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miércoles, 31 de marzo de 2010

Plácidas pausas de rodajes: Ingmar Bergman, Bertil Guve

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Ingmar Bergman ríe con Bertil Guve, que interpreta a Alexander en 'Fanny y Alexander' (1982), otra obra maestra del gran cineasta sueco

Audrey Hepburn y su Oscar

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My blueberry nights

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Figuras entrevistas a través de los cristales esmerilados. Juegos de llaves que la gente deja en los bares para que otra persona las recoja, pero nadie viene a por ellas. Tartas que nadie come, que nadie desea, y permanecen intactas en la vitrina al final del día. Cintas de video de una cámara de seguridad en un bar, que recoge todo aquello que ha sucedido delante de ti, pero que no has visto, entregado a tu labor en la barra. Amores atrapados en reflejos, de los que hay que desprenderse, para abrir la ventana del corazón a una nueva luz. Estos son algunos de los 'acordes' que componen esa hermosa película que es 'My blueberry nights' (2007), de Wong Kar wai. Otra envolvente inmersión en las inciertas mareas de la emoción.Lizzie (Norah Jones) ha sufrido una decepción amorosa, el hombre que ama está con otra. Herida, deja sus llaves en un bar para que él las recoja, como clausura de una relación, pero le duele aún más que él no venga a recogerlas. Es como si ya no existiera, y no fuera digna ni de una mínima consideración, perdida en un fuera de campo donde ya no es nada, mientras un cristal esmerilado la atrapa como el ámbar a un insecto. Los repetidos encuadres de los personajes a través de cristales y ventanas son como rimas de figuras que no han quebrado el muro tras el que yacen sus emociones, enquistadas por la decepción o la espera, ancladas en un tiempo pasado que ha convertido en fósil su presente, o atoradas en la costra de una decepción de la que cuesta desprenderse para reiniciar un nuevo 'viaje sentimental'.Lizzie necesita hablar, necesita rasgar algo de ese cristal, y sentir el aliento de un contacto donde vibren las intimidades compartidas. Y vuelve al bar cada noche para conversar con Jeremy, el dueño del bar. Y algo se va creando entre ellos. Ambos personajes quedan definidos con precisión. Jeremy conserva todas las llaves de aquellos que las han dejado para que otra persona las recoja, y se acuerda de todas las historias. Y una es propia, su gesto le delata (excelente Jude Law), también espera que alguien vuelva a por la llave que dejó. Jeremy le habla de que siempre hay alguna tarta que queda intacta al final del día, como la de arándanos (la blueberry del título), y es la que elije Lizzie para comer (es como se siente ella, y no quiere sentirse así). Y Jeremy se la prepara cada noche. Jeremy también le habla de cómo suele revisar cada noche las cintas de la cámara de seguridad de su bar, asombrado de todo lo que ocurre a su alrededor sin que él se haya percatado. La intimidad crece, pero Lizzie aún tiene que desprenderse de un lastre para quebrar el cristal esmerilado que aprisiona su corazón. Esa ventana, o imagen como peso, a través de la cual ve a su anterior novio con su actual pareja.
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Antes de reiniciar su corazón tiene que hacer un viaje para limpiarlo, y eso hace. Necesita alejarse para poder sentir la cercanía, que por ahora no puede sentir, porque aún siente la interferencia del recuerdo (es un ruido del que debe desprenderse para poder dar rienda suelta a esa intimidad que se va gestando con Jeremy, y que la impide quebrar la 'distancia' en la que la apresa el cristal esmerilado de su recuerdo).Dos encuentros trazan el simbólico proceso interior de Lizzie. El primero, es el primer paso alquímico, la inmersión en el núcleo de su dolor, reflejado en el espejo que le devuelve otra relación. Una relación ya rota, y doliente, impregnada de negrura, la de Arnie y Sue (magníficos David Strathairn y Rachel Weisz). En este caso, inversión del propio dolor o despecho de Lizzie, ya que es ella, Sue, la que le ha abandonado a él, pero Arnie no logra asimilarlo ni aceptarlo, intentando anestesiarse con el alcohol, aunque ella ya esté con otro. De nuevo, la misma rima visual. Arnie ve a Sue y su nueva pareja, a través de un cristal esmerilado, cómo se besan en la calle. Como la primera imagen que Lizzie ve de él es a través de otro, en un plano general dominado por las sombras donde es una figura encorvada por el pesar, sentado ante la barra. A la inversa que la forma de presentar a Sue, entrando resuelta en el bar, dominando el espacio, indiferente y a la vez plena. Es como si fuera la trasposición de lo que le gustaría ser a Lizzie, es decir, de cómo quisiera haber actuado (la imagen que le hubiera gustado transmitir) con quién la abandonó, y no es casual el detalle del parecido físico entre ambas actrices. Pero el despecho no conduce a nada. Desear que el otro sufra lo mismo que uno no es más que empañarse en el esmerilado lastre del recuerdo, en vez de liberarse de él. Arnie se suicida estrellando su coche en el mismo lugar donde conoció a Sue, y en una portentosa secuencia ( con Sue de perfil en primer plano, y Lizzie al fondo del encuadre, borrosa), Sue llora su dolor. No porque lo amara, sino porque es un peaje demasiado doloroso y extremo para su liberación, porque aunque fuera una historia a la que quería dar término y reiniciar su vida, no tendrían que deslucirse los aspectos luminosos del recuerdo de lo vivido con él de un modo tan drástico. Y Lizzie inicia un nuevo periplo. Ha matado, en el espejo que son los otros, al monstruo de su despecho. Y conoce a una jugadora de cartas, Leslie (Natalie Portman), alguien que parece libre, jugando con el azar, con el impulso liberado de no tener ningún apego, surcando las carreteras sin lastres, sin que nada te afecte, ganes o pierdas. Pero todos tienen su historia, sus lastres, su anhelo de compañía, por mucho que te hayas liberado de los quistes de unas relaciones que te han dañado, como en el caso de Leslie la relación con su padre. Y Lizzie comprende que dependemos de los otros, como espejo en el que nos vamos definiendo.
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Y se da cuenta de que, sí, había iniciado un viaje para aprender a no ser confiada, pero se alegra de no haberlo conseguido, pues así su ventana estará de nuevo abierta. Como ese plano de la ventana donde vio a su anterior pareja, en la que se aprecia ahora un letrero que pone 'se alquila'. Su corazón ya está libre de 'pesos' para iniciar una nueva historia.Pero no sólo ella ha necesitado ese proceso, ese enfrentarse a dilemas pendientes en su corazón. Jeremy, aunque durante el año de su separación no ha dejado de buscarla y de recibir con entusiasmo sus cartas, aún tiene pendiente también algo, y el reencuentro con esa mujer que no volvió a por sus llaves resitúa su pasado en un presente sin brillos esmerilados en el espejo (curiosamente en un encuadre que es casi una rima de uno con Lizzie).Ya no es que no haya puertas que abrir si no tienes la llave, es que aunque la tengas ya no importa quién esté dentro. Se ha liberado de su recuerdo.Y Lizzie y Jeremy se reencuentran. Jeremy reconoce que ya sólo hay una cinta de video que conserva y revisa, y ella comprende que es la de la las noches que ambos compartieron. Y de nuevo se produce la rima visual, con una importante variación. Si en una de aquellas noches compartidas un año atrás, él, mientras Lizzie dormía apoyado su rostro en la barra, le quitó los rastros de crema de la tarta de arándanos en su boca, ahora, al hacerlo de nuevo, con sus labios, ella responde, y ambos se entregan a un beso que sella la rotura al fin de los cristales esmerilados.

Plácidas pausas de rodajes: Cary Grant, Frank Borzage

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Frank Borzage hojean un guión mientras degustan sendos helados.

Margaret Sullavan, la magia de una mirada

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Margaret Sullavan fue actriz de breve carrera, poco más de una década, marcada por la fatalidad de una progresiva sordera, y con desenlace trágico por sobredosis de barbituricos. Quizá su popularidad sea escasa pero ha sido una de las presencias más cautivadoras que ha tenido la pantalla. Ya sólo tres extraordinarias obras son muestra manifiesta de su talento sin par tanto para la comedia o el drama: 'Tres camaradas' (1938),de Frank Borzage 'El bazar de las sorpresas' (1940) de Ernst Lubitsch, y 'Tormenta mortal' (1940) de Frank Borzage. Los últimos planos de la muerte de su personaje en la primera de las tres citadas puede entrar en una antología de los momentos más sublimes del cine. Además, protagonizó 'Parece que fue ayer' (1933), de John M Stahl, su primera película ( y ya protagonista), 'Una chica angelical' (1935), de William Wyler, su segundo marido ( con el que estuvo un año, aunque menos duró con el primero, Henry Fonda, dos meses; luego tendría dos maridos más), 'Paz en la guerra' (1935), '¿Y ahora qué?' (1934) y 'The shining hour' (1938), ambas de Frank Borzage, 'El ángel negro' (1938) de HC Potter, 'Así acaba nuestra noche' (1941), de John Cromwell, 'Su vida íntima' (1941), de Robert Stevenson y 'Cry havoc' (1943), de Rchard Thorpe, tras la que se retiraría de cine para centrarse en sus tres pequeños hijos ( además de su hartazgo: calificó a la Universal y Metro Goldwyn Mayer como cárceles). Retornaría en 1950 fugazmente con 'No sad songs for me', de Mary Scott, pero se centraría en el teatro hasta su muerte en 1960. Sullavan destacó por su fuerte temperamento e indómito carácter. Era la única persona que parecía desestabilizar y poner nervioso al poderoso productor Louis B Meyer, y consecuencia de una encendida discusión, porque ella se negaba a que se despidiera a un guionista por sus inclinaciones izquierdistas, el director Sam Wood ( de ideas más bien retrogradas) sufrió un infarto.

Carole Lombard y el espejo curvo

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Carole Lombard fue uno de las grandes actrices de la década de los 30, cuyo fulgurante trayectoria fue interrumpida por un fatal accidente aéreo en 1842. Transitó con agudo talento tanto el drama como la comedia. En especial, en´ésta, participó en algunos de los más señeros títulos de la dorada era de la comedia: 'La comedia de la vida' (1934) de Howard Hawks, 'Candidata a millonaria' (1935) de Mitchel Leisen, 'Al servicio de las damas' (1936) de Gregory La Cava, 'La reina de Nueva York' (1937) o 'Ser o no ser' (1942) de Ernst Lubitsch.

Robert Aldrich en gran angular

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Robert Aldrich retratado en gran angular y subido en una grua ante su propio Estudio, creado en 1968 tras el éxito de 'Doce del patíbulo' (1967), y que duró hasta 1972 dado el escaso éxito de sus producciones ( aunque diera varias de sus mejores obras). Su trayectoria creativa fue tan irregular como su relación con los estudios. Con respecto a ésto, tuvo un notable éxito con su tercera película ( segunda para la gran pantalla) 'Apache' (1954). En 1957 sería despedido del rodaje de 'The garment jungle' y rotó su contrato con la Columbia. No quedó muy satisfecho por cómo fueron reeditadas por el Estudio sus dos obras posteriores, 'Ten seconds to hell' y 'The angry hills'. Recobraría el éxito en 1962 con 'Qué pasó a Baby Jane'. Su estilo era tan áspero como vigoroso, tendente al exceso (con cierta inclinación, en algunas obras, a los grandes angulares y planos retóricos, o al grandguiñol y el histrionismo desaforado) y siempre irreverentemente crítico con cualquier estamento de poder.
Particularmente, destacaría en su obra ( o son mis preferidas):
'La venganza de Ulzana' (1972), 'Comando en el mar de la China' (1970), 'Veracruz', 'El beso mortal' (1955), 'El último atardecer' (1961), 'La banda de los Grissom' (1971), 'El vuelo del Fénix' (1965), 'El emperador del norte' (1973), 'Destino fatal' (1975), 'Ten seconds to hell' (1959) y 'Apache' (1954)

Duelo en el barro

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'Para llegar a lo más alto, tienes que pisotear a los demás'. Son las palabras admonitorias, y premonitorias, de Tom (Stuart Whitman) a Biff (Don Murray), el protagonista de este poco convencional western, 'Duelo en el barro' (1958) de Richard Fleischer, que pareciera ajustarse más a los mimbres del cine negro. Este relato de la trayectoria de un arribista, de la nada a lo más alto, no oculta su subversión de los arraigados valores estadounidense que sitúan el éxito social como el priotario objetivo. Biff es su representante 'ingenuo' en contraste del cínico sin escúpulos, su bestia negra o reverso, que representa Jehu (Richard Egan). Ingenuo porque se cree que es lo que debe desear, porque no quiere ser pobre como su padre cuando se arruinó. Para él es aceptar trabajar en lo que sea y cuánto sea para lograrlo, sea cuidando ganado y domando potros a la vez, participando en carreras de caballos, matando lobos tras envenenar los cadáveres de los bisontes ( lo que le cuestiona Tom: le parece una miserable manera de ganar dinero, pero Biff no entiende ese cuestionamiento); solicitando una inversión a un banquero para montar un rancho, y al no lograrlo aceptar el prestamo de su amante, una prostituta de lujo, Callie (Lee Remick), el primer amor de su vida ( con quien comparte traumática adolescencia: el padre de Biff les golpeó con un látigo a él y una chica con la que se besaba en el granero).
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Pero en cuanto ve que va ganando posición se olvida de ella, casándose con la hija dell banquero, porque Callie es una 'golfa' ( como le espeta a Tom cuando éste le pida que sea su padrino en su boda con otra que fue prostituta: la rigidez de la imagen social se aúna con la ascensión económica). En todos sus lances siempre hay alguien que le ayuda, sea el banquero cuando hacen trampa en la carrera de caballos ( el jinete del caballo de Jehu); Tom cuando Biff se ve rodeado por unos indios que quieren su caballo; Callie prestándole el dinero. Pero él será capaz de intervenir a tiempo cuando quieran colgar a Tom por robar unos caballos. Tardía consciencia que le determinará a enfrentarse al inductor de ese linchamiento, Jehú, en una pelea en la embarrada calle del pueblo (el barro revelando lo que han sido y son, corrupción, además de un retorno a su primitivo origen), y en la que, de nuevo, será primordial la intervención decisiva de alguien, en este caso, Callie. Como le dice su primer jefe,todos cambian, ya sea por las cartas que te dan en la vida, las gentes que conocen,las mujeres que te enredan, o las amistades que te traicionan. El no entiende que alguien cambie, pero lo demostrará con su trayectoria traicionando a sus amigos o enredando a quien se supone amaba. Al final la consciencia de ver en qué se ha convertido llega tarde, pero al menos subvierte aquello en lo que ha llegado a convertirse, negando el ascender hasta lo más alto en la política por una conciencia reencontrada tras verse reflejado en el barro.
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'Duelo en el barro' (These thousands hills, 1958), tiene un estupendo guión de Alfred Hayes, que adapta una novela de AB Guthrie. Hayes escribió los guiones de Lang en 'Deseos humanos' y 'Encuentro en la noche'. Empezó como guionista en Italia con Rossellini 'Paisa' y 'De Sica' en 'El limpiabotas'. Fleischer demuestra su excepcional talento para las composiciones de los encuadres ( se inspiró en Mondrian para el color que daba a las casas del pueblo). Una nueva reflexión corrosiva sobre la violencia institucional y de la condición humana, tan inconsciente como consciente.

Los perfiles de Claudette Colbert

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Una arlequina de nombre Claudette Colbert. Una vivaz actriz que participó en algunas de las más destacadas comedias de los 30 y 40. Colaboró en varias ocasiones con Mitchell Leisen, en las estupendas 'Medianoche' (1939), 'Arise my love' (1940) o 'No hay tiempo para amar' (1942). Dos de sus mejores interpretaciones las efectuó para dos antológicas comedias, 'La octava mujer de Barbazul' (1938), de Ernst Lubitsch y 'Un marido rico' (1942) de Preston Sturges. Odió el rodaje de 'Sucedió una noche' (1935), y exigió previamente el doble de salario, y acabó reportándole el Oscar. Otras interpretaciones a destacar fueron las que realizó para John Ford en 'Corazones indomables' (1939) o para Douglas Sirk en 'Pacto tenebroso' (1948) y 'Tempestad en la cumbre' (1951). Una de sus manías era que sólo la fotografiaran desde su lado bueno, y una de las razones de que a finales de los 40 su carrera entrara en decadencia eran la exigencias de escasas horas de rodaje según recomendación del médico (que era su marido). Pudo su carrera haber alzado de nuevo el vuelo con 'Eva al desnudo' pero una lesión en la espalda determinó que Bette Davis ocupará su lugar

lunes, 29 de marzo de 2010

Conversaciones de rodaje: Ninotchka

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Ernst Lubitsch, Melvyn Douglas y Greta Garbo durante el rodaje de 'Ninotchka' (1939).

Wendy and Lucy

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Hay ciertas películas que ya contando su argumento, pueden dar una aproximada idea de lo que ofrecen, como, a la vez, de sus limitaciones, porque no ha transcendido su planteamiento. Es cine casi notarial, o ilustrativo. O lastrado en convenciones. En otras no sería posible si quisiéramos apreciar y discernir sus resonancias expresivas. Las hay que se deslizan entre nuestros dedos, ya que es la sinapsis narrativa entre sus imágenes y sus intersticios, entre lo mostrado y lo sugerido, lo que crea un sentido, como ejemplifica la magnífica y conmovedora ‘Wendy and Lucy’ (2008), de Kelly Reichardt. La cineasta logra dar carne dramática a los espacios vacíos y a las fisuras de la narración, a los tránsitos y a las transiciones. Son sobre los que está ‘Wendy and Lucy’. Es una obra de desplazamientos, su trama es la errancia, o la orfandad de un movimiento que de pronto se ve desubicado, e inmovilizado o atrapado, como si girara sobre sí mismo. Y se convierte en eficaz metáfora de una forma de vida que crea seres periféricos, perdido su lugar en la sociedad de la opulencia. Wendy podría asemejarse al protagonista de ‘Hacia las rutas salvajes’ (2007), de Sean Penn. Se dirige hacia Alaska, rompiendo con su vida anterior.
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Pero poco tienen que ver. Como ambos estilos no pueden ser más disimiles (Penn cortocircuita la narración con un atropellado montaje; la no convencionalidad de su planteamiento entra en colisión con la convención de sus recursos formales). Wendy era ya un personaje desplazado pero no por diferente visión de vida (como la que busca el protagonista de la obra de Penn) sino porque, como tantos otros, se encuentran sin lugar para sobrevivir. De ahí que la pérdida de su perra se convierta en reflejo de esa intemperie vital. La cual se ve amplificada por la confrontación con el talante de un entorno ajeno a los demás, en donde el gesto generoso ( como el que encuentra en el anciano guarda de seguridad) despunta con tal rasgante resonancia. Wendy está en ninguna parte, en una tierra intermedia en su tránsito, en un pequeño pueblo en el que, de repente, como consecuencia de un gesto mezquino (el de un empleado de un supermercado que la sorprende llevándose sin pagar una lata de comida de perros, el perfecto epítome del esbirro, que sin piedad propicia que la detengan durante unas horas) su perra desaparece. Su búsqueda guía el relato, hecha de encuentros, tránsitos, desplazamientos. Un espacio y un tiempo de intemperie. Sólo cubierto provisionalmente por el gesto generoso.
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Reichardt hace de esos estados latido de narración (una narración que 'fluye'), apoyada en el gesto de la eficaz prestación de Michelle Williams, desamparada, a la vez que determinada. Con la desgarradora conclusión de que en esta sociedad sólo queda el tránsito, pues el hogar, la condición acogedora del otro, no es más que una ilusoriedad, una carencia permanente. El gesto sacrificial generoso se revela como la única respuesta (auto)afirmativa de la dignidad. Un desolado pero combativo gesto de protesta.

Desafortunadamente, esta bella obra, 'Wendy and Lucy (2008), una de las propuestas más sugerentes que ha dado el cine en los últimos años, aún no conoce estreno en nuestras pantallas. Es la tercera obra de esta cineasta (editora y guionista en 'Wendy and Lucy' también) que recupera el real aliento del cine independiente, de lenguaje alternativo, el de los 80, el que representaron Jarmusch o cineastas como Sara Driver y Eric Mitchell, y que aún se puede apreciar en cineastas como Gus Van Sant o David Gordon Green.

Hitchcock, Gary Cooper y los perros

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No tengo yo muy claro que la hermosa perrita 'Sarah' esté muy dispuesta a hacer caso de lo que Alfred Hitchcock le esté pidiendo o indicando...
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No es una imagen de los ensayos de 'Solo ante el peligro', sino de Gary Cooper con sus perritos, los cuales parecen preguntarse por qué no nos deja entrar para jugar.

Ava Gardner y Frank Sinatra: Tiempos de extravío

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Ava Gardner y Frank Sinatra apoyando la candidatura a presidente del político demócrata Adlai Stevenson en 1952 (fue derrotado, como en su siguiente intento en 1956). Habían iniciado su relación en 1950, y se casaron en 1951, tras que él consiguiera el divorcio de su primer mujer, Nancy. La relación, que duró hasta 1957, estuvo repleta de altibajos, de peleas y reconciliaciones ( y abortos incluidos de Ava porque no se sentía preparada para ser madre). Sinatra, este año, no pasaba por su mejor momento. Su imagen pública estaba tocada por sus escarceos amorosos ( o eso llamado escándalo para mentes pacatas). Sufrió una hemorragia en sus cuerdas vocales, y se quedó sin contrato.Ninguna compañía musical quería contratarle. Su esfuerzo en conseguir un papel en 'De aquí a la eternidad' al año siguiente (y quizás con ciertas ayudas mafiosas, cuyos supuestos tejemanejes en la sombra fueron narrados indirectamente en 'El padrino') propició que su carrera se impulsara definitivamente. Ava estrenaría en 1954 su personaje más popular, el de 'La condesa descalza' de Joseph L Manckiewicz, sobre el que se dice que la retrataba a ella muy fidedignamente. Aunque su mejor papel, e interpretación, podría ser el de la protagonista de la magnífica 'Cruce de destinos' (1956), de George Cukor. Sin olvidar sus prestaciones secundarias en 1964 en 'Siete días de mayo' de John Frankenheimer y 'La noche de la iguana' (1964).

Tess

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'Tess' (1979) causó desconcierto en su momento por parecer salirse de lo que era considerado el 'repertorio' de Roman Polanski. Pero no es sólo que no fuera así, si no que, incluso, pienso no hay obra que brote de sus entrañas de un modo más manifiesto. Tess (Natassja Kinsky) es el emblema de una criatura inocente abocada a la tragedia por la conjunción de los despropósitos de unas circunstancias sociales y un nefasto azar (el cruce casual del padre de Tess, un pobre campesino, con un clérigo que le informa de los ancestros nobles de su familia: determinará que insten a Tess a que visite a sus 'parientes ricos') . Más aún, como delata el hecho de que su conclusión sea entre los dólmenes de Stonehange, queda manifiesto que transciende el reflejo de un tiempo coyuntural, concreto, el de la sociedad del siglo XIX, para convertir las causas que determinan el destino de Tess en reflejo de un atavismo en la condición humana: el que se conjuga en las contrapuestas pero complementarias actitudes de los dos hombres determinantes en la vida de Tess.
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Alex (Leigh Lawson), aquel que se aprovecha de su posición privilegiada para dar rienda suelta a sus caprichos, y sojuzgando con el imperativo de su voluntad: acosa a Tess hasta que la 'posee' (dicho sin eufemismo, viola, ajeno a su voluntad), y la convierte en su amante 'a la fuerza', dejándola embarazada (cuando su hijo agonice su padre se negará a que deje que el sacerdote la bautice, y éste, cuando muera el bebé, no aceptará que lo entierre en tierra santa porque la 'moral' que prevalece no lo permitirá). El otro, Angel (Peter Firth) hijo de clérigo que quiere establecer su propia granja, se define por la rígidez de su 'bondad', o por relacionarse con el mundo y los demás a través de ideas o idealizaciones. Aboga por lo natural, y en Tess ve su representación, y rechaza la corrupción de la clases privilegiadas, pero no logra asumir ni aceptar que su idea de pureza, Tess, hubiera sido mancillada por la violencia de otros. Su corrección moral no deja de ser igual de corrupta que la del que se dejaba llevar por sus instintos, Alex. Y si Tess debió huir de éste ( aunque con el paso de los años no ceja en seguir intentando sojuzgar su voluntad) ahora ve cómo el (supuesto) representante de la pureza la abandona.
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Si no es la imposición del instinto lo que degrada es la rigidez de las ideas morales la que lo hace. Y ambos, a su modo, ven a Tess como una representación (uno un cuerpo deseable que dominar, otro una idea de pureza espíritual): No hay razón ni sensibilidad. Polanski narra esta peripecia vital con un narrativa distante, tan afilada como precisa. Las elipsis trazan un desarrollo dramático en el que se rehuye el énfasis, el subrayado. Del mismo modo, la belleza caligráfica de sus imágenes no se convierten en ornamento, sino que acentúan el contraste con la abyección tétrica ímplicita. La naturaleza, los cambios estacionales, la luminosidad cálida, son un decorado refulgente, un exquisito cuadro que pone en evidencia que las figuras que lo habitan están deshabitadas.

'Tess' (1979) de Roman Polanski,adapta una novela de Thomas Hardy, y cuenta con una gran labor fotográfica de Geoffrey Unsworth y Ghislain Cloquet. Me parece una de as obras más hermosas y logradas de Roman Polanski, junto a 'El quimérico inquilino', 'Repulsión' 'Chinatown' y 'El pianista'. Otra visión implacable sobre la crueldad y desatinos humanos.

Tourneur y Musuraca: Retorno al pasado

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Jacques Tourneur dando indicaciones a Jane Greer y Robert Mitchum (cuyo papel había sido ofrecido previamente a John Gardfield y Dick Powell) para una de as últimas secuencias de 'Retorno al pasado' (1947), una de las cimas del cine negro (quizás mi preferida), ante la atenta mirada de Nick Musuraca, el gran director de fotografía (que empezó en el cine como chofer de un productor en la época muda) al que se deben tan cautivadoras e inolvidables imágenes como las de 'La mujer pantera' (1942) del mismo Tourneur, 'Bedlam' (1945), 'La séptima víctima' (1943) y 'The ghost ship' (1943), las tres de Mark Robson, 'Encuentro en la noche' (1952) de Fritz Lang, 'La escalera de caracol' (1946) de Robert Siodmak, 'La huella de un recuerdo' (1946) de John Brahm o 'Sangre en la luna' (1948) de Robert Wise.

Conversaciones: Bergman y 'La muerte'

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Ingmar Bergman 'conversando con la Muerte' en una pausa de rodaje de 'El séptimo sello' (1957).

domingo, 28 de marzo de 2010

Deborah Kerr:La gran Dama de la pantalla

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Deborah Kerr jugando a un solitario. Además de haber sido una de las actrices más elegantes que ha tenido el cine, ha sido una de las más admirables interpretes, capaz de los más sutiles registros y matices. Algunas de sus creaciones pueden constar con todos los honores en cualquier antología de actuación, empezando por 'The innocents' (1961) de Jack Clayton, y continuando, entre otras, por 'Tú y yo' (1957) de Leo McCarey, 'Narciso negro' (1947) de Michael Powell y Emric Pressburger', 'El prisionero de Zenda' (1952), 'Buenos días, tristeza' (1957)de Otto Preminger, 'La noche de la iguana' (1964), 'De aquí a la eternidad' (1953) de Fred Zinemann, 'Sólo el cielo lo sabe' (1957) de John Huston, 'Página en blanco' (1961) de Stanley Donen, 'Los temerarios del aire' (1969) de John Frankenheimer o 'El compromiso' (1969) de Elia Kazan.

Mae West y Marlene Dietrich

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El vivaz carnaval de Mae West y Marlene Dietrich. Eran las dos mujeres mejor pagadas en el mundo del cine en los años treinta. Atrás había quedado, para Mae West, su encarcelamiento por un mes por cargos de obscenidad en relación a 'Sex' la primera obra teatral que escribió, produjo y dirigió en 1926. Siempre salaz provocadora, después de dejar el cine en 1943 dado cómo se había asentado el puritanismo censor a través del código Hays, protagonizó su propia obra en 1978, con 86 años, 'Sextete', en el cual su personaje, cuando se va a casar con su sexto marido,encarnado por Timothy Dalton, sufre la interferencia de sus cinco maridos anteriores. El casting variopinto evidencia el singular delirio: Desde músicos como Ringo Starr, Keith Moon o Alice Cooper a viejas glorias como George Raft o Walter Pidgeon o no tanto como Tony Curtis o George Hamilton. Hasta la tumba no dejó de levantar ampollas (entre otras cosas).

Montand, prisionero en el Estudio

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Podría parecer un plano de 'Corredor sin retorno' (1963) de Samuel Fuller, pero no es que más que Ives Montand con expresión de observar, cual pececito en una pecera, el mundo más allá de un estudio cinematográfico. Fue 'El millonario' (1960) la primera, y mejor, producción norteamericana en la la que participó.

James Cagney y la camisa de fuerza

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A James Cagney le colocan la camisa de fuerza antes de rodar una de las secuencias de la excelente 'Al rojo vivo' (1949) de Raoul Walsh, una de las grandes creaciones de este prodigioso actor, y una de las obras mayores de Walsh.

Lars y la chica real

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No, no es una enfermedad, sino el reflejo de un conflicto, o 'falta', de comunicación. Es la perspicaz y sabia reflexión de la doctora Dagmar (Patricia Clarkson), ante la desaforada reacción de Gus (Paul Schneider) por el 'extraño' comportamiento de su hermano Lars (Ryan Gosling), al que, como no entiende, califica de loco. Pero ¿qué es lo que ha hecho Lars para que su descolocado hermano le califique de trastornado y en cambio la doctora, serenamente comprensiva, lo vea como un llamada de atención sobre una dificultad de comunicación ?: Lars se ha presentado en su casa con su nueva novia, que no es sino una muñeca hinchable de silicona, a la que trata como si fuera real. Los primeros planos ya nos introducen en la personalidad de Lars, mirando hacia afuera, a través de su ventana, hacia la casa de su familia donde ahora viven su hermano y esposa, ya que él vive en el anexo del garaje. Se cubre la boca con el chal de su madre, que luego sabremos murió cuando él nació. Unos efectivos planos que ya condensan esa encontrada sensación de reclusión en sí y anhelo de un afuera al que poder abrirse (no hay que dejar de reseñar el prodigioso trabajo de Ryan Gosling, que hace de su mirada no sólo un personaje sino toda una sinfonia de emociones contrastadas que lo hacen sentir tan real, tan 'nosotros'). Su nuera, Karin (Emily Mortimer) acude para invitarle a desayunar. Es insistente, una y otra vez, porque quiere sacarle de ese 'encierro' .Pero Lars se muestra remiso, huidizo, como en su trato con otras personas. Se palpa su dificultad para comunicarse, como por ejemplo con una compañera de trabajo, Margo(Kelli Garner), con quien se percibe su infructuoso esfuerzo para abrirse, y más, en este caso, porque se nota cómo le atrae.
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Lars y la chica real (2007), de Jim Gillespie, y con guión, que es necesario resaltar por su sensible y complejo entramado, de Nancy Oliver, aplican en su tono, y mirada, esa observación de la doctora, con la que introducía este comentario. Los paisajes gélidos, nublados, y salpicados con nieve, corporeizan esa capa helada que dificulta en el caso de Lars el poder abrirse a los demás, enfatizado además por su rechazo al contacto físico, el cuál reconoce que incluso 'le duele'. El 'extrañamiento' que se asienta en la narración con ese 'inusual' comportamiento, rápidamente, se 'naturaliza', y es una de las grandes virtudes de la película.
En principio, es la reacción del hermano la que guía ese atónito rechazo a una conducta 'anómala' que le parece enfermiza. Lars toca su puerta y les informa de que tiene visita, una chica, y que quiere presentársela, y además les pide el favor de si, dado que ambos son creyentes y no quieren aún relaciones sexuales, pueden acogerla en su casa en el cuarto que fue de la madre. El contraplano, tras una elipsis, es ambos, sentados en el sofá, mirando con expresión perpleja, como quien no sabe cómo asimilar lo que están viendo. Delante suyo, está Lars hablando de su chica, esa muñeca hinchable que parece tan real, tan elaborado es su diseño, de nombre Bianca, comentando datos sobre su vida. Datos que progresivamente se irán viendo que son transferencia de sí mismo. Pero, como decía, pronto la mirada 'extrañada', se naturalizará, como las actitudes de la gente de la comunidad, que acepta cálidamente a su novia como si fuera real, 'acogiéndola', como gesto por delegación de afecto hacia Lars. Comprensivos, en primera instancia, porque conocen el caracter afable de Lars, y en segundo, porque su comportamiento 'raro', como dice cierta mujer, no lo es tanto, cuando tantos se apoyan en figuras o rituales que suplen una carencia afectiva o de comunicación, y no necesariamente muñecos. Sí, es una singular forma de buscar un lazo de comunicación con los otros, pero es lo que es, lisa y llanamente .Incluso, puede extrañar, hoy en día, un gesto tan solidario como ese, y circunscribirlo a su pertenencia al universo de una fábula, pero no por ello deja de emocionar como verdadera muestra de gesto generoso. Al respecto, otro detalle destacable es la caracterización de ese gran personaje que es la doctora ( a lo que ayuda la sutil prestación de esa magnifica actriz que es Patricia Clarkson). Podemos percibir, entre lineas, o miradas, su misma soledad,y el cansancio de quien tanto ya ha vivido y sentido, con sus pesares como peaje, y que ha transformado en mirada serena y templada, y por ello, en sus conversaciones con Lars, se muestra tan comprensiva, tratándole como quien entabla un diálogo en el cual ambos comparten, y ello implica tambien sus fragilidades, es decir, su intimidad sin corsés. Es decir, la 'circunstancia emocional' de Lars, no es extraña, sino reconocible, como espejo.
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Como no deja de ser revelador que, a medida que Bianca va 'creando' su propia vida, ya que diversos vecinos, 'intervienen', integrándola en su vida, en servicios sociales o llevándola a la peluqueria para arreglarle el peinado, Lars empezará a 'desasirse' de esa dependencia. En principio, protestando, porque ahora él tiene que ajustarse a su 'horario', como si no asimilara que dejara de ser una extensión de él y su seña de singularidad, a lo que le reprenden que él tiene que ser considerado con la propia vida o voluntad de Bianca (si la trata como real, en consonancia debe asumir tambien ese aspecto).
A tal punto, por otro lado, llega la relación como reflejo de tantas relaciones 'reales' que se fundan en considerar al otro como una extensión de uno. En relación a esto no hay que dejar de reseñar cómo sus primeras discusiones con Bianca son fuera de campo o en planos generales en la intemperie nevada. Esa toma de conciencia será su primer paso para liberarse de ese 'simulacro' de relación, y sentirse dispuesto a entablar una relación 'real', dejando de transferir y viviendo frontalmente. Esta tierna y hermosa obra se convierte en una comprensiva llamada de atención de cómo estamos llegando a virtualizar nuestras relaciones, perdiendo la capacidad de entrar en contacto con los demás, de compartir nuestras intimidades, de abrirnos al otro. Paradoja que sea una 'ilusión o simulacro de cuerpo' la que detone y posibilite este recordatorio de que aún seguimos siendo cuerpos emocionales. Y esto, a través de una piel narrativa, la de esta catártica película, que sabe 'tocar' nuestras emociones (es asombroso cómo tambien la llegamos a sentir, y emocionándonos, como verdadera a Bianca, porque sentimos las emociones verdaderas que Lars proyecta en ella), y sin eludir los meláncolicos claroscuros, porque son necesarios para impulsar unos cálidos y expansivos sentimientos de cercanía. Una 'rara avis' de obra que se convierte en necesaria experiencia para aquellos que aún busquen la emoción verdadera, con tacto, y en contacto.

sábado, 27 de marzo de 2010

Sean Connery, los años como secundario

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Antes de saltar a la fama en 1962 con el personaje de James Bond, Sean Connery interpretó personajes secundarios como el de este bruto secuaz del villano, interpretado por Anthony Quayle, en 'Tarzan's, greatest adventure' (1958), de John Guillermin

Richard Harris, cantante

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A Richard Harris también le dio por los gorgoritos. Tras el éxito de la cuando menos entrañable 'Camelot' (1967) de Joshua Logan, Harris se decidió a lanzar su primer álbum, 'The tramp shining' en 1968 (en cuya portada salía de perfil con unas patillas kilométricas). No sólo eso, sino que él mismo confeccionaba las chaquetas estilo Nehru, una de las cuáles porta en la fotografía. Su tema 'MacArthur Park' se convirtió en todo un hito del momento, pero este éxito no se repitió en los diez disco posteriores que publicó. Más allá de entrar en debates sobre el diseño de su vestuario, merece la pena homenajear a un estupendo actor, por el que siento una especial simpatía ( esos lazos que se crean en la infancia, como el mismo recuerdo entonces de ver 'Camelot'). En su filmografía destacan excelentes obras como 'El ingenuo salvaje' (1963) de Lindsay Anderson, que le catapultó a la primera línea, 'Mayor Dundee' (1965) de Sam Peckinpah, 'Odio en las entrañas' (1970), y tras su éxito con 'Un hombre llamado caballo' (1970), de Elliot Silverstein y unas décadas de los setenta entre mediocres realizaciones y vahos de alcohol, se recuperó en los 90, década en la que resalta su participación en 'Sin perdón' (1992) de Clint Eastwood. Dirigió una película, que desconozco, 'Bloomfield' (1970), y se pueden recordar sus creaciones en películas como 'Crommwell', 'El prado', Trojan eddie', o 'Robin y Marian'.

Embriagado de amor

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Vamos allá. Un hombre, Barry (Adam Sandler), habla por teléfono en un almacén de una empresa de saneamientos que él dirige. El encuadre, el despojamiento del escenario, nos trasmiten una sensación de aislamiento y compresión. Sobra mucho espacio, pero él 'habita' un espacio reducido del mismo. Su preocupación parece girar alrededor de una promoción, la de una compañía de alimentación, 'Healthy choice'(alternativa saludable), según la cual puedes canjear productos comprados por horas de vuelo, y él ha descubierto una 'fisura' en la promoción, en la que por poco gasto puedes canjear horas de vuelo para todo tu vida. Pero Barry nunca ha volado, como reconocerá más adelante, ni tiene intención de volar. Qué extraño. Como extraño es su atuendo, un traje azul eléctrico. Le preguntarán por qué se lo ha comprado, si nunca ha llevado algo así, y él contesta que no lo sabe. Algo le sucede a Barry. No acaba ahí lo extraño, algo fuera de lo corriente tiene lugar.Fuera del poligono donde tiene su empresa, un coche se estrella, subitamente, y una furgoneta deja un harmonio delante de la verja de entrada. Barry, con una cafetera en la mano, lo contempla extrañado desde la distancia. ¿Ha llegado la música a su vida?.Acto seguido, aparecerá una mujer, Lena (Emily Watson), que viene a dejar su coche al garaje colindante, para que lo revisen. Se crea entre ellos un azorado intercambio de frases. Una eléctrica conexión se ha creado entre ellos, una chispa temblorosa, quizá un primer acorde musical. Y también es extraño que el coche no tenga ningún problema, como le dirá luego el encargado del garaje a Barry. Sí, todo es un poco desconcertante. Y Barry parece una olla a presión, alguien comprimido. Asoma, levemente, su cabeza por una esquina de su almacén,y contempla el harmonio, como si fuera una aparición sobrenatural, como si de repente le asaltara un sentimiento clandestino. Coge el harmonio, con el azoramiento del gesto proscrito, y lo lleva a su despacho, y arrobado empieza a crear acordes. ¿Por qué estará tan crispado este hombre?.
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Mientras muestra sus productos a unos posibles compradores, Barry es continuamente interrumpido por las llamadas de sus hermanas para que acuda a una celebración familiar esa noche ( recibe tres llamadas de siete de ellas, y todas 'exudan' presión, un talante inquisitivo, demandante, ajenas a lo que él puede sentir, o estar haciendo, como si estuvieran habituadas a tenerle a su disposición, y él a aguantar el 'chaparrón').Incluso una hermana aparece para decirle que igual lleva a una compañera de trabajo a la celebración para que la conozca, algo que de nuevo incomoda sobremanera a Barry, lo de la presión no va con él, tanta ya lleva encima contenida. En la cena, su sonrisa, siempre dibujada a cincel en su rostro ('sonrisa saneada'), se va crispando cada vez más, y estalla, y rompe la cristalera del salón con furibundas patadas de hartazgo y frustración. Y confiesa a uno de los maridos de una de sus hermanas, tras pedir perdón, que ya que es médico, que quizás puede ayudarle con sus problemas. Cuáles son, le pregunta y él replica que el problema es que no se gusta a sí mismo, a lo que el otro responde que poco puede hacer ya que es dentista. Barry que de repente suele sufrir ataques de llanto, que le superan, está claro que necesita liberar todo lo que tiene dentro. Y Barry toma dos decisiones. Primero, compra un potosí de natillas para canjearlas por horas de vuelo. Un ingente surtido de natillas al que todos miran extrañados, preguntándose qué hacen ahí, en el almacén, y para qué son. Y, en segundo lugar, mientras recorta esos cupones, descubre un anuncio de un teléfono erótico, al que llama, y da mil datos personales, antes de que le pasen con una chica, por mucho que insista que sólo quiere hablar con una mujer, y no entiende para qué tiene que dar tantos datos y cuentas y números. Y cuando al fin lo hace, mientras no para de moverse por la habitación, se crea un desencuentro de dialogo, porque la mujer supone que quiere una conversación al uso, y pregunta si esta ya empalmado, y si se toca, pero él solo quiere hablar, necesitaba hablar. Necesita explotar, pero de otra manera. Sí, Embriagado de amor (Punch drunk love, 2002), de Paul Thomas Anderson es una comedia romántica muy extraña, excentrica, que no encaja en ningún molde, un singular prodigio fuera de toda órbita conocida. Pero eso ha sido algo habitual en las obras de Anderson, ese 'extrañamiento' en el que envuelve al espectador, que siente que le están contando algo que está más allá de lo aparente, y mucho más de lo que parece. Un penetrar en desconcertantes senderos que le limpiaran la mirada para contemplar desde otros ángulos los frágiles territorios de nuestras emociones, embozadas entre tanta impostura y convención.
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Esa impostura 'saneada' en la que Barry vive, de comprimir sus emociones, que implica falta de música, y conseguirá desprenderse de ella, enfrentandose a la impostura que esa misma llamada de empresa erótica representaba, ya que sólo es una tapadera para sacarle el dinero, llegando a las manos si es necsario, pero ahora sus arrebatos de violencia los puede canalizar para defender su espacio, en el que además ha encontrado el amor, y nadie puede dañar a quien ama. Y sí, por otro lado, el amor llama a su puerta, pero no es Avon, es Lena, que sí, claro que no tenía avería en su coche, se había acercado con esa excusa para conocerle, porque era la compañera de trabajo de la que le había hablado su hermana. Y la música del amor les une. Y él incluso, al fin, vuela, y por impulso, va a Hawai donde ella ha ido por asuntos de trabajo, y ambos fluyen con las emociones. Cuando hacen el amor, ella le dice que le gustaría morder sus mejillas, y él que le gustaría golpear su rostro con un mazo, y machacarlo, y ella responde que quiere morderle y sacarle los ojos, y él remata que qué bonito. Sí, es la pasión. No es la forma usual de decir te quiero pero uno cuando ama alguien desea también morderlo entero hasta que sea parte de él. Esa parte salvaje que libera de trajes azules eléctricos que andan diciendo SOS, estoy crispado y comprimido y congestionado, y no sé cómo expresar mis emociones. En el plano final, él se dispone a tocar el harmonio, y ella dice, 'Vamos allá'. Que suene la música, con natillas para volar.

Los rostros de Jean Seberg

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Jean Seberg. Juana de Arco y Lilith. El rostro devastado de los planos finales de 'Buenos días, tristeza', la adulta que ya dejó de ser niña pero ahora es un espectro maquillado. La transgresión de una mirada que ya no conoce de límites, los cantos de la sirena de Lilith para quien se siente extraviado en un mundo donde locura y cordura han difuminado sus fronteras. La difusa ligereza de quien no sabe si es libre porque es infeliz o infeliz porque es libre en 'Al final de la escapada'.

Cary Grant, la elegancia

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viernes, 26 de marzo de 2010

Michael Caine, Harry Palmer, Len Deighton y la cocina

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El escritor Len Deighton enseñando a Michael Caine a freir un huevo. Caine interpretó en cinco ocasiones a Harry Palmer, agente secreto creado por Deighton (aunque el nombre lo idearon, por lo que parece, entre Caine y el productor Harry Saltzman). Palmer era la versión, o respuesta, doméstica o corriente de James Bond, o más realista, siguiendo la línea de un Graham Greene. Palmer vivía en un cuchitril, era aficionado a la música clásica y a la cocina ( Caine comentaba que aprendió mucho de cocina gracias a Deighton). No era un seductor, y más bien era capaz de saber cuando querían usar los encantos femeninos para manipularle. La mejor de la serie fue 'Funeral en Berlín' (1966) de Guy Hamilton, muy superior a la anterior, 'Ipcress' (Sidney J Furie), un tanto perdida entre juegos de lentes, y que supuso su lanzamiento como 'estrella', y a la siguiente, 'Un cerebro de un billón de dolares' (1967) del hacedor del engendros Ken Russell. En los 90 Caine interpretó dos más, 'Bullet to Beijing' (1995) o 'Midnight in St,Petersburg (1997) que ni se estrenaron en cine, con las que intentaba revalorizar su carrera comercial -lo mismo con otra en la misma línea, aunque no con el mismo personaje, 'Blue ice' (1993)- en una década en la que hasta fue villano en una película de Steven Segal. Pero no fue hasta 1998 con 'Little voice' de Mark Herman y, sobre todo, 'Las normas de la casa de la sidra' cuando volvió a recuperar su buena estrella.

Bergman y el encuadre justo: Persona

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Ingmar Bergman busca el encuadre idóneo de Bibi Andersson, en Persona (1966), mientras, a su espalda, Sven Nykvist mide la luz.

La ternura de Gregory Peck: El ruiseñor caballero

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Una tierna imagen de Gregory Peck abrazado por Mary Badham (que interpreta a su hija Scout en la película) en una pausa de rodaje de la hermosa 'Matar a un ruiseñor' (1962), de Robert Mulligan

King Vidor, Ayn Rand y Gary Cooper: El manantial de la creatividad

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King Vidor, Gary Cooper y la escritora Ayn Rand en una pausa del rodaje de 'El manantial' (1949), una de las obras maestras de Vidor, que adapta la novela de Rand, con un acerado discurso sobre la lid entre el artista que pugna por preservar su integridad y su individualidad frente a las presiones del entorno para que se pliegue al gusto común, a los designios de las empresas o clientes o medios de comunicación, y las mezquindades de los gurus que teledirigen los gustos colectivos y no aceptan la diferencia (que anulan o expurgan) el talento ni la actitud disidente fiel a sí misma.

Carta de una desconocida

Pasajeros de una ficción. El anverso y reverso de la ilusión. No es un tren real el que comparten Lisa (Joan Fontaine) y Stefan (Louis Jordan), sino el de una atracción de feria, en el cual varía el horizonte o paisaje según el país por el que soliciten viajar. El paisaje es una pantalla, un escenario, o telón de fondo, que cambia, como los de las representaciones teatrales, cuando el dueño de la atracción pulsa la palanca correspondiente. Es la única noche de amor que comparten ambos, y es la secuencia núcleo de esta prodigiosa obra maestra que es Carta de una desconocida (1948), de Max Ophuls, adaptación de la obra homónima de Stefan Zweig. Ambas vidas habitan una ficción sin saberla, ella alimentada por una ilusión, el amor que siente por Stefan desde que tiene 14 años, él la de un vacío sin dirección. Ninguno sabe ver al otro. Para Lisa él es la representación del amor sublime que la habita toda su vida, hasta su muerte. Proyecta sobre él un sentimiento que no tiene real correspondencia con cómo es él. Stefan, en los sucesivos encuentros, nunca la reconocerá como aquella mujer con la que compartió aquella noche. Para Lisa esa noche representó todo, mientras que para Stefan fue una noche más difuminada en el olvido. Y cada vez que se reencuentran siempre le dice lo mismo, cómo sigue buscando ese algo especial que nunca ha encontrado. Es un hombre deshabitado, Y Lisa habitada por un sueño que no encuentra correspondencia con la realidad.
Correspondencia. En otro sentido del término, es el elemento que propulsa el relato, y una confrontación. Stefan es músico, y un seductor irredento. Acaba de recibir el reto a un duelo, y no tiene otra intención sino eludirlo, y huir. Es lo que ha hecho toda su vida, incluso de sí mismo. Antes de partir comienza a leer la carta de una desconocida. ‘Cuando leas esta carta, quizás haya muerto’. Y comenzamos a ser espectadores del relato de esa carta, un relato subjetivo, el de Lisa, el del amor que ha sentido por Stefan durante tantos años, y que él ha ignorado. Stefan será el espectador interpuesto, y el epitome del espectador influenciado por una obra artística, aunque sea en forma de misiva, pues es el relato de una emoción extraordinaria (Esa emoción o amor más grande que la vida). ‘Si hubieses reconocido lo que era tuyo, lo que nadie podía quitarte’, leerá al final, tras acabar la extensa carta que ha modificado su visión sobre sí mismo, ahora consciente de que su vida ha sido la de un espectro que no ha sabido vivirla, siempre huyendo, siempre en la periferia de las emociones verdaderas. Es músico, pero su vida ha carecido de música. Ironías, el creador, en este caso, es una pantalla opaca, deshabitada, una falaz apariencia, una creación de una mirada ajena, la de Lisa, la auténtica (pro)creadora de ilusiones.
Si hay algo que distinga sobremanera a Max Ophuls es su refinada puesta en escena. Quintaesencia del cine moderno. Aquel que aún confía, en su primera capa, en la construcción de un relato con sentido, de definida trama y psicología de personajes sobre los que el espectador se puede sostener, y que, en una segunda capa, en su misma puesta en escena, plantea una reflexión sobre la misma ficción, sobre las cuestiones o conflictos que viven los personajes, en este caso, la representación y habitación del sentimiento amoroso. En Carta a una desconocida nos encontramos con innumerables ejemplos.En primer lugar, el uso de los movimientos de cámara. Pocos cineastas han hecho de ellos figura de estilo, fluencia y atmósfera musical, además de cargados de significados según la dirección de sus movimientos, y la interrelación contrastada entre distintos travellings o panorámicas (en ocasiones, no sucesivos), así como entre los elementos sobre los que se inicia o finaliza un movimiento. Como ejemplo, aquella panorámica de izquierda derecha, que tiene algo de espiral, que se repite desde lo alto de la escalera del piso de Lisa. En el primero, cuando tiene 14 años, observa cómo Stefan llega con una de sus conquistas. En el segundo, vemos cómo quien llega, entra y sube las escaleras con él, es la propia Lisa, como culminación de esa única noche de amor. En ese caso, corta a otro travelling frontal en el interior de la casa, en el que vemos como se dan su primer beso, aunque estén en sombras. Sombras premonitorias del destino de su relación.
De hecho, nos encontramos después con una demoledora elipsis, introducida por una siniestra imagen. La de una monja avanzando, hacia cámara, por un pasillo dominado por una ominosa oscuridad. La cámara realiza un desplazamiento hacia la izquierda, mostrándonos una sala de camas rodeadas de cortinas, hasta llegar a una donde se aprecia en un cartel cómo Lisa ha tenido un hijo de un padre desconocido. A partir de entonces la iluminación está dominada de modo más acusado por los negros y las sombras, por la más pura tenebrosidad (portentoso trabajo de iluminación por Franz Planner). Como el mismo nuevo encuentro, años después, ya Lisa casada, en la entrada de la Opera, con un ya decididamente espectral, de aire consumido, Stefan. Otro elemento recurrente es el uso de espacios interpuestos en el encuadre, cristaleras (como el primer cruce de miradas entre ambos), vidrios esmerilados con dibujos de fantasía (como aquel a través del cuál vemos cómo suben juntos a un carruaje en su primera cita). Cortinas que señalizan cómo ella vive su amor como si viviera en un escenario, la condición de fantasía de su sentimiento (como en la primera cena juntos, donde la cámara retrocede o se acerca según si son interrumpidos por un camarero que pide un autógrafo para otra mujer, o si se sienten en su nebulosa de intimidad, como las orlas de fantasía que coronan el reservado en el que se encuentran). O la presencia de rejas (como las de la estación, donde se despide de Stefan, tras su noche de amor, o de su hijo antes de que éste caiga fatalmente enfermo).
La música siempre está presente en la vida de Lisa, como evocación de su sentimiento. En la primera secuencia de su evocación, cuando Stefan se asienta como vecino, la cámara inicia su travelling desde un arpa (secuencias después ella se balancea en su columpio escuchando su música, y la cámara hace lo mismo desde su punto de vista encuadrando la ventana del piso de Stefan). Cuando un joven oficial la pretende, la cámara comienza su movimiento desde una banda musical. Cuando ella le ha rechazado, caminan hacia los padres de ambos, y la banda se desplaza al mismo tiempo, como si se interpusiera (como así lo hace el recuerdo de Stefan). El segundo encuentro, como he citado, es en la Opera, ambos espectadores de otra representación (Ophuls realiza un primerísimo plano de Stefan en otro palco, cuyo rostro parece surcado por la pesadumbre y la ruina emocional, plano que actúa como lacerante corte de montaje, de nuevo interrupción o interposición en la inercia cotidiana de Lisa, aquello que le hace perder el paso e integrarse en otra vida, u otra relación, normalizada, en este caso, su matrimonio).
No pueden dos personas vivir el amor de modo más disímil. Lisa vive una fantasía, pero está enamorada de un espectro. Ella lo vive como el Todo que la hace sentir viva, y él añora, o eso dice cada vez que la ve, ese Todo pero vive en la Nada. Ambos habitan una distinta, u opuesta, ceguera. Habitan un tren que es ficción. Stefan ha hecho de ella su vida, una actuación, para seducir mujeres. Lisa ha hecho de ella la ilusión, que no es sino espejismo de fantasía, que es el motor de su vida. La diferencia es esa plenitud que siente Lisa, aunque lo haya proyectado sobre alguien que no tiene que ver con lo que proyecta en él (como esas flores que ella lleva en su último encuentro, y que él ni siquiera recuerda como aquellas parecidas que le dio en su noche de amor-y sobre ellas la cámara realiza un movimiento mientras ella abandona la casa de Stefan sin decirle que se va, porque ella se siente nadie para él). Esa plenitud, aun no realizada, es la que propicia que Stefan sienta al final que su vida ha sido un desperdicio, porque ni siquiera ha llegado a sentir, ni de lejos, lo que Lisa. Y decide ir al duelo, quizás su primer compromiso con la realidad, confrontándose consigo mismo, como si el duelo fuera con aquel que ha sido. Como la de Lisa, su vida, estaba atrapada en un proyector. El de ella rebosante de figuras de fantasías, y la efervescente temperatura del placer por el amor como padecimiento, sacrificial masoquismo (como refleja el decorado de la cama rodeada de velas donde morirá), mientras que el de Stefan sólo poseía el mero ruido de un proyector sobre una pantalla en blanco.
Franz Planer es el compositor de esta sinfonía de sombras y luz, pocas obras tiene un trabajo fotográfico de tal calibre expresivo, en cuanto deslumbre estético y complejidad de significados. La adaptación de la novela es obra de Howard Koch (quien había adaptado La guerra de los mundos para su luego celebre emisión radiofónica de Orson Welles, y participó en los guiones de El halcón del mar, El sargento York o Casablanca, para ser después uno de los que sufrió la infame Caza de brujas.Pocos cineastas como Ophuls han explorado la cartografía del sentimiento amoroso, la materia de sus resortes, procesos y proyecciones mentales, la inferencia de la fantasía o modelo sobre el que la realidad debe plegarse o ajustarse. O sobre las diversas conductas, costumbres, reglas y sanciones sociales alrededor de la expresión de ese sentimiento. El concepto de honor se convertía en perturbación para la realización del genuino amor en Liebelei (1933). La protagonista que daba nombre a Lola Montes (1955) se convertía, por la singularidad de su poco convencional vida amorosa, en objeto central de una representación circense. En Atrapados (1949) diseccionaba el reverso del cuento de Cenicienta, enfrentando a la fantasía con la realidad, a través de un millonario trastornado y egocéntrico y un médico comprometido en su vocación con las clases humildes. Y en Madame De… (1951) las terribles consecuencias de una conducta sostenida sobre el capricho, la irresponsabilidad de una forma de habitar los sentimientos sobre la puesta en escena, y al que el azar, siempre incontrolable, le devolvía una funesta imagen en el espejo. La signora di tutti (1934), Almas desnudas (1949), Le plaisir (1952) y La ronda (1953) son otras memorables exploraciones de las complejas, y hasta paradójicas, entrañas o corrientes de ese sentimiento llamado amor, que puede habitarse desde la sugestionada proyección de un anhelo abstracto a la complicidad de una conversación afín, cuando no contradictoria o complicadas por los propios seres humanos, quienes llegan a hacerlas intrincadas con la maraña de sus representaciones, convirtiéndolo en un laberinto donde colisionan perspectivas, actitudes y condicionamientos sociales.