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viernes, 23 de octubre de 2009

El asesinato de Jesse James y 'Tren de las 3'10

Quizás casualidad, quizás reflejo de unos tiempos en que los modelos de actuación están en cuestión, ¿contra qué se lucha, y con qué medios, dónde están los límites entre lo justo y lo necesario?, pero no deja de llamar la atención las coincidentes resonancias que se pueden apreciar en las secuencias de apertura de dos recientes revisitaciones del paisaje genérico del western , ‘Tren de las 3’10’, de James Mangold, y ‘El asesinato de Jesse James’ de Andrew Dominik . Resonancias que hacen alusión a la relevancia de la ‘mirada’, tanto narrativa, integrada en el propio relato, como simbólica, en cuanto mediatizada y proyectora. Una mirada puesta sobre el modelo del hombre de acción, sobre su mito fundacional, el hombre del oeste, el forajido de leyenda.
En la obra de Dominik vertebra el relato. Su primera secuencia es una sucesión de fragmentarios planos sobre Jesse James (Brad Pitt), o meros espacios vacíos, cuya conexión es la voz de Frank Ford (Cassey Affleck), y sobre los cuáles las palabras de ésta refleja, y proyecta, cómo la presencia o imagen de Jesse ‘transfigura’ la percepción de la realidad, incluso la noción del tiempo. En su presencia nada es igual. O, dicho de otro modo, a través de la mirada de Ford, la realidad es otra gracias a la imagen modelo de James. Porque este no deja de ser un ‘fantasma’ del deseo, para Ford, de ser Otro, de ser lo que representa James.
Lo que diferencia esta nueva versión de las realizadas anteriormente , por Henry King, Nicholas Ray o Walter Hill, entre otros, sobre las andanzas o vida de este forajido, no es que se convierta en una revisión sobre su imagen (ya la de King incidía en sus claroscuros; puede que su imagen estuviera embellecida en sus rasgos, por ser interpretado por Tyrone Power, pero no su visión sobre sus contradicciones), sino cómo conjuga, en una misma obra, dos figuras y dos miradas, la del espectador y la imagen, la del interprete y el referente, la del émulo y el modelo, y esto a través de dos personajes contrapuestos, y, quizás, complementarios, Ford y James.
Y digo, sí, dos miradas, porque no es sólo la ‘mirada’ de Ford la que guía la narración. Ya su misma estructura discontinua, con saltos de perspectiva de uno a otro, de Ford a James, nos indica cómo en esa aparente disonancia hay una convergencia. James también proyecta, por así decirlo, sus ‘fantasmas’.
Por eso cobra tanta relevancia en el relato sus miedos a una conspiración por parte de los miembros de su escindida banda. Es su mirada, tensa y escrutadora, la que modula estos enfrentamientos encubiertos, a través de diálogos con cada uno de ellos, transformándose, aun latentes, en las secuencias más violentas del film, más que su puntual descontrolado estallido, después del cual él mismo, James, se sume en lágrimas, tal es la tensión que padece, ante algo que cree inminente, su fatal muerte, como una sombra permanente que le persigue. Y que de hecho será así. Por eso, a diferencia de otras versiones, aquí se representa su muerte como una asunción, por parte de James, de algo inevitable, ‘ofreciéndose’ a Ford, cuando descubre que él va a matarle, como si, a la vez, esa muerte fuera una liberación.
Ambos personajes miran pero no ven, proyectando Ford en el otro lo que le gustaría ser, y James sus miedos a dejar de ‘ser’. Uno crea una imagen, el otro teme la destrucción de su cuerpo.
La secuencia de apertura de ‘El tren de Yuma’ se desmarca de la versión realizada en 1957 por Delmer Daves, y se revela, por un lado, como una de sus aportaciones más sugerentes, y, por otro, dignifica el termino ‘remake’ (rehacer) al proponer una nueva mirada sobre un material preexistente, a la vez que mantiene, sin devaluarla, la médula de los aspectos más sustanciosos de aquella primera versión, basada en un relato de Elmore Leonard. Aunque, eso sí, ya lo apunto, sin alcanzar la densidad y potencia creativa de aquella.
La secuencia nocturna que abre el film nos muestra a dos niños en la cama. Uno dormido, respira trabajosamente. El otro, el mayor, observa, a la luz del candil, un libro que versa sobre forajidos del oeste. Portada que acaricia, casi como si con ese gesto estuviera realizando una invocación. Acto seguido, todos despiertan por unos extraños ruidos, y por los mugidos de un inquieto ganado. Unos hombres están quemando el granero, advirtiendo así que, si el padre, Dan Evans (Christian Bale), no paga sus deudas, lo próximo que quemen será su casa, y después expropiarle sus tierras. El hijo, furioso, coge una escopeta para disparar sobre los jinetes que se alejan, pero su padre se lo impide. El hijo le reprocha su indecisión, y su incapacidad para enfrentarse a los problemas. No, no es como esos forajidos de leyenda de sus libros, capaces de resolver cualquier entuerto. Pero, por otro lado, ya se nos ha insinuado algo que se desvelará después. Es, precisamente, la enfermedad del hijo pequeño, esos problemas con su aparato respiratorio, con los gastos consiguientes, lo que determinó el endeudamiento del padre.
En una secuencia introductoria ya nos han condensado, y sugerido, el conflicto seminal del relato. Los condicionamientos, por un lado, que impiden que uno logre lo que quiere, y el anhelo, por otro, a través de la mirada ‘ajena’ del hijo mayor, de resolver de modo determinado y tajante los problemas, filtrado en su transferencia sobre los ‘idealizados’ forajidos. Proyecta en una imagen ficticia una virtud o poder que ve ausente en su padre, al cual, por ello no respeta. Es la añoranza del resolutivo ‘hombre de acción’. Claro que aún ignora cuáles son los límites entre determinación y falta de escrúpulos.
Inciso de cajas de resonancia. De alguna manera, al dotar de más relevancia dramática a la figura y mirada del hijo mayor se hacen más evidentes los ecos existentes, en la versión de Daves, de Raices profundas (1953), de George Stevens. No sólo en el contraste, en ambos films, entre un perversamente ambiguo o misterioso personaje ( en uno Glenn Ford, y en la segunda Alan Ladd) dotados de un aura de distinción, y un más tosco hombre común (en ambos Van Heflin), no por ello rudimentario, sino cabal y sensato, con un marcado sentido de lo justo y digno. En esta versión de Mangold, al recuperar la figura del hijo, se acentúa aquella influencia, como una variante de la figura del hijo que, en la obra de Stevens, incorporaba Brandon de Wilde, fascinado por la figura del pistolero encarnado por Alan Ladd. Sin olvidar la variación sobre la misma que dirigió Clint Eastwood en ‘El jinete pálido’ (1985), donde el componente de ‘invocación’ se hacía más explicito con el encadenado entre la plegaria de la hija, y la ‘aparición’ del personaje de Eastwood, cual ‘fantasma’ que acude a materializar un deseo, realizar la misión requerida.
Curioso cómo, ‘El tren de las 3’10’de Mangold, una versión de una obra anterior, retoma aspectos de aquella obra referencial que influyó a la realizada por Daves, y otros de una variación de ese referente. Como curioso es, también, que Mangold realizara, en 1997, su mejor obra hasta la fecha, ‘Copland’ (un western encubierto bajo los ropajes del thriller, donde, mira qué ‘casualidad’, el protagonista interpretado por Stallone se llama Heflin), inspirada, en cierta medida, en el espíritu de ‘Solo ante el peligro’(1952), de Fred Zinemann, cuya sombra también aleteaba sobre la versión de Daves. Pero que aquí, en la de Mangold, en contraste con todas estas obras, será objeto de una muy reveladora modificación en su conclusión.
Pero yendo por partes, y retomando las ideas de la ‘invocación’ y fascinación por el resolutivo hombre de acción (que sabe usar un arma y no se arredra un ápice en hacerlo), en la obra de Mangold, la presentación de Ben Wade, el forajido que encarna Russell Crowe, se corporeiza en consonancia con esos deseos del hijo de Evans. Wade se encuentra en una aislada loma. Parece que él y sus hombres están a la expectativa de algo, prestos a entrar ‘en acción’ y dar un golpe. Pero el detalle más llamativo es que Wade está dibujando un ave rapaz, un halcón en vuelo. Como si dibujara aquello que anhela ser el hijo de Evans, y, claro, como se ve el propio Wade, cual autorretrato. El halcón representa aquello que ambos admiran, en lo que uno se gustaría ver reflejado, y en el que el otro se reconoce y afirma.
Y aquí, como en la obra de Dominik, podemos advertir otro ejemplo de contrapunto de la ‘otra mirada’, la de la imagen que se anhela, representada a través de esta singular afición, los dibujos, porque en ellos refleja Wade lo que admira. Y se lo volveremos a ver hacer en dos puntuales y significativas situaciones. La primera en el encuentro con Emmy, la camarera del saloon, con la que mantendrá un fugaz romance, y a la que propondrá que se vaya con él a Méjico. Le vemos dibujar su cuerpo desnudo, de espaldas. La ironía es que, esta ‘admiración’ (o imagen de anhelo y deseo), entra en conflicto y contradicción con la primera, la de la rapaz y libre ave, porque es cuando uno baja la guardia, al priorizar el lado sensible. De hecho, el demorarse, para irse, determinará que le capturen. Aunque, cierto es, en la versión de Daves se hacía más palpable cómo la sensación de estar apartada del mundo de Emmy se constituía, a su vez, en reflejo de una faceta de Wade que nos lo hacía ver más complejo en sus contrastes
Porque esa primera imagen, la rapaz, es la que no cesa de proyectar frente a Evans, como necesario modelo, o imagen referente de conducta y acción, para sobrevivir, y que, en la primera secuencia del robo de la diligencia, remarca cuando dispara sobre uno de los componentes de su banda, para así hacerlo contra el agente que se había parapetado tras él. Wade cree que no sirve de nada ser un cándido (como Evans), o andarse con escrúpulos, ya que, al fin y al cabo, hacerlo es lo que le ha conducido a Evans a sufrir todas sus adversidades. No hay grises intermedios, como le hace ver al hijo en las secuencias finales, él no es bueno, y si ha ayudado en algún momento a los otros era para su propio beneficio y conveniencia. Una imagen proyectada que proviene de la necesidad de adaptarse al medio. Eres tú o ellos.
El tercer dibujo, precisamente, retrata a Evans. El porqué es lo que explicará el que se preste a ayudarle frente al acoso de sus hombres cuando le lleva hacia la estación. Y ese porqué no es otro que la admiración que le suscita Evans cuando éste se mantiene firme en llevar a cabo su misión, aun cuando ya le hayan pagado el dinero que necesita para cubrir su deuda y mantener su propiedad, y se encuentre ‘solo ante el peligro’ por la deserción de los representantes de la ley. Dibujo que, significativamente, quien visualizará, y de paso nosotros espectadores, será el hijo, lo que le determinará a ayudar a su padre, ya que ha visto en la mirada de aquel que admiraba, Wade, que éste admira a quien él, hasta entonces, había no sólo no admirado sino despreciado.
Claro que los hechos parece que dan la razón a la visión rapaz de Wade, cuando Evans se abatido por sus hombres. Su reacción, matándoles, no es sino la expresión de una furia, la de haber vislumbrado por un instante que quizás fuera posible que un gesto digno, sin doblez ni interés alguno, superará las adversidades y mezquindades ajenas. Pero no pudo ser. Esta vez estar ‘solo ante el peligro’ no sirvió de mucho.
¿Espejo de nuestros tiempos, quizás? No deja de tentar el considerar, en esta visión de la implacable actitud rapaz como inevitable triunfadora, un reflejo de la depredadora sociedad en la que vivimos, del mismo modo que esa maraña de competitividad, recelos conspirativos y arribismos, cual conflicto corporativista, en la obra de Dominik, pudiera verse de modo semejante.
Sí, es cierto que esta nueva versión de Mangold, no alcanza esa densidad dramática de la versión de Daves, pese a que amplifique situaciones (como las peripecias del viaje de traslado de Wade a Yuma) o intensidad de montaje (más muscular que atmosférico). La larga secuencia de espera en el hotel, entre Evans y Wade, de la obra de Daves, concentraba más tensión que todas las secuencias de tiroteos y acción de la versión de Mangold. Muchas veces el menos es más.
Pero, no por ello, uno no deja de apreciar estas sugerentes aportaciones sobre la ‘mirada’, o la proyección, que, junto a la obra de Dominik, nos enfrenta, dentro de este espejo mítico o legendario, a otro espejo de nuestro tiempo. El de cuáles son los modelos necesarios, el de cuáles creamos y por qué, y cuál es el reverso de éste y, por añadidura, qué dice de nosotros.

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