el desconcierto como el enigma, como si la vida te hurtara cabos o conexiones que no logras aprehender bajo una apariencia calma (¿cuántas corrientes se agitan entre remolinos que no advertimos tras la superficie aparentemente inmóvil).
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El reencuentro entre Tori y Naoki se dará precisamente ante un alberca. El primero observa a los peces fluir en sus aguas, y algo advierte fuera de campo (el enigma), a Naoki, Pero hay un peso que a Naoki cuesta superar, esa pérdida. Aunque ella y Tori hagan el amor ella tomará distancia, porque hay algo que tiene que reparar en su interior. La secuencia clave citada anteriormente, es aquella en la que Naoki, que se ha ingresado en un sanatorio entre las montañas, comparte su dolor (su quebrada raíz desesperada) con Tori, en uno de los prados, magnificamente orquestada por Hung a través de un largo travelling oscilante en su dirección (de derecha a izquierda, a la inversa, y de nuevo de derecha a izquierda, un movimiento pendular que refleja de modo afinado la circunstancia emocional de Naoki) y que culmina con un plano general, tras que ella haya echado a correr, y él tras ella, para abrazarla,ambos encuadrados en la distancia, esa distancia, que es intemperie, dentro de Naoki, que intentan cruzar o superar, y que se irá apoderando de Tori, aunque éste a su vez, logre crear una conexión con otra chica, Midori (Kiko Mizuhara). La circunstancia pendular también afecta o define a Tori, como se ha reflejado en las primeras secuencias, bien corporeizada por la citada ingravidez narrativa. Por eso se dejaba llevar por la influencia de un amigo, Nagasawa (Tetsuji Tamayama), aunque no comparta su actitud vital, teniendo fugaces encuentros amorosos (más como quien va a la deriva). Hay una secuencia prodigiosa al respecto. Tori cena con Nagasawa y su novia, Hatsumi (Eriko Hatsune). Esta, que intenta buscarle novia, al descubrir que hay alguien en su vida, no logra entender cómo, aunque sean circunstancias difíciles, Tori tiene otras relaciones, sin saber esperar, aunque ame a Naoko (admirable cómo dilata los planos Hung sobre los actores como sutil modo de tensar la secuencia sin recurrir a los consabidos planos contraplanos convencionales), algo que crispa sobremanera de Hatzumi porque ella lleva largo tiempo asumiendo las infidelidades de Nagasawa ( y ve en Tori alguien opuesto a él, lo que redunda en la decepción). En la siguiente secuencia Tori y Hatsumi van en un taxi, y ella le pide consejo sobre su relación, a lo que él replica que debería dejarlo porque Nagasawa es alguien que no quiere ser feliz ni hacer feliz a los demás. La coda es uno de los más bellos momentos que ha dado el cine en los últimos años: Un primer plano del sonriente rostro de Hatsumi, mientras la voz de Tori relata que dos años después Hatsumi se casó con otro hombre, para dos años más tarde suicidarse cortándose las venas.
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Son innumerables detalles admirables de esta obra, como esa sensual y sensorial capacidad de hacer sentir la naturaleza, el paisaje, como un personaje más, como expresión de esa separación o desgajamiento de la vida ( hay un dolientemente bello pasaje en el que se alternan diversos planos de un postrado Tori con planos de la naturaleza).
Dos detalles más: Tras el largo y dilatado plano sobre Tori y Midori, conversando bajo la nieve, en donde el primero le pide que le espere, que le permita esclarecer su confusión, el siguiente plano es una panorámica sobre el paisaje nevado colindante al sanatorio hasta encuadrar las piernas de Naoki, que se ha colgado ( el movimiento es hacia la izquierda; lo que asocia la citada secuencia clave; Naoki no ha logrado resolver su atasco vital), sin dejar de mencionar cómo varía la compisición del tema musical a acordes más siniestros. Son demoledoras las secuencias posteriores, con Tori solo en la costa (junto a la orilla; entre las piedras, hurtado el sumergirse en las aguas de la emoción) bregando con su pena (gritándola). El otro está relacionado con la secuencia que sucede a ese tramo de extravío doliente, cuando retorna a casa, y se encuentra con que le espera la compañera de habitación de Naoki en el sanatorio, Reiko. Tras que hayan hecho el amor, por petición de ella, Hung incluye un plano de las piernas de Reiko, una bella asociación con la de la muerte de Naoki, la afirmación de vida para contrarrestar el dolor, y poder seguir avanzando en la vida, en busca de la música de la emoción ( o de hacer música con las emociones; a este respecto es elocuente el detalle de que ella cante; es quien canta el tema de los Beatles, Norwegian wood, que suscita una reacción de llano y dolor en Naoki). En la última secuencia se conjuga de modo magistral lo posible (el reiniciar una relación con Midori) con la desubicación, la incertidumbre, con el no saber dónde está uno en la vida, como si se hubiera perdido el paso. Espectro que debe superar, o convivir con los fantasmas de la pérdida, de los muertos, para volver a ser cuerpo que haga música con el agua de las emociones.

'Tokio blues' (Norwegian wood, 2010), de Tran Anh Hung, es un reencuentro con lo sublime. Un deslizamiento en una narración líquida, una alquimia impresionista de emociones, de intemperie vital, del anhelo de sentir habitar la vida, de las corrientes de emociones a la deriva que buscan raíz, del superar el sentimiento de perdida. Una escritura pendular como las emociones de los personajes, entre lo espectral y lo corpóreo, entre la distancia y la proximidad. Una obra que hace plenitud sobre los cimientos de la desgarradura. Prodigiosa es la banda sonora de Jonny Greenwood, como lo es la adaptación de la obra Haruki Murakami por el propio cineasta, la dirección fotográfica de Mark Ler Ping Bin o el montaje de Mario Battistel.

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