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miércoles, 10 de noviembre de 2010

El hombre elefante

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Hay planos que residen en la propia memoria emocional como hitos, como si despellejaran la piel del corazón para alumbrarlo, como, en 'El hombre elefante' (1980), de David Lynch, ese movimiento de cámara hacia el rostro conmocionado del doctor Treves (Anthony Hopkins), que no puede contener sus lágrimas, cuando contempla por primera vez a John Merrick (John Hurt). 'El hombre elefante' es de esas obras que hacen temblar, en cada visionado, el tuétano, por eso es la emoción la que primero brota, como esas lágrimas en el rostro de Treves, cuando hay que abordar esta bella obra, de rara emoción genuina, como la que el mismo Lynch hará cuerpo en la tan conmovodera 'Una historia verdadera' (1999). Lynch puede ser un cineasta asociado ante todo a lo siniestro y a lo excéntrico, pero escasos son lo cineastas que han logrado hacernos sumergir en tan extremas emociones, de la insondable ternura a la descarnada perturbación, y según cada cual sus estrategias expresivas han sido coherente y radicalmente distintas. Esa mirada de Treves es la que se adueña de la narración. Por un lado, deja la emoción desnuda, a la intemperie, sin asideros para el espectador, tan indefensos y vulnerables como el propio John Merrick. Su deforme cuerpo es la quintaesencia de nuestra fragilidad expuesta, amplificada porque su sensibilidad es la de la sensibilidad no mancillada, sino aún pura, la mirada el asombro de un niño, sn doblez ni mezquindad, que es capaz de disfrutar con la ilusión, de construir ilusión ( como esos castillos que él mismo diseña como replica de la cúpula de St. Philips: es capaz de imaginar cómo es el edificio sólo viendo esa pequeña parte). Es el cuerpo, la sensibilidad, aún no mancillada por el desnaturalizado y degradante teatro de las relaciones, de (la deformidad de) los intereses mezquinos que ven en los demás una representación, una convenciencia: desde el feriante que lo explota en míseras barracas al vigilante que lo utiliza para ganarse un dinero pasando por los ricos que le visitan porque se ha puesto demoda, pero también, como objeto de interés de la medicina, que suscitará los conflictos interiores cuando se pregunta si él es bueno o malo, si no lo ha utilizado como el resto.
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Es la mirada lo que diferencia a cada uno, por eso la mirada es un elemento fundamental en la construcción tanto visual como narrativa. En las primeras secuencias, Merrick es una figura entrevista, en sombra ( cuando es utilizado por Treves para la 'representación' ante los otros médicos,perfilado entre las cortinas; doliente la sensación de que sigue siendo un cuerpo 'degradado', cuando entrevemos cómo le hacen girarse para que adviertan su anomalías físicas, incluso quitándole el taparrabos para que aprecien que sus genitales son sanos), o una figura cubierta con la cabeza envuelta en una especie de saco, con una sóla abertura. Es un cuerpo incógnita, o un cuerpo dependiente de la utilidad que supone para el que le observa, no importa lo que siente, cómo mira y siente (dan por sentado que su sensibilidad debe ser nula, embrutecida como su cuerpo; es una cosa). Es, también el cuerpo de lo siniestro,de lo que inquieta, porque lo que no se comprende desestabiliza. Lynch también trama su narración a través de las miradas como en la secuencia de su llegada al hospital, acogido ya por Treves. Una enfermera le ve subir las escaleras, en su mirada se aprecia esa aprensión, ese miedo a lo desconocido. Treves observa cómo se aleja, una mirada que refleja cómo aún quiere conservar en secreto la presencia de Merrick, en la que subyace esa combinación de pudor y de ansias de reconocimiento en su profesión (que más adelante le hará plantearse su papel en esta 'función'). El director observa con expresión intrigada cómo Treves sube a unos aposentos superiores ( a su vez en su mirada se advierte que se percata de que Treves 'trama' algo). Hay secuencias de exquisita sensibilidad orquestadas por las miradas, como la visita de la actriz, que culmina con ambos recitando 'Romeo y Julieta' de Shakespeare,o la visita a la casa de Treves y su esposa, en las que se perfila la auténtica piedad y la mirada luminosa a través de ambas mujeres. Y esta ese ojo de lo siniestro, el de esa caperuza de Merrick.
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La cámara se sumergirá (como hará en 'Terciopelo azul' en la oreja, o en 'Carretera perdida' en la opaca negrura del estudio del músico) en esa oquedad para dar paso a sus terribles pesadillas, en las que se conjugan los extremos, la evocación de su madre y las torturas a las que le han sometido toda su vida, como el que le hagan verse en un espejo como disfrute. Lo terrible y lo lírico se conjugan con mano maestra (la crudeza de la representación de la feria en Francia cuando se desmaya en plena actuación, y los crueles golpes del feriante en su espalda con una vara; cómo le encierra en una jaula junto a unos babuinos que le gritan con fiereza, la solidaridad de los otros 'freaks' que le ayudan a escapar; lla opresiva persecución en la estación de Londres, a su llegada, cuando, acosado en los baños públicos grita con desesperación que es un ser humano, no un animal. Hay momentos de inmensa emoción, como cuando Merrick pregunta a Treves, tras mirar los dibujos de gente durmiendo en sus camas, si le pueden curar; su anhelo es poder descansar como cualquiera, ya que si lo hiciera moriría, como así hace en la secuencia final,tras ser testigo de un momento mágico, la representación en el teatro ( narrada como un mundo de ensueño, un mundo aparte). Esta secuenca final, de acongojante delicadeza, es de lo más bello que ha dado el cine. Merrick acaba de construir la replica del edificio, ya sólo resta poder disfrutar del sueño. Aparta los almohadones para yacer en su anhelado descanso; la cámara se desplaza de su rostro conciliado hacia la fotografía de su madre, acabando en la replica del edificio, y alzándose hacia la ventana, en la que se mueven las cortinas. Por fin se elevará hacia las alturas, hacia esas estrellas en la que resuenan las palabras de su madre. Nada desaparece, nada muere. Siempra habrá alguien capaz de construir castillos con su imaginación, con su sensibilidad aún pura, que no ha sido mancillada ni degradada pese a haber sufrido los mayores desprecios y padecimientos por la crueldad humana. Alguien aún capaz de mirar y ver lo que los demás no son capaces de ver, ni quieren. Alguien que mira la vida como un mundo posible de tierna, empática y cálida ilusión.

Inmensa belleza la de 'El hombre elefante' (The elephant man, 1980), de David Lynch, una obra fuera de lo corriente, como es el cine de este gran director. Asombrosa la fotografía de Freddie Francis, y la música de John Morris, así como la interpretación tanto de John Hurt como de Anthony Hopkins. Una obra de sobrecogedora emoción, la compasión y la ternura hecha cine aunada con la mirada sin vaselina sobre lo terrible.

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